LA DIABETES NO LLAMA A LA PUERTA I

2 05 2024

Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría

No podrá morir nunca.

EL MUERTO

PEPE HIERRO

               LA DIABETES NO LLAMA A LA PUERTA

                                                         I

El bastón que me habían cedido en la residencia de ancianos me ayudaba mucho a no irme a uno y otro lado de la acera, como un borracho. Caminaba con mucha calma, tensa la atención sobre posibles obstáculos que me hicieran caer cuan largo era (ahora sí, antes hubiera sido más cierto lo de cuan ancho era). Una caída, en mi situación actual, podría ser tan nefasta y grave como incluso mortal. No olvidaba la frase del folleto sobre las caídas que me habían dado en la residencia. La mayoría de las muertes, en la tercera edad, se producían por caídas. Sí, yo pertenecía ya a la tercera edad. Quién me lo iba a decir a mí hace apenas unos años, pocos, la vida es corta y pasa como un soplo.

Sobre mi cabeza un vendaje que las enfermeras llamaba capelina y que a mí se me asemejaba al turbante de un mameluco. No sabía por qué, tuve que mirar en Internet para confirmarlo. En efecto el vendaje era muy parecido al turbante y los mamelucos eran una tribu árabe, creo que una especie de mercenarios que habían luchado en varias guerras desde la Edad Media, hasta con Napoleón en Egipto si no recordaba mal. Con alguno de los vecinos del pueblo había bromeado presentándome como un mameluco. Tal vez los vecinos de este pueblo ya me conozcan como el de la boina blanca, caminando con dificultad por sus aceras. De pronto algo llamó mi atención. En el centro cultural del ayuntamiento se anunciaba un concurso literario. Me detuve para leerlo con calma. Era perfecto para mí, quince páginas y el tema libre. No tenía que ir muy lejos para encontrar la historia que iba a contar. Lo que había puesto patas arriba mi vida tenía todos los ingredientes para una buena historia, drama, incluso tragedia, una pizca de humor, negro, claro, buenas personas, generosas, humanas, amables, y alguna no tan buena, porque de todo hay en la viña del señor. No podía contarlo todo tal cual, una narración de ficción necesita su correspondiente proceso de elaboración. Yo sería el protagonista y lo que a mí me ocurriera no necesitaba enmascararse. Un autor puede convertirse en personaje y narrar su historia sin necesidad de mucho subterfugio, al fin y al cabo, nadie le va a reclamar nada por traspasar la línea roja de los derechos al honor y a la intimidad. ¿Pero y los demás personajes con sus correspondientes historias?

Los lectores que no han escrito nunca una historia se preguntan y preguntan al autor, curiosos hasta la más mezquina morbosidad, cuánto de autobiográfico hay en su relato o novela, hasta qué punto el protagonista se parece a él o hasta dónde ha puesto su propia carne en la carne de sus personajes. Los autores solemos pasar del tema como si no esto no tuviera la menor importancia. Y no la tiene como voy a demostrar a continuación. Hay pocos lectores que conozcan tan bien la vida y milagros de un autor como para señalar en tal o cual personaje o historia algo que pueden identificar porque han sido testigos de ello o alguien le ha contado. No son tantos los que conocen nuestras vidas, las de las personas anónimas, escribamos o no, y de éstos ¿cuántos leen a un autor si no es famoso, o aun siéndolo? Muy pocos. Por eso los autores nos podemos permitir el lujo de cambiar partes de una historia real, enmascarar personas reales y transformar tu propia vida, tan real como la vida misma, en una ficción en la que nadie sería capaz de reconocerse, incluso el propio autor. Creo que ahora lo llaman autoficción a eso de escribir sobre la propia vida transformándola en una historia ficticia. Es un truco sencillo. Pongamos por caso que tengo que describir al director de mi residencia de ancianos, donde habito temporalmente hasta que se me cure la herida y me quiten el gorro de mameluco. Pues lo convierto en directora y la hago joven, guapa, una auténtica top model, y elegante, muy elegante, inteligente, trabajadora, amable, etc etc. Está claro que ningún lector va a creer que esa parte de la historia es real, porque todos sabemos que los directores de residencia geriátricas son hombres calvos, barrigones, malhumorados…Y que me perdonen los directores de geriátricos, porque esto es una broma, pura ficción, vamos. Y así con todo el mundo. A Marta, la enfermera que voy a ver al centro de salud, para que me cambie el turbante, la convierto en un ángel, el ángel de mi herida, es también guapa, amable, sensible, humana, vocacional y así sucesivamente. Nadie se va a creer que un personaje así es real. Tiene que ser inventado. Si esto fuera una historia de terror de Stephen King, podría convertir a esta enfermera en una vieja gruñona y malvada que hurga en mi herida y me hace sufrir hasta el paroxismo. Y ahí me tienen, gritando como un energúmeno.

Ven ustedes, queridos lectores, qué fácil es transformar hechos reales en historias ficticias, enmascarando personas reales para convertirlos en personajes y haciendo que hechos reales como la vida misma de los que podría dar fe un notario sin caérsele encima el palo del sombrajo, parezcan la fantasía delirante de un autor loco, y que me perdonen los que no estén locos, yo sí lo estoy, y a mucha honra. De esta forma me creé mi propia novela, hasta llegar a la parte dramática de la misma. Entonces todos los recuerdos se me echaron encima como lobos hambrientos y casi me voy de culo. Tuve que buscar un banco, sentarme y cerrar los ojos.


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