DIARIO DE UN ENFERMO MENTAL (EL GRAN SECRETO DE MI VIDA) XXVII
TODO SOBRE EL TELÉPATA LOCO III
Anoche tuve un sueño que me hizo pensar en la necesidad de retomar este diario. Mientras despertaba y no algunos recuerdos de aquella época se desbloquearon totalmente y esta mañana he reanudado un diario que llevo aparcado desde junio del 2019, según veo en el blog. Desde entonces han ocurrido muchas cosas, incluso algo imprevisible y distópico ha cambiado nuestras vidas. Ha llegado el coronavirus y ha destrozado las seguridades del ser humano, que se creía invencible y ha descubierto su fragilidad. Hace ya muchos años que me planteé dejar algunos textos antes de morir, no porque crea que muchos los van a leer y sacar provecho o porque piense que ese debe ser mi legado para que mi vida no haya sido un tiempo vacío. Para mí es algo mucho más importante y coactivo, se trata de cumplir un juramento sagrado que me hice en un determinado momento de mi vida. Ahora que la muerte acecha en cada esquina y puede que mi tiempo esté dando los últimos coletazos, es preciso que escriba lo que aún queda pendiente, experiencias en muchos casos infernales que no debo callar por vergüenza o por cualquier otro motivo que resulta ridículo desde la perspectiva de la muerte. Para muchas personas desvelar su intimidad es algo insufrible e inaceptable, como narrar sus experiencias en el retrete, todos sabemos que tenemos un cuerpo físico, que somos en parte animales y conocemos muy bien cómo funcionan las partes más bajas de nuestros cuerpos, las excreciones, y cómo nos vamos deteriorando con el tiempo. Contar eso es solo provocación, no aporta nada, tan solo la repulsión de los oyentes. Sin embargo hay algo que aunque puede parecer muy semejante no lo es en absoluto.
Se trata de desvelar las intimidades más recónditas, y en buena parte oscuras, de nuestra consciencia. Muchos lo consideran un gesto narcisista e inútil, algo tan repugnante como contar una experiencia de diarrea explosiva, como denomino yo a esas diarreas que por desgracia sufro de vez en cuando, en la que parece que voy echar todo el interior de mi cuerpo en la forma más repugnante imaginable. Me temo que en algunos casos se trata solo de vergüenza de hablar de experiencias que consideran humillantes y que tienen mucho de una defensa a ultranza de una imagen que ellos se han creado de cara a los demás, o que los demás han creado de ellos observando su parte exterior, su apariencia física, sus gestos, sus conductas. Siento un gran respeto hacia esta actitud y entiendo perfectamente su reticencia a desvelar intimidades que consideran inútiles y no llevan a parte alguna. Ese no es mi caso, porque por suerte o por desgracia, no tengo ninguna imagen que defender, salvo la imagen de loco que en parte he causado yo con mis actos y en parte han creado ellos, los demás, incapaces de comprender la enfermedad mental, y que creo es una forma de huir de la realidad, de no enfrentarse a algo que está ahí y que podría hacerles sufrir y angustiarles hasta unos límites que no están dispuestos a soportar. No puedo empeorar más mi imagen de lo que ya lo está ni tengo el menor interés en defender esa imagen, al contrario, si tuviera el menor deseo en destruir esa imagen y crear otra, un poco mejor, no haría lo que voy a hacer. Podría alegar que quiero ayudar a las personas que sufren algún tipo de enfermedad mental y a sus familiares, para que intentaran comprenderles, o que deseo aportar mi granito de arena a la evolución espiritual de la humanidad, que no solo se consigue hablando de lo mejor de nuestra naturaleza, sino también de lo peor. Pero esos motivos no tienen para mí la menor importancia. Se trata de cumplir un juramento sagrado que hice en un determinado momento de mi vida y que es para mí muy importante.
Veo que en el capítulo anterior intenté explicarme un poco cómo pude llegar a vivir las experiencias que sufrí en aquella época. No importan las causas, ni qué me pasó realmente para despertar facultades ocultas que nos permiten percibir mundos invisibles, me voy a centrar en narrar aquella etapa de mi vida como una novela delirante, una historia tan típica como la de algunas de mis novelas más delirantes. Pero antes debo decir que nunca he sido conformista con las grandes cuestiones de la vida. Sí lo he sido, y mucho, con las cuestiones fútiles, tales como si debería ganar el doble de dinero para comprar esto o aquello, o si debería preocuparme por alcanzar un determinado estatus social, o si tendría que plantearme hacer algo importante para hacerme famoso y que todo el mundo me palmeara la espalda, ni siquiera por dejar un legado que le permitiera a la humanidad avanzar un pasito más, no se sabe hacia dónde. Para mí la gran cuestión ha sido siempre desvelar el misterio de la existencia. Luchar por la justicia es importante, hacer lo que esté en mi mano para que los marginados de esta sociedad puedan abandonar su vida miserable y alcanzar un nivel de vida mínimamente aceptable, conseguir que los derechos fundamentales, los derechos humanos se respeten en todas partes, sí, eso es importante, pero no tanto como saber por qué diablos nacemos y por qué tenemos que morir. Ni siquiera vivir unas cuantas décadas lo mejor posible es para mí importante, porque por muy bien que vivas tendrás que morir, y no dentro de varios siglos o eones, solo unas miserables décadas. Luego regresar a la nada por toda la eternidad. Eso para mí ha sido siempre inadmisible. Se podría decir que no merece la pena. Desde que con cuatro o cinco años me senté en una piedra, frente a las puertas de aquel cementerio de pueblo, después de que mi padre estuviera a punto de morir, no he dejado de buscar una explicación. Tardé muchos años en hacerme guerrero, entonces no seguía ningún dogma que dijera que si no luchas por desvelar el misterio eres un zopenco, o que si te dejas engañar y manipular eres un cordero llevado al matadero. No, aquello era algo superior a mis fuerzas, brotaba de mis entrañas como un torrente. Tenía que saberlo, o por lo menos tenía que luchar toda la vida intentándolo. Cuando supe que un guerrero debe luchar toda su vida por desvelar el misterio, aún sabiendo que nunca lo conseguirá, me hice guerrero. Para mí no se trataba de buscar una explicación a la enfermedad mental, saber lo que hubiera sido de mi vida de no haber padecido una enfermedad mental. Era muy consciente de que de no haber caído en las manías obsesivo-compulsivas en las que caí, hubiera caído en otras. De no haber tenido los delirios que tuve, hubieran sido otros. No me interesaba la vida “normal” de todo el mundo. En el camino del conocimiento siempre descubres cosas, que rara vez son agradables, es más, casi siempre son terribles. Pero es mejor saber que ignorar, es mejor intentar ser libre que conformarte sabiendo que eres un esclavo de fuerzas más o menos poderosas. Puede que no sea muy agradable descubrir que te han mentido, te han manipulado, que eres una hormiguita a la que están poniendo constantemente palos en su camino, solo para divertirse viendo cómo sufres trepando palo tras palo, perdiendo el escaso tiempo de que dispones para llegar al hormiguero saltando obstáculos que otros ponen en tu camino, solo para divertirse. Ciertamente es terrible saberlo, pero es aún peor no saberlo. No puedo ser conformista. No puedo decir: es inútil, no lo sabré nunca; es mejor disfrutar lo que puedas, durante el tiempo que puedas, que sufrir intentando meter el océano en el agujerito que el niño ha cavado en la playa. No importa lo que tenga que sufrir, lucharé como un guerrero por desvelar el misterio. Quiero saber por qué nací, por qué voy a morir, si hay algo más, quiero desvelar el misterio de la existencia. Y ahora sí, puedo empezar a contar mi historia, tan patética como hay pocas, pero puedo decir que nunca tiré la toalla. Si lo hubiera hecho nunca sabría que se puede superar la enfermedad mental, al menos lo suficiente para alcanzar un nivel de vida aceptable. En otros tiempos hubiera dado mi brazo izquierdo, mi pierna izquierda, hubiera dado casi todo, menos la vida, porque sin vida no puedes descubrir misterios, por llegar hasta donde he llegado. Ha merecido la pena.
Incluso en las vidas más llanas y anodinas existen siempre encrucijadas en el camino que se sigue. En las vidas grises no son muchas ni hay en ellas muchos caminos a elegir, en cambio en las vidas complejas y dramáticas las encrucijadas son numerosas y los caminos a elegir tan numerosos que uno debe sentarse a meditar sesudamente. Si bien el ángulo que separa a unos caminos de otros es mínimo a la altura de la encrucijada, conforme uno va siguiendo el camino se da cuenta de que a cada paso se separa más y más del camino o caminos más cercanos. Es cierto que siempre vamos hacia delante, porque la vida no permite retroceder, pero algunas veces se avanza tan poco que uno diría que la separación con la línea que marca el avance del retroceso debe ser mirada con lupa. Hace algunos años se me ocurrió la idea de escribir una novela sobre mi vida, pero no sobre lo que había ocurrido, si no sobre lo que pudo haber sucedido de haber yo tomado otros caminos en las encrucijadas y no los que realmente tomé. Al final lo dejé, convencido de que cualquier camino que hubiera seguido habría cambiado muy poco de lo que ha sido mi vida. Alguna vez he meditado sobre qué habría sido de mí de no haberme puesto a buscar un sentido a la vida, si me hubiera dado por vencido antes incluso de formular la pregunta. La mayoría de las personas dan por supuesto que no se puede descubrir el sentido de la vida, si es que existe, y se limitan a pensar algo tan simple como: ya que estamos aquí sin saber cómo ni por qué, ya que vamos a morir inevitablemente, vivamos lo mejor posible, eso es lo único que cuenta. Mirando esas vidas no siento envidia, ni siquiera intentándolo con todas mis fuerzas. He tenido una vida dura, dramática, terrible, pero en ella nunca he dejado de buscar ese sentido que sin duda tiene.
De no haber buscado habría caído en las mismas obsesiones y sufrido las mismas angustias. Mi condición de enfermo mental me habría llevado a las mismas metas aunque fuera por distintos caminos. E incluso, creo, que aunque no hubiera padecido enfermedad mental alguna no soy capaz de vivir sin buscar un sentido a la existencia. Por eso mi camino de conocimiento no ha sido más infernal que el que sufrí antes de buscar, en lo que llamo mi etapa negra o mi temporada en el infierno, que cuento en otro lugar. Incluso debo decir que con el tiempo fue mejorando hasta llegar al logro que nunca hubiera imaginado, de alcanzar una calidad de vida por la que hubiera dado casi todo.
Se podría decir que el camino comienza cuando decidí abandonar Madrid, donde había vivido mi temporada en el infierno, y regresar a León. Allí se inició mi busca del remedio mágico que todos los enfermos mentales pedimos al cielo cada momento de nuestras vidas. Fue una búsqueda agotadora, en todas las direcciones y sin descanso. Budismo, yoga, espiritismo, fenómeno OVNI, mancias, escritura automática, esoterismo. Todo podía llegar a servirme, todo era digno de ser analizado en profundidad. Recuerdo con ternura mi ingenuidad cuando me acerqué a una oficina de información cultural para solicitar información sobre grupos espiritistas en mi ciudad. Estábamos en plena transición y todo seguía funcionando con la inercia franquista. Mi ingenuidad en aquella etapa juvenil era tan pasmosa como enternecedora. Me dediqué al estudio del tarot y echaba las cartas a los amigos o conocidos, estudié la astrología aunque nunca hice cartas astrales porque las matemáticas nunca fueron mi fuerte. Compré algún libro de quiromancia y me puse a leer mis manos y las ajenas. Compraba fascículos sobre temas paranormales de Jimenez del Oso y veía su programa en televisión. Encontré algún grupo de escritura automática y me hicieron un informe sobre mi nombre cósmico, así como un dibujo de mi personalidad que estaba férreamente encerrada en una especie de prisma en el que no había salida alguna, tendría que quebrarlo. Pero cuando realmente comenzaron a cambiar las cosas fue cuando decidí hacerme rosacruz y estudiar las monografías que me enviaban desde San José, en California. Hasta aquel momento todo había sido puramente teórico, pero con alguno de los experimentos rosacruces algo se fue despertando y comenzaron los puntitos de luz, las voces, la obsesión telepática, el miedo a estar poseído por algún demonio. Las supuestas visiones de Ovnis en la montaña, que tanto me impactaron y obsesionaron, podían considerarse pura sugestión, pero los fenómenos que empezaron a ocurrirme eran innegables. Uno podía interpretarlos de mil formas diferentes, pero lo cierto es que yo estaba viendo lo que veía y escuchando lo que escuchaba, eso no podía negarlo, como no puedes negar la existencia de una pared después de haberte golpeado la cabeza con ella una y otra vez.
Aún hoy me pregunto si hubiera llegado a tanta obsesión y locura de no haber sufrido con anterioridad una severa enfermedad mental. Es cierto que otras personas que conocí entonces y posteriormente no llegaron a mi deterioro, pero sí estaban muy afectadas y algunas casi tan mal o peor que yo. Quienes desconocen este mundo tienen tendencia a calificar de enfermo mentales o locos a quienes buscan un sentido a la vida en el mundo invisible, sin darse cuenta de que no solo nuestras vidas, incluso el universo es más invisible que visible. La física moderna está de acuerdo en que hay más materia o energía invisible en el universo que visible. Lo que vemos es poco, solo la punta de un infinito iceberg que permanece invisible para nuestros telescopios y artilugios, no digamos para nuestros ojos. La busca de lo invisible no tiene por qué ser irracional o demente, incluso podría ser muy científica. Lo que ocurre es que el camino del conocimiento contiene monstruos o verdades que pueden trastocar nuestro equilibrio mental. Es lo que me ocurrió a mí y que iré contando en próximos capítulos como una novela, delirante y compleja, protagonizada por un tonto, o mejor dicho por un loco. Como en la novela El lobo estapario de Hesse, esta es una novela solo para locos.
COMENTARIOS RECIENTES