ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIX

26 04 2024

Se puede decir que mi vida transcurría entre la casa donde vivía con mi madre, donde procuraba parar el mayor tiempo posible, encerrado en mi habitación leyendo o escuchando música; el trabajo donde pasaba la mayor parte del día, dedicado escribir a golpetazos en aquella pesada máquina Underwood todos los trámites de los expedientes civiles que me habían tocado y por último, entre la piscina de aquel hotel de lujo, donde nadaba casi una hora sin parar, haciendo largo tras largo en los diferentes estilos que no suponían ninguna dificultad para mí. Allí en la piscina conocería a una mujer que tendría gran importancia en aquella etapa de mi vida. Se trataba de una mujer casada, de poco más de cuarenta años, creo recordar, tal vez alguno más. Coincidíamos en la piscina en las horas previas a la comida, o si no había podido ir por alguna razón, por la tarde después del trabajo. Era una mujer que conservaba un cuerpo muy bien formado, resaltado por un bikini de aquellos tiempos, discreto, con un cierto morbo sensual para mí. Me resultaba muy atractiva y fantaseaba con ella en mis caminos eróticos interiores. Su rostro no era tan atractivo como su cuerpo, normal, con alguna arruga que mostraba su edad mucho mejor que el resto del cuerpo. No fui yo quien se acercó a ella, era demasiado tímido y a pesar del bajón de peso que estaba experimentando con la dieta de la famosa doctora, aún recordaba cómo era aquel cuerpo obeso y repelente. No hacía mucho caso de sus intentos de entablar conversación conmigo. Cuando paraba a descansar un poco en la zona menos honda de la piscina, ella se acercaba y me hacía alguna pregunta que yo contestaba con un monosílabo y si insistía me apresuraba a seguir con el largo del estilo correspondiente. Hasta que se hartó y me asedió en debida forma. Quería saber de mí, de los motivos de mi timidez, de mi misantropía, a qué me dedicaba y todo lo que quisiera decirle o pudiera sacarme. Como me ocurría en estas ocasiones, tras huir de la persona que deseaba hablar conmigo, en cuanto aceptaba que había verdadero interés en la otra parte, me ponía a soltar intimidades como por una cloaca. Porque así me sentía cuando tenía que explicar mi vida pasada, con los intentos de suicidio, las estancias en los psiquiátricos y ahora la razón de mi aparición en la televisión que antes o después terminaba por salir en mis conversaciones. En un principio intentaba por todos los medios dar una versión edulcorada de mí mismo, podando todos los episodios de mi vida que podían hacer pensar al otro que se encontraba ante un verdadero monstruo, pero luego comprendía que era tan poco lo que podía contar de la supuesta persona normal que era, que terminaba por mandar a freír espárragos -en una de las expresiones favoritas de mi padre- todas mis prevenciones y me ponía a soltar la mierda acumulada.

Como es lógico esto no lo podía hacer en la piscina, en los escasos minutos en que descansaba entre estilo y estilo. Pero cuando me invitó a un café en la cafetería del hotel y no me pude negar, tras haberlo hecho ya muchas veces, ocurrió lo que tanto me temía. Hablé de mí mismo, de mis aficiones, de todo aquello que de alguna manera me enorgullecía y cuando ella fue ahondando más y más le solté mi gran secreto que me daba cuenta que ya no era un secreto para casi nadie después de mi aparición en televisión. Se mostró compasiva como hacían casi todos al conocer mi pasado más oscuro, pero luego lo dejó de lado, como dando un manotazo, y se centró en mi presente. Sin duda en algún momento le hablé de mi gran obsesión. Necesitaba sexo, me moría de ganas y no encontraba a ninguna chica que quisiera hacer el amor conmigo, con vistas a una relación de pareja estable o no. Desde luego que yo quería casarme o simplemente vivir en pareja, algo que en aquellos tiempos seguía muy mal visto por la mayor parte de la sociedad pero que para buena parte de la juventud era bastante común. No me hubiera importado que ella me propusiera sexo. Ya me había contado también alguna de sus intimidades. Estaba casada con un hombre bastante mayor que ella, no recuerdo cuántos años, pero sin duda más de veinte. A su marido ya no le apetecía mucho el sexo y ella se sentía abandonada y casi deseosa de vivir su vida al margen de su marido. Tal vez lo hubiera hecho de no ser por su mentalidad tan conservadora que contrastaba vivamente con su hastío de la vida matrimonial y familiar. Se debatía entre satisfacer sus deseos y vivir una vida paralela a la que tenía en casa y el famoso qué dirán, que en una ciudad pequeña y muy conservadora como aquella podía causarle serios problemas.

Se interesó por mi problema y me comentó que yo era joven y de aceptable buen ver. Le tuve que explicar cómo era yo físicamente no mucho tiempo atrás. Creo que me dio algunos consejos sobre cómo seducir a las chicas y las viejas historias que te endosa todo el mundo que cree haber vivido mucho y saber de estas cosas más que nadie. Un día me comentó sobre una amiga que tenía, de su edad, más o menos o un poco mayor. Estaba soltera, nunca se había casado porque su amante era un hombre casado y estaba profundamente enamorada de él. Todo se fue al traste cuando aquel murió en un accidente de tráfico. Me preguntó si le importaba que me la presentara otro día. Podíamos tomar café los tres y ver si encajábamos. Así ocurrió, en efecto, y este fue el comienzo de una relación a tres muy extraña, a la que hubiera denominado “menage a trois” sin vergüenza de haber existido sexo de por medio. Pero no lo hubo, nunca lo hubo. Creo que ellas se sentían bien hablando con un chico joven (yo debía de tener por entonces unos veintiocho años) y tan tímido que les hacía sonreír a veces. Supongo que tonteaban un poco conmigo, sin malas intenciones ni buscando nada más que el momentáneo flirteo.

Les gustaba mi cultura, parecía saber de todo y mis conocimientos, para mi edad, eran bastante extensos Había leído mucho, escuchado mucha música, visto mucho cine. Había tenido una vida madrileña bastante interesante si quitamos las estancias en psiquiátricos y los intentos de suicidio. Desde luego yo era un islote divertido en el océano de hastío vital que eran sus vidas. Pronto se hizo una costumbre el tomar el café después del baño o el aperitivo antes de comer. Alguna que otra vez quedábamos por la tarde en otras cafeterías (no recuerdo si estuvimos en algún pub, puede que sí, no en discotecas). Con el tiempo me fueron presentando chicas de su entorno. La mujer a la que se le había muerto el amante de una forma tan dramática, llamémosla B, llegó al extremo de presentarme a una chica que trabajaba en la fabrica donde ella era encargada y que se caracterizaba por ser muy promiscua. Me avisó antes de ofrecerse a presentármela de que era bastante feúcha, o muy fea, si nos dejábamos de circunloquios. Yo dije que sí, pensando que estaba tan salido, tan necesitado de sexo que no me importaría lo fea que fuera. Sí, me importó, porque quedamos en una discoteca y después de tomar alguna que otra copa, bailar y charlar un poco me planteó directamente irnos a su casa y tener sexo. Lo intenté, juro que lo intenté, pero no pude, no me gustaba nada. Aquello le sentó como una patada en el bajo vientre, me llamó de todo, se marchó y aquí terminó la historia.

Pero todos estos episodios ocurrieron bastante posteriormente a que lleváramos apenas dos o tres meses tomando café los tres. Lo mismo que mi fiesta de cumpleaños a las que asistieron otras chicas que me habían presentado, especialmente recuerdo a dos hermanas, una me gustaba muchísimo pero no quería saber nada de mí y la otra, con un ligero sobrepeso, no me interesaba tanto, pero con ella sí me hubiera ido a la cama sin pensármelo. Ninguna de ellas se sentía suficientemente atraída por mí como para irse a la cama, algo que comprendí tampoco hubieran hecho con otros, porque su mentalidad sin ser tan conservadora que pudiera llamarla beatería, sí estaba aún bastante alejada de lo más progresivo en cuanto a mentalidad en aquella ciudad. Y también ocurrió algo que me marcaría durante los años siguientes y que fue muy importante en mi vida.

Estoy bastante convencido de que fueron ellas, no podía ser otro, las que me hablaron de los rosacruces porque creo que era T. la que conocía a alguien que a su ve conocía a otro que…Yo ya había intentado, de una forma bastante cándida y ridícula, ponerme en contacto con grupos espiritistas o esotéricos, con un resultado solo podía ser un fracaso en una ciudad tan católica y conservadora. Se trataba de un matrimonio, él un buen cargo en la Telefónica y ella guía de turismo. No tenían hijos y su poder económico era bastante elevado para la media. Poseían un local destinado a filatelia en una de las principales arterias de la ciudad y en uno de los edificios más modernos y lujosos. Eran rosacruces y me introdujeron en este grupo esotérico que tanto influiría en mi vida juvenil. También fueron ellos los que me presentarían a G, un profesor que tenía una academia privada, con fama de guaperas y que a su vez era amigo de la que pronto sería mi profesora de francés. Aquí aparece por fin la rubia alcoholizada.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVIII

11 04 2024

 La muerte de mi padre supuso un cambio muy importante en mi vida, como era de esperar. Mi madre y yo buscamos casa. Mi hermana se había casado muy joven y aunque no vivía lejos, sí lo suficiente para que no nos viéramos muy a menudo. Creo que mi hermano debía de estar ya en la guardia real, a donde fue para evitar el servicio militar o porque aquello le gustaba lo suficiente para probar fortuna. Debió de ser mi madre la que encontró la casa, yo no estaba para cuestiones prácticas. Por suerte la encontró en el centro, justo un par de calles del juzgado donde yo trabajaba, con lo que me bastaba con levantarme un poco antes del momento en el que tenía que hacer mi aparición en el trabajo. Recuerdo bien que era una casa vieja y cochambrosa a la que se accedía por una escalera de piedra. No recuerdo que bajo ella hubiera otra vivienda, aunque sí existía espacio para ella. No recuerdo vecinos, solo una mujer soltera que habitaba otra vivienda que formaba  y con la nuestra, en una especie de ángulo donde se cruzaban las dos casas de un lado, en una de ellas vivía la dueña, y la nuestra. Me resulta difícil describir aquello, aunque en mi memoria aparece bastante claro. Se accedía, desde la calle, por un estrecho pasillo oscuro hasta un diminuto patio en el que se iniciaban las escaleras a nuestra casa, que era pequeña, pero suficiente para nosotros dos. Un pasillo desde la puerta de entrada que giraba a la izquierda. A la derecha estaba la cocina, pequeña pero más grande que la de la mayoría de los pisos modernos. En ella una cocina de carbón nos permitía cocinar y calentar un poco la casa en invierno. A la izquierda una diminuta habitación donde dormía mi hermano cuando venía a visitarnos y la abuela materna cuando nos tocaba tenerla en casa seis meses. Como eran cinco hijos el cálculo es sencillo, venía cada más de dos años. El servicio estaba a la derecha del pasillo frente al dormitorio de mi madre que era el mayor. El mío estaba al final del pasillo y aunque no muy grande era suficiente para mí. Haciendo esquina un saloncito donde teníamos un sofá y la televisión. El suelo de baldosa, creo recordar, salvo el salón que tenía madera o un parqué muy viejo y machacado. En aquella casa viviría los momentos más terribles que pasé en este segundo círculo del infierno.

Creo recordar que debió de ser allí cuando decidí tomar medidas serias para bajar de peso, como haría en momentos críticos en ciertas etapas de mi vida. No me recuerdo yendo a la piscina climatizada donde hacía una hora de natación antes de comer, al salir del trabajo. No podía vivir entonces a las afueras, donde vivimos con mi padre, porque hubiera llegado muy tarde a comer y no recuerdo haber comido tarde nunca. Era preciso adelgazar a cualquier precio, porque, aunque dejé en casa la mariconera que había traído de Madrid para que nadie se burlara de mí y la gabardina que tan mal me quedaba mi sobrepeso era excesivo y muy peligroso para mi salud. Como me ha ocurrido a lo largo de mi vida, cuando llego a una encrucijada, tomó decisiones drásticas que mantengo hasta conseguir los objetivos marcados, como me ha sucedido ahora, en la residencia de ancianos donde estoy en este momento y donde me he recuperado casi por completo del gravísimo incidente de salud que a punto estuvo de costarme la vida. En un par de semanas estaré de nuevo en casa, con una baja de peso increíble, mucho más ligero y recuperado de lo que pude imaginar a lo largo de estos últimos años. Entonces di los pasos necesarios y razonables para alcanzar mi objetivo, que era bajar de peso y adquirir un estado de forma bueno, sino atlético. Para ello me informé de la mejor dietista de León y me informaron de una doctora que tenía la consulta no demasiado lejos del trabajo. Fui a verla y como me sucedía entonces, antes de entonces, ahora y siempre, no puedo resistirme a las mujeres que me gustan y aquella me gustaba mucho. No es que hiciera ninguna tontería, suelo contentarme con mis fantasías eróticas y alguna que otra conducta que pasa desapercibida y sino es así nadie parece darle mucha importancia.

Aquella mujer me puso a dieta, lo que es elemental, pero antes hizo un pequeño experimento que me gustó. Se trataba de pasar una semana comiendo un determinado tipo de alimentos y luego ver el resultado. Lo que me gustó fue que dedujo de todo ello que lo que más me engordaba era la legumbre, algo que mi madre no aceptó de buen grado, siguiendo la leyendo dietética de entonces, no sé si también actual, de que la legumbre es buenísima y hay que comerla al menos dos o tres veces a la semana. Claro que mis platos de legumbre eran terribles, pero supongo que la dieta la seguí a rajatabla con la cantidad estricta de alimento que ella me había marcado, por lo que puedo deducir que algo de verdad tenía su conclusión de que me engordaba más la legumbre que la carne o la grasa. Como a mí la carne y la grasa me entusiasmaban me lo tomé muy bien y ese argumento lo utilicé muchas veces. En resumen, que me puso a una dieta estricta y espantosa, con la que pasé un hambre canina, pero que dio resultado. Sí, porque a los seis meses había bajado treinta kilos. Lo que me ha sucedido en más ocasiones en las que he seguido dietas estrictas. Todo esto acompañado con una hora de natación todos los días en la piscina climatizada de un hotel de lujo cercano, que me costaba un ojo de la cara pero que di por bien empleado cuando tuve que comprarme ropa nueva y mi aspecto mejoró notablemente.

Aquella paciente mujer debió de notar mis extraños comportamientos con ella, pero seguro que, informada de mi aparición en televisión o tal vez ella misma me viera, decidió que lo mejor era tener paciencia con aquel loco. Si bien mi aspecto físico mejoró tanto que yo mismo me autorizaba para intentar ligar como pudiera, mi condición psíquica y mental no se puede decir que mejorara demasiado, aunque sí lo suficiente como para irme olvidando de mi experiencia televisiva y no siendo consciente de las reacciones de los demás ante mi presencia, salvo que fueran muy exageradas. Mi vida cambió lo suficiente como para intentar aventuras que en otro tiempo me hubieran parecido imposibles. Empecé buscando grupos esotéricos o espiritistas en la ciudad y no se me ocurrió otra cosa que acercarme a la delegación del ministerio de cultura o como se llamara en aquella época. La mujer que me atendió debió de alucinar en colorines ante mis preguntas. No obstante mi persistencia y un poco de suerte me llevaría a conocer y contactar con el grupo de rosacruces de AMORC del que formaría parte durante años y tanto influyó en ambos sentidos en lo que llegaría a ser el núcleo de mi estancia en el segundo círculo del infierno. Y fue a través de ellos, en una carambola un tanto delirante, cómo llegaría a conocer a la rubia alcoholizada. Ya sé que si algún lector está siguiendo esta historia, se preguntará, y con toda razón, sobre el por qué del título de este capítulo, cuando esta rubia ha tardado tanto en aparecer y sin duda no tendrá la importancia que tuvieron otras personas y circunstancias. No hay razón lógica para la elección de este título, salvo que enlaza con el del capítulo anterior, el de una rubia con mala suerte. Ambas rubias y ambas maltratadas por la vida y por su mala cabeza y poca voluntad.

El detonante que llegó a producir nuestro encuentro no fue otro que mi interés por comenzar a hablar bien el francés, un idioma que leía con bastante facilidad y que ahora también leo con mucha más soltura. Me dije que podía buscar una nativa con la que mantener conversaciones en francés, porque no me interesaba el estudio de la gramática y de las entrañas de aquel idioma, sino hablarlo con fluidez. Por aquel entonces se me ocurrieron un montón de cosas, a las que me apliqué con total interés y dedicación. Quise bajar de peso y lo conseguí. Quise encontrar grupos esotéricos y lo logré. Quise encontrar una profesora de francés… y la encontré, aunque más me hubiera valido no haberla encontrado.

Solo me quedaba aprender a socializar un poco, perdiendo mi timidez enfermiza y logrando comportarme en sociedad como una persona normal, algo que nunca creí lograr y supongo que no he conseguido del todo, aunque cuando pongo interés todo va bastante bien, aunque muy, muy forzado. Por suerte en la piscina me encontré con dos mujeres que iban a hacer natación a la misma hora que yo y que, con muchísima insistencia, especialmente de una, consiguieron que aceptara tomar algo en la cafetería del hotel y luego quedar con ellas algunas tardes. Estas historias las cuento en la serie de mis relatos de mujeres, aunque aún no he subido ningún capítulo de esta historia a Internet. Puede que lo haga, o no, dependerá mucho de hasta dónde quiera llegar narrando mis años juveniles. Así pues, por un lado, socializaba en el entorno laboral, con mucho sufrimiento por mi parte, eso es cierto, pero a rastras me iban llevando a tomar un café con ellos o un vino con tapa. Esto unido a las constantes visitas del hijo del jefe y sus presiones para salir con su grupo de amigos o ir de pubs y discotecas, acabé socializando, si así puede llamarse con un grupo de jóvenes de mi edad muy típicos de la época, incluido el consumo de hachís que me perjudicó al mezclarlo con la medicación para mi enfermedad mental que seguía tomando. Por otro lado, el grupo rosacruz, aunque cerrado a influencias externas -cada uno personalmente tenía sus amigos y su entorno, pero como tal grupo nos relacionábamos muy poco con otras personas o grupos- también me ayudó a socializar. Recuerdo muy bien que en un cumpleaños que quise celebrar en casa me di cuenta de las muchas personas que conocía, lo suficiente, para que las invitara a mi diminuta casa y más diminuto salón. Debí de haberlo celebrado  en algún bar o cafetería, pero se me metió en la chola que tenía que ser en casa, y como me ha sucedido siempre que se me mete algo en la chola, lo llevo a cabo aunque las cosas salgan muy mal, la mayoría de las veces.

Allí, ante unas patatas fritas, aceitunas y otras cosillas para picas y beber había gente tan dispar como un mago profesional al que había conocido no sé cómo -debió de presentármelo alguien que le conocía- algunas chicas de aquí y de allá, imagino que las mujeres de la piscina y su círculo piscinil y algunos más que no recuerdo, ni nombres, ni caras ni otras circunstancias. Mi madre que había estado muy preocupada tras mi regreso de Madrid por mi nula sociabilidad y las consecuencias de mi aparición en televisión, se puso muy contenta, asombrada de que hubiera hecho tantos amigos en tan poco tiempo. Yo también lo estaba. Es cierto que tengo una cultura que sería tonto negar, que poseo una labia atractiva cuando me esfuerzo en ello, y que superados los primeros pasos que mi timidez convierte en auténticos abismos, puedo manejarme bastante bien en sociedad. Inicié una etapa que a mi me pareció una nueva vida, como en otras muchas ocasiones, incluida esta. Debo acabar con mis conductas patológicas y vivir una vida lo mejor posible. Al fin y al cabo, se me ha concedido una nueva vida. Eso decía entonces y digo ahora. Entonces porque los intentos de suicidio, terribles, no llegaron a obligarme a cruzar la línea del más allá. Y ahora porque la vida me ha concedido una nueva vida al no permitir que la muerte me haya llevado tras un gravísimo incidente de salud. Solo que esta vez tengo ya edad suficiente para saber que los pocos años que me quedan, muy pocos, deben de ser aprovechados al máximo.

En el próximo capítulo seguiré estas historias paralelas, algunas convergentes, y me centraré en la historia de la rubia alcoholizada, reflexionando sobre el imán que soy para atraer personas marginales que nunca se hubieran encontrado conmigo de no ser por las trampas del destino. En ese sentido estoy bastante de acuerdo con el personaje de mi novela “El buscador del destino”. El destino cabrón que me ha llevado a encrucijadas que nunca debí haber pisado si no hubiera sido con su ayuda y sus trampas.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVII

26 03 2024

                                        

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVII

                       EL SEGUNDO CÍRCULO DEL INFIERNO/CONTINUACIÓN

El cambio que se produjo tras la muerte de mi padre fue muy importante. Para empezar, no podíamos continuar en el piso porque los propietarios tenían firmado un contrato de alquiler con mi padre, no con mi madre ni con el resto de la familia. Por lo visto la ley estaba así en aquel momento. Teniendo en cuenta que yo trabajaba en un juzgado y tenía algún conocimiento legal y que podía consultarlo con el propio juez o los compañeros, sin duda que lo mejor era buscar otra casa y marcharse. Tal vez hubiéramos podido tener alguna opción de quedarnos si nos hubiéramos metido en un pleito, pero gastar dinero en abogados y meterme en líos justo después de mi apoteósica llegada al juzgado, no debió parecerme el mejor camino. Me resulta complicado diseñar una cronología que me permita situar cada uno de los acontecimientos que se fueron sucediendo en su verdadero contexto. No recuerdo cuánto tiempo estuve en aquel piso hasta la muerte de mi padre y me resulta imposible acoplar lo que iba ocurriendo en mi vida laboral con el transcurso de su enfermedad. Cuando tomé posesión de mi nuevo puesto en el juzgado había un juez ya mayor que debió jubilarse al poco de llegar yo, o tal vez ascendiera a la audiencia provincial. Era un hombre serio, al menos así lo recuerdo, con el que no tuve ningún trato. Si recuerdo bien al resto de los compañeros con los que conviviría bastantes años. Mi superior inmediato en la sección de civil era un oficial muy competente que llevaba en aquel juzgado mucho tiempo, junto con otros compañeros de la sección penal, dirigida por un oficial un poco mayor que él, un gallego de trato agradable y una auxiliar también de su edad o un poco más joven. El agente judicial era un hombre de buen trato de la edad de los demás. Los únicos jóvenes, que acabábamos de tomar posesión era mi compañera a la que dictaba el oficial de lo civil, que estaba muy cerca de mí, al que habían adjudicado una mesa y una máquina de escribir. Esta chica que me resultaba muy atractiva aparece en mi novela El Loco de Ciudadfría, tan autobiográfica como ficticia, puede que a un cincuenta por ciento. Me resulta ahora bastante incomprensible que la sección civil tuviera un oficial y dos auxiliares y la penal solo un oficial y una auxiliar, no parece que la plantilla estuviera muy equilibrada, salvo que hubiera una plaza sin cubrir, algo muy probable puesto que pronto llegaría otra chica, también muy atractiva que se unió a la sección penal. Con estos compañeros comenzaría mi andadura laboral que tantas complicaciones tuvo y en la que se incrustó mi etapa infernal de telépata loco, que es el núcleo de este segundo circulo del infierno dantesco.

Recuerdo muy bien que al llegar los nuevos auxiliares tuvo que cesar un interino que resultó ser el hijo del oficial de lo civil y con el que luego mantendría una relación amistosa muy peculiar y algo toxica, al menos para mí. Ahora, desde la distancia, puedo ver con bastante objetividad todo lo que ocurriría durante aquellos años y encontrar una línea, sino cronológica, si bastante lógica y racional. Entonces no era muy consciente de que el trato que se me dispensaba tenía que estar necesariamente muy relacionado con el conocimiento que todos ellos tenían de mi aparición en televisión. Aunque yo lo negara en aquel episodio que ya he relatado más arriba cuando un compañero de otro juzgado me preguntó si yo era el mismo que había salido en el programa de Ïñigo, lo cierto es que no debió de creérselo, ni él ni nadie, puesto que tenía el mismo aspecto y llevaba la misma ropa con la que aparecí en aquel programa televisivo que de alguna manera marcaría mi vida, a veces sin yo saberlo, otras sabiéndolo pero tratando de no ser consciente de ello. Es evidente que el comportamiento de mis compañeros de juzgado, de otros juzgados y en general de todo el mundo judicial de aquella capital de provincia se vio muy influido por el conocimiento de que yo era, sin duda, el famoso loco que había salido en un programa de gran audiencia para defender como lo más racional del mundo, su deseo de abandonar esta vida, de suicidarse de una vez, o al menos de intentarlo hasta conseguirlo. Nadie me dijo nunca nada al respecto, hicieron como que aceptaban mi deseo de no recordar aquello y de pasar lo más desapercibido posible. Sin embargo su comportamiento hubiera sido cristalino para cualquiera que no fuera tonto de remate, y yo no lo era, aunque el bloqueo que puse a mi mente a la que ordené que escondiera bajo tierra, en lo más profundo, aquella época de mi vida, así pudiera hacerlo parecer a los testigos de mis andanzas, Notaba una compasión excesiva, molesta, asfixiante. A lo largo de mi vida sabría muy bien cómo se siente alguien que se considera igual que los demás o incluso superior en algunos temas, como el intelectual o cultural, por ejemplo, y que sin embargo es tratado como un disminuido psíquico o como se denominaba en aquellos tiempos, un subnormal. Así, en efecto, me sentía yo, se tenía conmigo un exquisito cuidado al decirme las cosas, al proponerme esto o aquello, al protegerme de situaciones que ellos consideraban iban a afectarme. Eran malos tiempos para la enfermedad mental, para la psiquiatría, para los enfermos mentales, para sus familiares y para la sociedad que tenía que enfrentarse a este problema sin saber de la misa a la media y sin querer saber nada. Una hipocresía ridícula y mezquina, lo inundaba todo. Lo políticamente correcto era un valor superior a cualquier otro. Así pues, si en un principio fui aceptado con reticencia, como a un loco al que no se le podía privar de su condición de funcionario y ciudadano, pronto comprendieron que yo era una buena persona que intentaba ser amable con todo el mundo, que procuraba hacer favores a todo el que me los pidiera y alcanzar casi la condición de santo católico en su exacerbado comportamiento que deseaba alcanzar las cumbres más altas de la bondad. En esto tenía una parte muy importante de culpa la formación religiosa que había recibido y la lectura casi patológica de las vidas y hagiografías de santos católicos.

Este comportamiento me crearía muchos problemas, y unido a una timidez enfermiza y malsana que me impedía ser asertivo, incapaz de decir “no” a cualquier cosa que se me dijera o propusiera, convertiría aquella etapa de mi vida en un auténtico infierno, en el segundo círculo del infierno, para ser más exactos. No me apetecía nada salir con el hijo del jefe a tomar un vino tras el horario de la mañana. Yo era un ser asocial y más después de mi etapa madrileña, el primer círculo del infierno. En aquellos momentos aún seguíamos teniendo el horario laboral partido, mañana y tarde. Aunque puede ser que no fuera así y que hubieran puesto un horario intensivo durante mi última etapa laboral en Madrid. Lo cierto es que, en aquel juzgado, como en otros muchos, se funcionaba un poco al margen de las reformas que se iban haciendo en el mundo de la Justicia. El juez pasaba bastante olímpicamente de lo que se hiciera en los negociados de su juzgado mixto, civil y penal, la separación vendría después, al menos en las ciudades pequeñas, mientras los asuntos se tramitaran bien y llegaran a sentencia con las mínimas garantías. Muchos secretarios se conformaban con sacarse un sobresueldo con las tasas, que existían entonces, y procurando llevar al día, en lo posible, la sección de civil, con sus correspondientes embargos y demás diligencias, por las que cobraban una parte de la correspondiente tasa. Entonces muchos secretarios se hicieron de oro y dejaban en manos de los oficiales más carismáticos el funcionamiento de los correspondientes negociados. Eso explica que mi jefe pudiera decidir que fuéramos a trabajar también unas horas por la tarde, que se compensaban saliendo antes de trabajar por las mañanas y entrando también más tarde. No existía el famoso horario intensivo de 8,30 a 15 horas que vendría ya con los correspondientes controles de entrada y salida, al principio firmando solo en el correspondiente libro. Es imposible que recuerde si a mí se me pidió opinión o parecer, porque ha transcurrido demasiado tiempo y aunque se me hubiera pedido yo hubiera dicho que sí, como una oveja a la que le pesara demasiado la cabeza, incluso puede que no pronunciara ni palabra, el simple gesto de dar una cabezada era suficiente para mí y también para ellos. Decía que sí a todo el mundo, a mi madre, al resto de la familia, amigos y conocidos, a cualquiera que se cruzara en mi camino. Si a todo sin excepciones. Si alguien me hubiera dicho que saliera corriendo y me tirara por un puente, yo hubiera cabeceado y lo habría hecho. Desde luego que esto que estoy diciendo es un poco exagerado, aunque les aseguro que no mucho.

De esta forma me vi trabajando por las tardes y saliendo por las mañanas a la hora del vino con el hijo del jefe, que muy sonriente me llevaba a un bar donde conocía y era amigo de un camarero que nos sonreía y nos trataba como a príncipes, poniendo alguna tapa de más con el vino o lo que fuera e incluso no cobrándonos alguna que otra consumición cuando su jefe no estaba a la vista y podía enmascarar la contabilidad que no debía de ser muy estricta. Sería injusto y mezquino si no admitiera que aquellas escapadas diarias me venían bien, para ir socializando poco a poco, más bien muy poco a poco, y que aquel hijo de mi jefe, con el que luego establecería una relación amistosa y de confianza muy estrecha, tuvo un peso importante y positivo en la conformación de un carácter más sociable, aunque lo cierto es que en toda relación en la que uno es incapaz de decir que no a nada, en la que no hay ninguna asertividad por una de las partes, no deja de ser una relación tóxica y dañina para el más débil. Yo debí haber dicho que no a muchas cosas, por ejemplo, a beber vinos o cervezas, puesto que continuaba con la medicación para mi enfermedad mental y el alcohol era veneno, mucho más mezclado con una medicación terrible, de antipsicóticos y antidepresivos, entre otros. Eso me hacía mucho daño. Es cierto que alguna que otra ve lograba imponerme y pedía un biter Kas o algo por el estilo, pero siempre acababa bebiendo demasiado alcohol. Pero lo que peor me venía eran los porros. Ya en Madrid había sufrido experiencias nefastas, como el mal viaje que relato en uno de los libros anteriores de esta larga historia. Aquí comprobé dolorosamente que yo era un tipo raro, muy rarito, puesto que toda la juventud fumaba hachís o marihuana, sino comenzaba ya a caer en las drogas duras, la heroína, luego vendría la cocaína, que recuerde. El que el hijo de mi jefe, mi amigo, fumara porros de hachís fue para mí una pésima noticia, puesto que me presionaba demasiado para que yo pudiera resistirme. Ya en Madrid había comprobado lo mal que sentaba a los miembros de un grupo que uno de ellos se negara a fumar, porque no soportaban reírse de cualquier tontería a mandíbula batiente mientras tú permanecías serio, porque maldita la gracia que tenían sus chistes y bromitas. Ellos estaban en sus mundos de colorines, donde todo era divertido y alucinante, y tú, que seguías en una realidad chata y gris, desentonabas completamente. Por eso era preciso dejar el grupo o fumar. En este caso si yo seguía persistiendo en mi negativa tendría que romper brusca y coléricamente la relación, con las consecuencias, no solo de perder la única relación social que tenía sino de enemistarme seriamente con el jefe convirtiendo mi vida laboral en un infierno mayor. Con el tiempo el padre de mi amigo, mi jefe, me pediría que vigilara a su hijo y le contara si le daba a la droga, especialmente a la dura. Esto me complicó aún más las cosas.

La mayoría de las personas de las que hablaré en esta narración de mi etapa en el segundo círculo del infierno están muertas, con toda seguridad, puesto que me llevaban varias décadas y yo ahora soy un viejales, o casi, como lo prueba el hecho de que esté en una residencia de ancianos, aunque solo sea temporalmente. A pesar de ello no voy a hablar de ellos sino lo estrictamente imprescindible para que el decorado en el que me voy mover no sea incomprensible y falso. No se trata de la mezquina venganza tras muchos años, cuando aquellos a los que vas a poner a caer de un burro están muertos. El resto de “personajes”, llamémoslos así, de mi edad o mi generación, pueden que estén en una situación parecida a la mía, mejor o peor, deslizándose por el último tramo del tobogán de la vida. No, no voy a cebarme en ellos, sino en mí, porque me merezco todo lo malo que diga de mí mismo, me merezco todas y cada una de las consecuencias kármicas que se han derivado de mis actos. A pesar de ello los “secundarios” de lujo de esta historia tendrán que aceptar su responsabilidad y culpabilidad en muchos episodios de mi vida, porque así es y de nada sirve ocultar, medir, matizar, suavizar, comportamientos que fueron los que fueron. Después de haber estado al borde de la muerte una vez más, después de haber sufrido todas las consecuencias que tiene una experiencia cercana a la muerte, con sus efectos postraumáticos, algunos realmente dolorosos y molestos, y otros, como la exacerbación de la libido, hasta divertidos, siempre que controles lo suficiente para no meterte en un lío o no hacer daño, por poco que sea a otros que no tienen la culpa de nada, no puedo seguir viviendo como antes, ni mucho menos puedo seguir dejando en la niebla del pasado episodios de mi vida que exigen ser contados. Por varias razones, la primera porque necesito hacer una especie de psicoanálisis terapeútico para ver si puedo dejar de lado de una puñetera vez todos los traumas y problemas mentales que convirtieron mi vida en un infierno. La segunda porque si la venganza es siempre mala, nefasta, la justicia es algo imprescindible, en la vida de cada quisque y en la de toda una sociedad. Por último, porque no creo que me quede mucho tiempo de vida, porque mi salud se ha resentido y cualquier día me puede dar un susto, y sino me lo da mi salud me lo dará Putin o tantos y tantos depredadores, auténticos demonios, que han convertido en un infierno la vida sobre este planeta. Porque ahora soy plenamente consciente de lo contradictorio y ridículo que es hablar de círculos del infierno, referidos a mi propia vida, cuando yo y todo el mundo está inmerso de lleno en un maldito infierno del que parece nunca vamos a salir.

Y puesto en este capítulo el contrapunto a lo que sería mi vida privada en aquella etapa, la relación con mi madre, mis hermanos y todo lo que iría sucediendo fuera del mundo laboral donde el infierno sería más visible, dejaremos para el siguiente el avanzar un poco en el camino familiar y personal. Seré muy, muy discreto en lo que se refiere a mi familia y a todas las personas que tuvieron la desgracia de conocerme, pero no podré evitar referirme a ellos en algunos episodios concretos y muy importantes.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVI

2 10 2023

EL SEGUNDO CÍRCULO DEL INFIERNO / CONTINUACIÓN

La experiencia que había vivido como personaje famoso fue tan dramática y humillante que regresé al anonimato con una inmensa sensación de alivio, consciente de que debería de librar una pertinaz batalla para conservar aquella condición. Ahora sé muy bien que en mi entorno yo no podía ser el personaje anónimo que intentaba crear, porque si no muchos, sí los suficientes, me habían reconocido como aquel extraño loco que se había exhibido en un programa de televisión confesando sin tapujos sus miserias de enfermo mental, y sin duda habrían expandido ese rumor en sus entornos con la cadencia tranquila con que sucedían las cosas en un tiempo en el que aún no existían los teléfonos móviles, ni Internet, ni los instrumentos mediáticos que hoy forman parte consustancial de nuestras vidas, transformándolo todo en oleajes tan persistentes como veloces. Me cuesta retomar, aunque sea por un instante, aquella vida que transcurría a ritmo de tortuga, con una placidez que hoy resulta inimaginable. A pesar de ello, alguna experiencia posterior, me desveló el poder del rumor, del boca a boca, de los comentarios aparentemente inocuos, que se utilizaban para llenar los ratos muertos, que eran muchos. Si hasta entonces había creído que mi sensación de que era observado y reconocido en lugares y entornos donde no me conocían de nada formaba parte de mi calenturienta imaginación o de mis constantes delirios sobre mi condición de monstruito, a partir de aquel momento se convirtió en una certeza tan esperpéntica como sólida. El episodio tuvo lugar algunos años más tarde, ya casado y con familia. Habíamos ido a pasar las vacaciones de verano a Santander. Me acerqué a la recepción de un camping donde nos íbamos a instalar para ahorrarnos el gasto que suponía pasar una semana en un hotel. Ya entonces atravesaba mi etapa de telépata loco. Así la llamo por lo que en su momento narraré con pelos y señales. Se podría decir que había entrado en el tercer círculo del infierno, siempre acosado por la angustia, siempre atento a las reacciones de las personas de mi entorno, ya sufriendo las consecuencias de una fobia social que no sabía que se llamara así, ni siquiera creo que existiera ese término, al menos yo no lo había oído nunca. Pues bien, como tuve que esperar un buen rato a que me atendieran, puesto que había mucha cola, me vi asaltado por esa fobia social y sobre todo por las manías obsesivas que en mi condición de telépata loco eran algo cotidiano y muy notorio para los que me rodeaban. Debo adelantarme mucho en mi narración para dar un detalle que resulta imprescindible para que se comprenda lo que allí sucedió. Como contaré largamente en su momento, mi convencimiento de que era telépata y podía percibir los pensamientos ajenos, me llevó a un ritual tan extraño como efectivo. Cuando creía percibir pensamientos y sentimientos muy malévolos hacia mí, utilizaba una especie de lenguaje de signos, para hacer comprender a los demás que estaba leyendo sus mentes. Hubiera sido muy sencillo hablar con claridad del tema, no me tomarían por más loco de lo que aquel lenguaje de signos ya me había hecho. Para que se entienda mi elección debo añadir algo de lo que ya hablaré en profundidad en su momento. No solo me había convencido de que podía leer los pensamientos ajenos, también me creía capaz de matar con mi pensamiento.

Para evitar estas supuestas muertes, que se podían producir si yo lanzaba mis pensamientos asesinos hacia los que se burlaban de mí, ideé este lenguaje de signos de la siguiente manera: me tocaba repetidamente la punta de la nariz, o me acariciaba el mentón con mi mano o miraba implorando que me hicieran caso, entre otras cosas. Y esto es lo que hice en aquel lugar cuando me convencí de que las dos chicas que atendían la recepción tenían pensamientos malévolos hacia mí. Es una posibilidad, aunque remota, que me hubieran reconocido como el loco que salió en televisión. Digo remota, porque ya habían transcurrido bastantes años, no sé cuántos, y todos sabemos lo poco que duran en la memoria estos acontecimientos. En cambio, lo que estaba haciendo y que desencadenó todo, era más reciente. En León yo llevaba algún tiempo. Puede que bastante, comportándome como telépata loco y hablando este curioso lenguaje de signos todos los días, o casi todos. Las chicas no tardaron en reaccionar. Hablaron entre ellas, no en bisbiseos para que no las oyera, sino de forma perfectamente audible. Una le comentaba a la otra lo raro que era yo, y la otra le respondió con una frase lapidaria que me hizo comprender de una vez por todas hasta dónde estaban llegando los rumores sobre mi locura. ¿No lo has reconocido? Es el loco de León.

Cuando regresé a León y sucedió el episodio que ya he relatado más arriba, intenté por todos los medios huir de algo que no iba a poder superar, a pesar de todos mis esfuerzos. Me fugué de la realidad con tal intensidad que hasta llegué a convencerme, con el tiempo, de que la gente se había olvidado por completo de mi aparición en televisión y de mis conductas esperpénticas. Analizo esta fuga de la realidad en el relato del búnker, en mi blog del guerrero impecable. Los enfermos mentales nos fugamos de la realidad, cuando no podemos enfrentarnos a ella, y si la intensidad de esta fuga es muy elevada, alcanzamos el delirio. La locura ya es cruzar la línea roja, algo que como me dijo una psiquiatra a la que le comenté mi pánico a la locura, no es tan fácil como podemos pensar. Tenía mucha razón. Porque a pesar de mi paso por los diferentes círculos del infierno, nunca pasé esta línea roja, siempre fui consciente de la realidad cotidiana y ahora, décadas más tarde, puedo analizar todo aquello con fría objetividad.

En aquella primera etapa de mi paso por el segundo círculo del infierno, dos obsesiones se convirtieron en mis perros guardianes desde que despertaba por la mañana hasta que me dormía por la noche. Por un lado la evolución del cáncer que sufría mi padre, deseando y rezando para que sufriera lo menos posible, y por el otro la necesidad imperiosa de que todo fuera lo mejor posible en el trabajo. Era muy consciente de que una incapacidad o la pérdida de mi condición de funcionario serían algo irremediable. No podría seguir viviendo sin una independencia económica. Por ello me apliqué con una voluntad férrea a hacer mi trabajo. Consciente de que un trabajo bien hecho, concienzudo y rápido, sería una poderosa barrera para que quienes podían tomar decisiones sobre mi futuro económico, se lo pensaran dos veces, visto el buen trabajo que realizaba. Por eso consultaba los libros de leyes que había en el juzgado cuando tenía que redactar una sentencia, un auto, o lo que fuera en cualquier procedimiento que estuviera tramitando. Procuraba escribir rápido e ir sacando los asuntos que se apilaban sobre mi mesa de despacho. Creo que lo hice bien y debí adquirir un cierto prestigio de funcionario trabajador y fiable. En cambio con mi padre nada podía hacer, salvo rezar y decirle alguna frase cariñosa cuando llegaba a casa y me encerraba en mi habitación.

No recuerdo cuánto tiempo tardó mi padre en morir. La idea que tengo es la de que su enfermedad evolucionó durante unos cuatro años. Como ya llevaba unos tres años con ella cuando yo regresé a casa, calculo que como mucho yo presencié su larga agonía durante menos de un año. Ya le habían operado varias veces, mi memoria me dice que ya tenía la bolsita cuando yo llegué a casa. Debieron operarlo una vez más, creo que más por su insistencia que porque consideraran que iba a servirle de algo. Lo que nunca olvidaré fue aquella tarde en la que yo estaba velándole en su habitación en el hospital. Nos íbamos turnando para estar acompañándole todo el día y toda la noche. Creo recordar que mi madre estaba por las noches, mi hermano por la mañana y yo por las tardes, hasta que llegaba mi madre. No puedo tener la seguridad al cien por cien de que mi recuerdo sea absolutamente fiable, pero en mi memoria me veo leyendo un libro, sentado en una silla, cerca de su cama. El libro era El tercer ojo de Lobsang Rampa. Ya en Madrid había iniciado mis lecturas sobre yoga y otros temas esotéricos y había comprado varios libros de Rampa. Mi padre estaba cada vez peor, algunos días permanecía dormido bajo los efectos de la morfina o en una especie de coma, no sé si inducido. Puede que me equivoque, los médicos nos habían anunciado que podía morir en cualquier momento, pero había que seguir con la vida, yo iba a trabajar y mi madre, que estaba con él por las noches, tenía que comprar y hacer las comidas. En el recuerdo de aquella escena me veo solo, aunque puede que no lo estuviera. Era por la tarde, tal vez a la puesta de sol. Yo había dejado de leer porque la respiración de mi padre era muy ruidosa y difícil, le costaba mucho respirar. Temía que muriera en cualquier momento. Intentaba rezar, y sugerido por la temática del libro de Rampa, me preparaba para ayudarle y acompañarle en su tránsito. No sé si había leído ya el libro tibetano de los muertos o se hablara de ello en el libro que estaba leyendo, sí recuerdo que yo intentaba hablar con su mente y prepararle para el paso que iba a dar. La respiración era ya un agónico estertor. De pronto dio una gran bocanada muy ruidosa y se quedó en absoluto silencio. Estaba muerto. Yo intentaba hablar con él y hacerle ver que estaba pasando al otro lado y lo que se iba a encontrar. De pronto se escuchó en el aire, llenando toda la habitación, una especie de suspiro de infinito alivio. Lo que más me llamó la atención fue que aquel sonido no parecía venir de ninguna parte y al mismo tiempo de todas. Era como si llegara de otra dimensión. Aquella fue una experiencia que ha permanecido en lo más profundo de mi mente todos estos años. Nunca hablé con mi madre de aquello. Es posible que no estuviera solo, que también estuviera ella, aunque dado que se reservaba las noches, no me parece muy verosímil, salvo que los médicos le hubieran dado un plazo concreto, veinticuatro, cuarenta y ocho horas. La memoria nos juega malas pasadas, crea situaciones que no hemos vivido y transforma otras que sabemos con certeza que sí las hemos experimentado. Fuera como fuera, solo o en compañía, aquella vivencia del suspiro de alivio no puede ser falsa porque ha marcado mi vida. Con el tiempo leería sobre psicofonías e incluso intentaría grabaciones en mi radiocassette pero nunca llegaría a escuchar un sonido como aquel que parecía venir del más allá, de otra dimensión. No recuerdo más detalles, de si llamé al timbre y llegaron para certificar su muerte, si luego llamé desde una cabina a casa para decírselo a mi madre, todo estaba confuso, borrado, como en una niebla espesa. Pero aquellos detalles del libro de Lobsang Rampa, de su respiración forzada, angustiosa (estaba en su habitación, no en reanimación) y sobre todo de aquel infinito suspiro de alivio que me hizo comprender hasta qué punto la muerte puede ser una liberación, nunca se han desdibujado en mi memoria. Tampoco recuerdo el velatorio, el entierro, es como si aquel suspiro hubiera borrado todo lo demás en mi memoria.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXV

6 09 2023

No había cambiado mi aspecto físico. ¡Qué me importaba mi aspecto físico, qué me importaba nada! No puedo recordar cómo se comportó mi madre conmigo, yo estaba centrado en el sufrimiento de mi padre, y eso es lo que mejor recuerdo. No puedo imaginar a mi madre sin decir nada sobre mi aspecto físico, que no intentara que me afeitara aquella barba de patriarca bíblico, tan descuidada, tan hirsuta. Que no me hablara de mi vestimenta, que no me dijera algo, lo que fuera, respecto al aspecto que debería tener alguien que iba a ver a todo un señor juez. Tal vez lo hiciera, o tal vez no. Desde que la escuchara gritar, con aquellos gritos horrísonos que partían el alma, tras mi intento de suicidio lanzándome por la ventana, unos años antes, no era capaz de arrancarme del alma aquella frase que me hizo sentirme menos que un ser humano, una especie de monstruo, de bestia que nunca mereció venir a la vida. Aún la recuerdo, tantos años después. ¡Dios mío, qué hemos hecho nosotros para merecer esto! Puedo ponerme en su piel, una madre que contempla a su hijo tirado sobre el cemento de un patio, sin saber si yo estaba vivo o muerto. Pero clamar a Dios acusándole de haberle dado un hijo semejante que estaba destrozando su vida con aquellos comportamientos bestiales, fue algo que superaba mi capacidad de empatía, que me hizo ver cómo me veía mi madre. Es cierto que en aquellos tiempos ni se hablaba de enfermedad mental y muy pocos o nadie, poseía un mínimo conocimiento de lo que era la enfermedad mental. Simplemente estabas loco y en ello, de alguna manera, existía una parte importante de culpa y responsabilidad por tu parte. No se trataba de la locura absoluta que te exime de la menor responsabilidad. Claro que yo actuaba como una persona normal, buena parte del tiempo, no era el típico loco que dice sandeces todo el tiempo y se comporta como si hubiera perdido por completo la razón. Como enfermo mental, que ha vivido en este infierno la mayor parte de su vida, era muy consciente de cómo me miraban los demás, de la expresión de sus rostros, de sus palabras susurradas en voz baja y que ellos creían que yo no podía oír, de ese comportamiento tan típico de darte siempre la razón, de procurar no enfadarte con nada, de procurar actuar, sobreactuar como si realmente te consideraran una persona perfectamente normal con la que se podía hacer y decir las mismas cosas que se hacían y decían con cualquier otra persona. Ante estos comportamientos yo reaccionaba de dos formas muy distintas, por un lado. montaba en santa cólera y tenía que controlarme para no hacer una locura, y por otro lado me sentía tan culpable que procuraba llevar al extremo un comportamiento tan bondadoso, tan “santo”, que les obligara a perdonarme por una culpa que yo jamás acepté fuera mía, al menos al ciento por ciento.

Un recuerdo asoma su cabecita desde la negrura del olvido. Aquel miedo que podía ver en sus ojos, como si temiera que en cualquier momento perdiera el poco control que aún tenía sobre mis actos y acabara matándola. Más que miedo aquello era auténtico terror, como el que expresan las víctimas cuando son atacadas por los monstruos en el cine. Por eso no puedo estar seguro de que me dijera algo respecto a mi vestimenta y aspecto físico para ir un juzgado y ver a todo un señor juez. Lo cierto es que fui tal como me vestía en Madrid, aunque sin duda con la ropa limpia, no imagino a mi madre haciendo otra cosa que lavar toda la ropa que había traído en las maletas y planchando la que llevaría a mi toma de posesión. Sin duda también fui en playeras porque odiaba los zapatos y no había comprado ninguno. Lo que sí recuerdo bien es llevar aquella gabardina que había comprado en el Corte Inglés de Madrid. Y también la mariconera de cuero con la que me desplazaba siempre en el metro, fuera a trabajar o a cualquier otro sitio. Sin duda no era consciente de que ya no estaba en la gran capital y de que en aquellos tiempos aquellos bolsos que llevábamos los hombres para portar de forma cómoda pequeñas cosas que íbamos a necesitar en nuestras jornadas, tal como una novela negra de Bruguera, una libreta y un bolígrafo para escribir poemas o anotar ideas para relatos o novelas, o algunos adminículos muy prácticos en una gran ciudad pero que en una pequeña capital de provincias no tenían el menor sentido. Solo el automatismo propio de mi carácter y el típico despiste extremado del enfermo mental me hizo actuar como lo hacía en Madrid, donde nadie se asombraba de nada, hicieras lo que hicieras. Se me ocurre ahora que tal vez tuviera que llevar papeles para la toma de posesión o pensara que me darían otros que tendría que llevar a las consiguientes oficinas burocráticas donde se me daría de alta. Seguro que también había pensado en abrir una cuenta bancaria para que me pudieran ingresar la nómina. Aquella mariconera, como se llamaba entonces, me iba a ser muy práctica para no tener que andar con carpetas en la mano que de forma bastante habitual me dejaba en cualquier sitio, algo tan propio de mi condición de despistado como de enfermo mental que drogado por la medicación era incapaz de centrarse en nada de lo que estuviera haciendo. Porque, aunque no lo recuerdo, seguro que había traído mi medicación y la había tomado religiosamente.

De esta guisa entré al palacio de justicia. La primera en la frente. Un compañero de otro juzgado, al que no conocía de nada, pero que luego conocería muy bien, me paró en el vestíbulo y con todo desparpajo quiso saber si yo era el que había salido en televisión. No creo que llevara nada preparado ante un incidente que era previsible, porque ya había pasado un tiempo, demasiado para que creyera que alguien pudiera recordar aquel patético episodio de mi aparición en un programa de televisión. A pesar de que por entonces la caída desde la fama al absoluto anonimato no era algo tan visceral como ahora, que puedes ser portada de telediario un par de días y luego ya nadie se acuerda de ti, no me entraba en la cabeza la posibilidad de que pasados muchos meses un espectador que no me conocía de nada, se acordara de mí. Solo después fui consciente de que si bien solo una memoria prodigiosa podía recordar mi rostro, llevaba la misma pinta que entonces, la barba patriarcal, descuidada e hirsuta, las mismas gafas, la misma gabardina, y sobre todo la mariconera. En aquellos tiempos los homosexuales no habían salido del armario y todo el mundo los despreciaba llamándoles maricones. Si alguien me hubiera narrado lo que iba a suceder en el futuro, no me lo hubiera creído. Era una sociedad homófoba hasta el tuétano de los huesos, machista y tan conservadora que los diplodocus se habrían sentido muy a gusto, eso sí, vestidos como todo el mundo y haciendo las mismas tonterías que la mayoría.

No iba preparado, pero lo sucedido en Madrid me había predispuesto para cualquier cosa. Como los gatos primero saldría corriendo y luego miraría para atrás por si me seguían. Esto me permitió reaccionar muy bien y con mucho aplomo. ¿Yo? ¿Pero qué dices? No sé de qué me hablas. Mi actuación debió de ser tan impresionante que el pobre muchacho se quedó cortado. Me miró y remiró, dudando, y luego me pidió disculpas. Nunca le confirmaría que su intuición fue la correcta aquel día. Si por un milagro leyera ahora esto y recordara algo tan lejano, seguro que se felicitaría. En efecto, era calcado al que salió en televisión, tenía que ser él, no creo en los clones.

Cuando entré en el juzgado y me presenté al agente judicial, que tan bien conocería luego, éste debió mirarme con una cierta sorpresa, pero lo disimuló. Estando allí hablando con mis nuevos compañeros, mientras se preparaba mi toma de posesión, entró un profesional, al que luego, con el tiempo, años, llegaría a conocer lo suficiente para saber que su reacción aquel primer día no fue debida a la sorpresa, él era así, mal hablado, malhumorado, como si todo le fuera mal y tuviera que pagarlo todo el mundo, hasta el novato o el mensajero. Hace años que falleció y aquella reacción, aunque nunca he podido olvidarla, fue perdonada y procuré tratarle siempre con respeto y con una amabilidad muy propia del santurrón que yo quería ser y del enfermo mental que pretendía ser disculpado con un comportamiento ejemplar. Lo cierto es que me miró con cara de pasmo, se fijó en todo, en mi aspecto, vestimenta, pero sobre todo en la mariconera. No procuró ocultar su risita ni bajó el tono de voz para que no le oyera. El comentario lo hizo en voz alta, demasiado alta. Así descubrí que en aquella ciudad provinciana llevar una mariconera era peligro de muerte. Yo era heterosexual pero respetaba a los homosexuales, como no podía ser de otra forma siendo un enfermo mental, los que aún permanecemos en el armario y saldremos mucho tiempo después que los homosexuales y otros marginados en esta sociedad. Pero no solo por esa condición. Hacía algunos años que había abjurado del dogmatismo religioso y tenía una mentalidad abierta, progresista, donde no cabían los pecados, y el vive y deja vivir ya era para mí algo tan elemental que me repugnaban aquellos que pretendían imponer sus ideas o sus conductas a los demás. Con el tiempo leería en los diarios de Anais Nin una versión de esta frase que me llamó mucho la atención. No puedo citarla de memoria, pero decía algo así como los que no son capaces de dejar vivir su vida a los demás es porque son incapaces de vivir la suya. Años atrás había visto a un pobre muchacho en mi barrio que se comportaba como una “loca”, como lo llamaban entonces, espero que no ahora. Es decir. mostraba su condición homosexual de forma estridente y vestía como una mujer. Las burlas e incluso el acoso y la agresividad con que algunas pandillas de machitos repugnantes le habían tratado delante de mis narices me hizo comprender hasta qué punto estábamos viviendo en la época de las cavernas.

La actitud de aquel profesional conmigo me hizo reflexionar, hasta el punto de que ya no volví a llevar la mariconera al trabajo. Tampoco es que me resultara muy práctica en una ciudad provinciana. Pensé que bastante tendría con sobrellevar las consecuencias de mi aparición en televisión como para buscarme más problemas y enfrentarme a todo el mundo. Porque desde luego, a pesar de mi portentosa actuación, no había convencido al compañero que debió de comentarlo con otros y los que vieron aquel programa en la 2 –entonces solo había dos cadenas televisivas, algo que no creerían las generaciones que no vivieron aquellos tiempos- seguro que estuvieron de acuerdo con él, me parecía al de la tele como un clon. Comprendí que no me iba a ser fácil adaptarme al nuevo trabajo y hacer como si mi pasado no existiera y nadie lo conociera. Yo era un loco, y además famoso, mucho tendría que trabajar para convencer a todo el mundo de que en realidad era una equivocación, yo era tan normal como el que más. ¡Santa ingenuidad! Creo que mi ingenuidad en aquellos tiempos era tanta como mi bondad, o al menos como el deseo de ser la persona más bondadosa del mundo.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIV

10 07 2023

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LVI

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Me resultó muy delirante encontrarme con que la vida me había reservado una de sus extrañas e incomprensibles jugarretas. Quien había intentado suicidarse de todas las formas posibles y a veces con un salvajismo irracional, ahora se encontraba con que su propio padre iba a morir, se estaba muriendo, padeciendo un sufrimiento atroz. Lo lógico hubiera sido conceder a quien deseaba morir el cumplimiento de su deseo, aunque fuera con un sufrimiento largo y espantoso y no matar de aquella forma terrible, casi un castigo kármico, a quien deseaba vivir unos años más. Me hubiera cambiado por él sin dudarlo. El hecho de haber abandonado el primer círculo del infierno no significaba que yo hubiera olvidado por completo mi deseo de morir. No tenía previsto volver a intentar el suicidio, al menos me iba a dar un tiempo hasta ver si el regreso al hogar podía mejorar mi vida, al menos un poco. El intercambio de destinos no era algo ajeno a mí, incluso se repetiría en el futuro, en momentos concretos de mi vida. Pero no fue hasta años más tarde, tras la lectura de algunos libros esotéricos, que intuí que esa posibilidad no era solo una más de mis ideas delirantes. De hecho, el evangelio me había preparado para la aceptación de un término tan incomprensible como cierto, al parecer: la redención. Jesús había aceptado la muerte en la cruz, con todos los terribles pasos previos, para la redención de la humanidad. Es decir, cambiaba el castigo merecido de los seres humanos, por el suyo propio, como una forma de alcanzar el perdón para ellos. Claro que él era hijo de Dios, un Dios también, y ese intercambio podía ser posible desde el plano de la divinidad. El intercambio de mi vida por la de mi padre no era precisamente una redención, pero sí había interiorizado otro concepto que me resultaba más razonable: el sacrificio. Creo que fue un uno de los libros de Annie Besant, ahora no recuerdo cuál, donde encontré este concepto explicado a fondo. Según ella la vida en el universo, desde los seres menos conscientes a los más, en la cúspide de la pirámide jerarquizada de entidades cada vez más conscientes y poderosas, según se ascendía en la escala, solo podía funcionar gracias al sacrificio. Tal como lo explicaba ella era un concepto terrible, espantoso, al tiempo que esperanzador.

Venía a decir que era imprescindible el sacrificio para que el resto de seres vivos pudiera seguir viviendo, aunque fuera un tiempo breve, el tiempo asignado a cada entidad. Las plantas se alimentaban de los minerales; los animales de las plantas; los seres humanos de plantas y animales y supuestamente las entidades por encima de los seres humanos se alimentaban de estos. Un concepto que para mi gran sorpresa encontraría en los libros de Castaneda, cuando don Juan habla de los voladores, depredadores y seres inorgánicos. Se supone que las entidades superiores a los humanos se alimentan de nuestra energía y no de nuestros cuerpos físicos, porque ellas no tienen forma física. La vida en el Cosmos, a todos los niveles, en todos los planos no deja de ser una forma de depredación, más sutil conforme se va ascendiendo en la escala. Pero Annie Besant no utiliza este término, depredación, si no otro mucho más espiritual, sacrificio. Es decir, todos nos sacrificamos, unos por otros, los de abajo por los de arriba y así sucesivamente. Se supone que incluso los dioses o las entidades más conscientes y poderosas también tienen que sacrificarse para conseguir que el Cosmos siga funcionando. Si nos negáramos al sacrificio otros seres no podrían seguir vivos el tiempo que les ha sido adjudicado. Y curiosamente el sacrificio perfecto sería el amor. Recuerdo bien la frase evangélica que memoricé para siempre. Nadie ama más que el que da su vida por los que ama. No es una cita literal. pero deja bien claro el profundo sentido del sacrificio. Quien ama, quien realmente ama, profunda y espiritualmente, está preparado de continuo para el sacrificio, la muestra de amor más perfecta. Todos los padres llevan en sus genes el instinto básico del sacrificio por sus hijos, y cuando esto no sucede, en casos terribles que suceden y siguen sucediendo, nos sentimos muy sorprendidos, abrumados, como algo que va contra natura. La meta del amor más espiritual no deja de ser un camino de redención, en el caso de la divinidad, y de sacrificio, en el caso del resto de criaturas. Tras leer esta profunda reflexión de Annie Besant medité mucho, porque me chocó, me sorprendió. ¿Cómo era posible que la existencia del Cosmos, en todas las dimensiones, en todos los planos, dependiera del sacrificio, en unos casos sin aceptación, como en el caso de las víctimas depredadas por los depredadores, y en otros casos con plena y consciente aceptación, voluntariamente, como ocurre con los seres más espirituales? Llegué a la conclusión que era algo perfectamente lógico, no solo en el terreno de la alimentación, imprescindible para la supervivencia, cuando la depredación se convierte en un axioma, si no depredamos a los que están por debajo en la cadena biotrófica, cuando es necesario la transferencia de sustancias nutritivas a través de las diferentes especies de una comunidad biológica, tal como acabo de leer en la definición de cadena biotrófica. Y no se trata solo de una transferencia inocua o aparentemente inocua, como podría ser el caso de la leche obtenida de la cabra o la vaca, que no mata a estos especímenes, pero sí privaría de la vida a los hijos de estos especímenes que no podrían vivir sin la leche materna, no existe nada inocuo en esta transferencia que va arrebatando vitalidad y posibilidades de superviencia a quienes se sacrifican y renuncian para que otros puedan vivir. Es cierto, por ejemplo, en el caso humano, que dar sangre a otros que lo necesitan o donar órganos, no supone la muerte del donante, que solo tiene que hacer un esfuerzo suplementario para recuperar la pérdida de sangre o simplemente no necesitas órganos de tu cuerpo cuando estás muerto. Pero siempre alguien en la cadena sufre, quien dona sangre necesita recuperarla aumentando el consumo de proteínas, vegetales u otro tipo de alimentación, con lo que mueren más vegetales o animales. Todo ser vivo depreda, de una manera o de otra. La depredación parece ser una ley básica en el universo. Si aceptamos, consciente, libre y voluntariamente, convertirnos en víctimas para que otros sobrevivan, el hecho de que esto sea una generosa decisión espiritual, no le quita su carga de depredación. Y esto desde las partículas más diminutas al macrocosmos más colosal. Una bacteria o virus necesita depredar para seguir vivo y multiplicándose. Una estrella necesita consumir infinidad de partículas para que pueda seguir viviendo como estrella. Por eso el deterioro, la erosión, son leyes básicas en la evolución del Cosmos, porque es preciso que alguien muera para que otros sigan vivos. De ahí también la necesidad de la dimensión temporal. Sin tiempo no podría existir el deterioro, la erosión, que no es otra cosa que la muerte de algunos para que otros nazcan, sobrevivan y evolucionen. No nos hagamos ilusiones, la inmortalidad no es posible, al menos en la dimensión temporal. ¿Qué sucede con las entidades superiores, inmateriales, energéticas, espirituales? Todo lo existente necesita alimentarse, si no es de minerales, es de plantas, o de animales, o de energía, no somos el Todo que no necesita depredar porque en él está ya todo, no puede depredar nada exterior a sí mismo y no se puede llamar depredación a que utilicemos nuestras propias células para seguir vivos, porque son “nuestras”. Si la idea de sacrificio en Annie Besant tiene un fuerte componente moral y espiritual, no deja de tener cierto parecido con la idea de don Juan sobre los voladores, depredadores y seres inorgánicos. El que ellos sean más conscientes, morales y espirituales que nosotros, está por ver. Lo mismo que el que los humanos no seamos conscientes de que al comer unos vegetales o carne animal estamos depredando, no quita que eso sea cierto. Otros se están sacrificando por nosotros, aunque no sean conscientes de ellos, y nosotros, ¿nos estamos sacrificando también por entidades superiores, invisibles, inmateriales, energéticas? Don Juan se rebelaba contra esto, calificando a los humanos como animales de granjas humaniformes para abastecer de energía a los voladores. Y aquí entramos en el terreno de la moralidad y espiritualidad más extremas. ¿Es aceptable sacrificarse para que entidades superiores a nosotros empleen nuestra energía para el mal, o la oscuridad? ¿No sería más moral y espiritual sacrificarse para que las entidades del bien o de la luz, puedan hacer su trabajo? ¿Y qué trabajo sería este sino el del amor? Recordemos que el amor más profundo y espiritual es el sacrificio por los que amamos. Esa sería la gran diferencia entre los seres de la luz y los de las tinieblas. Los primeros se sacrifican porque aman y los segundos depredan porque no aman y solo quieren alimentarse.

Mi idea de sacrificarme por mi padre no era una idea nacida del amor. Yo quería morir a toda costa, no era un acto de amor sino de suicidio. No había generosidad y amor espiritual en mí, solo la elección del camino en la encrucijada que yo estaba eligiendo desde hacía algunos años, el camino que conduce a la muerte de la forma más expeditiva y rápida posible. Lo que yo entonces ignoraba era que al parecer el sacrificarse por otros, por amor, era posible, y no solo desde la divinidad. Según pude leer en diversos textos, años más tarde, ese ofrecimiento de sacrificio para que otro pudiera seguir viviendo, era posible. Suena totalmente irracional, pero basta con ver la expresión del rostro de una madre con un hijo diagnosticado de una enfermedad incurable para saber que daría la vida a cambio de la de su hijo, si eso fuera posible, e incluso siendo imposible ese amor inmenso podría llegar a hacer posible el milagro. No era mi caso, aunque hubiera hecho la transferencia solo para evitar aquel dolor infernal que llegaría a percibir con absoluta intensidad empática en una escena que recordaré siempre. Fue una tarde. Mi padre se levantó de la cama porque no aguantaba más. Le vi caminar sosteniendo aquella bolsa de plástico con su correspondiente tubo de plástico que tenía que utilizar constantemente porque le habían extirpado parte del intestino y los desechos tenían que salir por el tubo para depositarse en la bolsa que había que vaciar cada ciertas horas.  El dolor tenía que ser tan infernal que su rostro estaba completamente desfigurado y su voz era como una especie de berrido salvaje de animal herido de muerte. Sus gritos espantaban el alma más templada. La morfina apenas le hacía efecto. Maldecía, blasfemaba, pedía a gritos la muerte. Aquello no era vida, aquello era el infierno. Yo sabía muy bien lo que uno siente cuanto está en el infierno, porque había vivido en el primer círculo infernal durante algunos años. Mi padre quería morir, necesitaba morir, para acabar con aquel dolor espantoso. Antes de que mi madre y yo reaccionáramos ya estaba corriendo con la dificultad que suponía desplazarse agotado por la enfermedad y sosteniendo aquella bolsa de desechos hacia la ventana del salón. Logró abrirla, pero antes de que consiguiera encaramarse para arrojarse al vacío, logramos sostenerle, cerrar la ventana y alejarlo de ella. Mi madre lloraba sin consuelo, yo por fin era consciente de a dónde había llegado: al segundo círculo del infierno.

Confiaba en que al ir a tomar posesión al juzgado, me encontraría con un entorno diferente al que había soportado en Madrid. Diferente sino era posible que fuera mejor. Una vez consciente de estar en el segundo círculo del infierno solo cabía esperar que los tormentos fueran distintos, aunque seguirían siendo tormentos infernales. Cuando estás en el infierno solo cabe esperar el tormento, el éxtasis pertenece al cielo… y yo dudaba de que tal lugar existiera.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIII

28 06 2023

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS

LIBRO IV

UNA RUBIA ALCOHOLIZADA

Debió de ser un viaje extraño. Por un lado, estaba saliendo del infierno, eso me animaba, me daba esperanzas. Por otro no imaginaba estar entrando en un nuevo círculo del infierno, aunque era evidente que nada me resultaría fácil en mi nuevo destino. Tal vez me consolara aquella idea fija que me acompañaba desde hacía algunos años: Nada puede ser peor que lo que acabo de vivir, por lo tanto cualquier cosa que me suceda es imposible que sea más trágica. Era la ingenuidad de la juventud, cuando se ha vivido poco y aún no se sabe que el dolor y el sufrimiento se intensifican, hasta el infinito si es preciso, no hay ley física o moral que lo impida. Es posible que entonces no lo pensara, pero lo pienso ahora. Lo peor de entrar en el infierno es no saber que lo estás haciendo. Si hubiera podido cambiarme por aquel joven que entraba en Madrid, sabiendo lo que sabía en ese momento, seguro que me hubiera dado la vuelta, que habría salido corriendo en dirección contraria, hacia cualquier parte. Lo realmente curioso es que también estaba entrando en un nuevo infierno y no lo sabía. ¿Me habría dado la vuelta, de haberlo sabido, y hubiera cambiado un infierno por otro? No lo sé. No puedo saberlo. El infierno que estaba abandonando había sido espantoso, nada, absolutamente nada, podría ser peor, y sin embargo… Y sin embargo lo fue, o por lo menos fue tan infernal como el primero, sino más.

Hoy me reiría de aquella escena. El tren era un tranvía con una especie de hall con puertas que se abrían y cerraban oprimiendo un botón. Allí se esperaba a que el tren entrara en la estación y entonces bajabas con la maleta, o subías con la maleta y buscabas tu asiento abriendo la puerta con picaporte que daba a un lado u otro, donde estaban los asientos. No era como los expresos. A la entrada de cada trozo de vagón ocupado por asientos,  existían unas estanterías donde se dejaban las maletas que no cabían en el portaequipajes que estaba cerca del techo y encima de los asientos. Teniendo en cuenta la cantidad de cajas de libros, además de las maletas con ropa, el tocadiscos, los discos, y el resto de mis enseres con los que estaba haciendo la mudanza, debí de llenar aquel pequeño espacio, por mucho que me esforzara en poner una caja sobre otra hasta llegar al techo. Las maletas estarían en las estanterías, al otro lado de la puerta. Conociéndome como me conozco y como recuerdo que era entonces, debí pasarme todo el viaje atento a que los que subían o bajaban no se llevaran una de mis maletas, porque las cajas pesaban demasiado para que alguien pudiera intentar llevarse alguna pasando desapercibido. También tuvo que ocurrir que muchos se quejaran de que mi equipaje entorpecía su bajada o subida. Aquello era de todos, no solo mío. Si se quejaron en voz alta imagino que me disculparía con el rostro sonrojado. Si me miraron sin decir nada, desviaría la vista. Y si alguno de los que subían al tren se quejó al revisor es posible que le explicara mi situación y le suplicara me dejara seguir el viaje sin poner trabas. Si fue así seguro que era un buen hombre al que le dio pena un joven tan apocado y en una situación tan apurada. Además, mi aspecto daba a entender con claridad que yo era un tipo raro, que estaba mal de la cabeza. Obeso, con barba patriarcal, desaliñado, tal como había salido en el programa de televisión. Incluso, estadísticamente, no era descabellado pensar que alguno de los viajeros, incluso el propio revisor, hubieran visto el programa o hubieran visto las fotos en el suplemente dominical de Diario 16. Aunque había pasado algún tiempo, mucha gente tiene mejor memoria que la mía, como se demostraría en León.

Puedo imaginar la escena sin mucha dificultad. Sentado sobre una caja de libros, mirando a través del cristal de la puerta, un paisaje que era otoñal, porque mi llegada se produjo tal vez un mes antes de la Navidad, con probabilidad en noviembre. Lo sé porque acababa de salir la ley del divorcio y yo me tendría que ocupar de la tramitación de separaciones y divorcios en el juzgado donde tomé posesión. Miraba hacia afuera para evitar pensar en lo que ocurría dentro del tren. A pesar de ello en cada estación estaría muy atento a las personas que bajaban y subían del tren, para que no se llevaran nada, no obstante la dificultad de que pudieran hacerlo. Al salir de la estación de Chamartín, seguramente rememoré los años que había pasado en Madrid, era inevitable y también fantasearía con lo mejor que podría ocurrirme en mi nuevo destino: encontrar una chica, casarme, bajar de peso, iniciar una nueva vida, completamente distinta a la que había vivido.

No, no debió ser un viaje fácil y agradable, angustiado por llegar cuanto antes, sin perder nada importante para mí. A pesar de ello el alivio tuvo que ser algo fantástico. Abandonar aquel círculo del infierno era casi como entrar en el paraíso. Solo la juventud sin experiencia puede llegar a pensar que una vez que abandonas el infierno estás entrando en el cielo, o al menos en el purgatorio, que tiene la gran ventaja de ser provisional, por duro que sea un purgatorio, saber que antes o después saldrás de él, lo hace muy llevadero. A pesar de haber leído La divina comedia de Dante, no era consciente de que el infierno está compuesto de muchos círculos, salir de uno solo significa que entras en otro. Una cosa es la teoría y otra la realidad. Dante tuvo una gran imaginación para describir los círculos del infierno, pero la realidad no era así, no podía ser así. ¡Qué equivocado estaba!

No recuerdo cómo me las arreglé al llegar a la estación de León. Me veo obligado a hacer deducciones. Mi padre no me ayudó, eso seguro. Apenas acababa de entrar en el nuevo círculo del infierno, cuando ya me esperaba la primera escena dantesca. Me habían ocultado la gran tragedia que estaba viviendo mi familia. Cuando llegué a casa no pudieron ocultármelo. Mi padre estaba enfermo de cáncer desde hacía algunos años, tal vez dos o tres, no muchos más porque murió a los cuatro años de haber sido diagnosticado. La única explicación que recibí fue la de que no querían que me deprimiera y volviera a intentar el suicidio. Como enfermo mental esa ha sido una constante en mi vida. A las personas que sufrimos cualquier clase de enfermedad mental se nos ocultan cosas, incluso importantes, incluso imprescindibles. Esa es una dura lección que todo enfermo aprende más bien antes que después. Ahora mirando con esta profunda perspectiva que da el tiempo, cuando miras el final del túnel desde su principio, puedo comprender la razón de estos ocultamientos tan pueriles e inútiles. Cuando me he visto en la misma situación, ocultando cosas a enfermos mentales, me he dado cuenta de que hasta parece razonable. Decir la verdad a una persona que sufre una enfermedad mental tiene sus consecuencias. Se lo tomará mal, seguro, se deprimirá, tendrá una crisis, antes o después, incluso puede que intente suicidarse. Es un cargo de conciencia no ocultar acontecimientos que pueden hacer tanto daño a una persona que sufre la enfermedad mental, pero resulta comprensible si puede retrasarse este momento, aunque nadie en su sano juicio puede pensar que se pueda ocultar algo para siempre, que los secretos nunca se desvelarán. Una de las grandes verdades que me enseñó el evangelio, cuando llegué a saberlo de memoria en el colegio religioso donde estudié, es que “nada hay tan oculto que no llegue a desvelarse”. Sí, me lo llevaban ocultando desde hacía años, creo que incluso cuando asistieron a la boda de mi amigo A. como cuento en el lugar correspondiente, mi padre ya estaba enfermo de cáncer.

Así pues, mi padre no pudo estar esperándome en la estación, porque creo recordar que ya llevaba aquella bolsa que les ponían a los operados para desviar la orina. Lo recuerdo con esa bolsa cuando se levantaba de la cama. Es un recuerdo seguro y vívido, aunque no sé si ya la tenía cuando llegué o fue tras una operación posterior a mi llegada. ¿Cómo me las arreglé para llevar todo mi equipaje hasta casa? Es cierto que la estación de trenes no estaba lejos de la casa de mis padres, de hecho, estaba bastante cerca, pero era imposible llevar todo en un solo viaje en taxi. No creo que pudiera guardar las cajas de libros en la consigna, por lo que alguien tuvo que ayudarme. Era impensable que yo dejara todo en la estación y fuera haciendo viajes en taxi hasta acabar el traslado de tanto equipaje. No puedo hacerme una idea de cómo solucioné el problema. Tampoco sé cómo lo subí todo al tercer piso sin ascensor, por unas escaleras estrechas y empinadas. Tuve que recibir ayuda, ¿pero de quién? No debieron de tardar mucho en hacerme saber la tragedia, porque si el recuerdo de la bolsa es cronológicamente exacto, me daría cuenta en cuanto fuera a abrazar a mi padre. No me resulta difícil imaginar el impacto que aquello supuso para mí. Si durante las horas que duró el viaje pude haberme hecho ilusiones sobre la salida del infierno y la entrada en el purgatorio, aquello las hizo explotar. Ya estaba en el segundo círculo del infierno, lo que ignoraba era aquel primer sufrimiento no iba a ser nada para mí, en comparación con lo que me esperaba.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXII

27 01 2022

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ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LIBRO I

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ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LIBRO III

Mi estancia en Fuenlabrada, donde ocurrió un drama tan trágico como esperpéntico, será narrada en el tercer libro de estas historias. Así pues daré por bueno lo contado hasta este momento, a pesar de los grandes vacíos, y supondré que el episodio que estoy acabando de hilvanar transcurrió al fallecimiento de A. Me asombra comprobar que en un periodo de tiempo de poco más de cuatro años me sucedieron tantos dramas como a algunas personas, pocas –si descontamos el tercer mundo- le podrían haber ocurrido durante una larga vida. La sensación que tengo es la de que los hechos ocurrieron uno tras otro y a veces se simultanearon varios. Por supuesto que hubo muchas más cosas, fui muchas veces al cine, al teatro, compré y leí muchos libros, hubo momentos agradables, incluso muy agradables, pero mi memoria se ha empecinado en acumular todo lo malo, convirtiendo esta temporada que siempre he llamado desde entonces como “Mi temporada en el infierno”, parafraseando a Rimbaud, o mi etapa negra, en un continuum temporal en el que solo me ocupé en ir descendiendo de círculo en círculo dantesco. Hubo intervalos, eso está claro.

No recuerdo mucho más de mi etapa de famoso reciente. Recibí algunas llamadas en el trabajo de compañeros de otros juzgados, interesándose por mí, de maneras muy humanas y sensibles. No quise aceptar sus propuestas de vernos, tomar un café y charlar. Debí de estar muy mal para negarme a tomar café con algunas chicas o mujeres que estaban interesadas en conocerme y charlar. Ese debe corre de mi cuenta, porque no hubo desprecios, insultos o nada semejante. Sencillamente estaba tan mal, tan desesperado que ya no creía en nada ni en nadie. No esperaba nada, no buscaba nada, solo quería que pasara el tiempo de exposición mediática, que todo el mundo se olvidara y yo pudiera continuar con mi vida, fuera la que fuese. Resulta curioso que a pesar del tiempo transcurrido, cuando llegué a León, me encontré con un compañero de otro juzgado en el vestíbulo del palacio de Justicia y me preguntó asombrado, si yo era el que había salido en el programa de televisión. Lo negué, por supuesto, pero él siguió insistiendo y creo que nunca aceptó mi negativa. Si dentro de un tiempo leyera estas historias recordaría aquel episodio y se sentiría confirmado en algo de lo que estaba totalmente seguro. Cuando fui cambiando (bajé de peso, los treinta kilos que había subido, me vestí de otra manera, me olvidé de la mariconera que comprobé era objeto de burlas en una capital provinciana, y mi aspecto físico cambió mucho, hasta me deshice de la barba y me dejé un bigotillo) el que alguien pudiera reconocerme resultaba bastante inverosímil.

Los ejemplares del suplemento dominical de aquel periódico, puede que una docena, los quemé durante una crisis de mi enfermedad y tras una discusión con mi entonces pareja. Los metí en la caldera de la calefacción y tras ellos los cuadernos de un diario que había comenzado a escribir a mi llegada a Madrid. Es una pena porque ahora me servirían para colocar en su sitio todas las piezas del puzle y desbloquear un rincón de mi memoria que ha permanecido tapiado más de cuarenta años. Si bien durante los años siguientes hablé a algunas personas de mis intentos de suicidio, fueron muy pocas, y la versión de aquellos hechos estaba muy podada. No creo que diera ningún ejemplar del reportaje a nadie. No es algo que se regala a los amigos para que te quieran más. Los conservé todos porque el juramento que me hice de contar todo esto antes de morir ha permanecido presente toda mi vida. Comenzó en aquel sótano infecto, atado con cadenas, donde primero quise acabar con toda la humanidad y luego me conformé con la promesa de lanzar un grito de Munch defendiendo mi dignidad humana antes de morir y quedó incrustado en mi subconsciente en aquel comedor del psiquiátrico Alonso Vega de Madrid después de que el psiquiatra me dijera que iba a permanecer internado de por vida. Por suerte el bloqueo de la memoria ha sido casi total. No quiero decir que me volviera amnésico, simplemente fue enterrado a mucha profundidad, casi en el núcleo de la Tierra, de tal modo que al desenterrarlo ahora he tenido que cavar con uñas y dientes. Hay sangre entre mis uñas y hay putrefacción entre mis dientes. Ha sido una recapitulación infernal. He pasado algunas noches sin pegar ojo y he sentido temblar mis entrañas. Ha sido mi condición de novelista, capaz de escribir las historias más delirantes y de crear los personajes más alucinantes, la que me ha permitido verme como un personaje y distanciarme, escribir estas historias como si fueran relatos de terror y no una realidad que viví en mis propias carnes. Me cuesta aceptar que la persona que fui es la misma que la persona que soy. Y sin embargo cada episodio depresivo, desde hace muchos años, me recuerda un poco a lo que fui y a lo que hice entonces. Es el mismo veneno, solo que la dosis está muy rebajada. Ya no me comen por dentro los ácidos, pero el malestar estomacal de la digestión me obliga a dar vueltas en la cama, insomne, o a levantarme, como esta noche, que espero sea la última, para rematar estas historias de una vez por todas y olvidarme de ellas. La recapitulación está hecha, el desbloqueo me ha llevado hasta donde me ha permitido mi subconsciente, ahora solo queda subirlas a Internet y esperar que no pase nada. Porque nada debería pasar. Las historias humanas nunca se han llevado en esta sociedad, todo el mundo quiere pasar página, divertirse con lo que sea, fugarse de la realidad de la vida como sea y al precio que sea. Las historias humanas no interesan, porque se sufre demasiado, porque intensifican nuestra capacidad de empatía, muy dormida, y no merece la pena sufrir por algo que no nos ha ocurrido a nosotros. Soy consciente de que mi historia no deja de ser una de tantas.  La historia humana se compone de todos los círculos del infierno de Dante y de más, de muchos más, por ellos han pasado tantos seres humanos que la empatía hacia todos ellos nos volvería locos. La historia humana está repleta de genocidios, de campos de concentración, de muertos de hambre, por las guerras, torturados, despedazados, desmembrados. Las mujeres han sido violadas, los niños esclavizados, carne de cañón de pedófilos, tirados en las playas de los refugiados. Si por un milagro todas las víctimas en la historia humana aparecieran ahora ante nuestros ojos, en nuestros parques, en las plazas públicas, en nuestras calles, amontonados, sangrantes, con sus ojos abiertos mirándonos. Si las escenas de sus torturas, de sus muertos, se reprodujeran ante nuestros ojos, la humanidad se volvería loca, porque no hay mente que soporte algo así. Esta es la maldita y tenebrosa historia de la humanidad y aún no ha terminado. Ahora mismo siguen ocurriendo estas cosas. Ahora mismo la humanidad sigue mirando para otra parte, como si la depredación que está sucediendo ante nuestros ojos no fuera con nosotros. Es preciso bloquearse, es preciso anular nuestra capacidad de empatía para poder sobrevivir. Mi vida no es nada comparada con esta pirámide casi infinita de víctimas amontonadas de cualquier manera por el tiempo, la historia y los verdugos que han sido encargados de ahorrar un trabajo horrible al resto. Además, salvo las cadenas que me pusieron contra mi voluntad, las patadas, los puñetazos, los electroshocks, las reclusiones en manicomios, el resto lo hice yo, nadie intentó matarme, fui yo el que quiso hacerlo. No importan las razones, una sociedad apestosa, inhumana, la soledad, la falta de cariño, una enfermedad mental que sigue estigmatizada y que a nadie importa. Fui yo quien lo hizo y no puedo ni debo quejarme. Pero tal vez mi dignidad humana me impulse a cumplir el juramento que me hice. Por todas las víctimas amontonadas de cualquier manera a lo largo de la historia. Porque cuando la naturaleza mata, a veces para sobrevivir ella misma a la depredación humana, no se regodea en sus resultados, es objetiva e impersonal. ¿En qué infierno estamos? ¿Dónde están los verdugos? Y sobre todo, ¿dónde están las mentes asesinas que urdieron todo esto? Espero que nadie lea este testimonio, que me dejen en paz, solo quería cumplir un juramento, solo eso. Pero si todo se complica y muchos lo leen que no me llamen para entrevistas morbosas. Que cambien esta humanidad, que salgan a las calles y griten que señalen a los verdugos y a las mentes asesinas, que no tengan miedo a morir, la muerte puede ser un alivio cuando uno vive en el infierno.

Para quitar hierro debo darle a esta historia un final un tanto esperpéntico. A la muerte de A me trasladé a Fuenlabrada donde residí hasta mi traslado a León. Con el tiempo me olvidé de mi fama efímera y los demás se olvidaron antes. Seguí viendo a H, aunque no con mucha frecuencia. Mi salida de Madrid no acabó con nuestra relación. Debimos de escribirnos cada cierto tiempo, cartas, por supuesto, porque en aquellos tiempos no había correo electrónico. No recuerdo conversaciones telefónicas, aunque sí pudo haberlas. Lo cierto es que yo regresé a Madrid en alguna ocasión para verla, eso lo recuerdo. Y ella vino a León para verme. Lo sé porque tengo alguna foto que lo documenta. En ella está con la pareja de su padre, no recuerdo que viniera nadie más, aunque hay una foto en la que estamos los tres y que alguien debió hacerla, tal vez un transeúnte que pasaba por allí. Puede que insistiera un poco para tener relaciones sexuales con ella. Admito que aunque no insisto cuando me dicen que no, suelo dejar caer como quien no quiere la cosa que… Bueno, en realidad en aquellos tiempos me limitaba a hablar de mi soledad y la necesidad de cariño y de sexo. Si se lo dices a una mujer ésta puede pensar que le estás proponiendo algo. Debería callarme, ya que a nadie le importa mi soledad o mis necesidades sexuales, como a nadie importó mi trágica vida de enfermo mental. Pero no soy capaz de hacerlo, siempre se me escapa la verdad, porque no soy capaz de vivir en la mentira.

El recuerdo de lo que ocurrió en la casa de mis abuelos, entonces abandonada y a la venta, cuando ella accedió a venir a pasar unos días conmigo, sola, y en la montaña, es para mí bastante triste. Yo había comenzado a engordar de nuevo y supongo que estaba en un periodo depresivo, uno más. Ella no debía de sentirse muy atraída por mí, pero cedió por alguna razón. Además los efectos de la droga habían disminuido mucho su libido, como me había confesado estando en Madrid. Fue una experiencia muy triste. En buena parte fue culpa mía, por insistir y no ser capaz de dar lo mejor de mí, y en parte fue culpa de ella por su falta de libido. No volvimos a vernos. Creo recordar que yo aproveché el desastre que fue nuestro encuentro sexual para dejar de contestar a sus cartas. Es cierto que nunca le eché la culpa de lo ocurrido con la entrevista pero aquella experiencia fue tan brutalmente decepcionante que en algún momento pensé si no podría haber escogido otro periodista y si en realidad solo quería hacerle un favor. Puede que me comentara que se había acostado con él en un pasado no muy remoto. Nunca quise saber de aquel periodista y tal vez hubiera podido hacerlo ya que conservaba su nombre en el reportaje. Entonces no existía Google pero tampoco era tan complicado ir a una biblioteca y leerse los periódicos de Madrid. Desconozco si aquel número circense que fue la entrevista que me hizo le pudo servir para trepar y mejor su posición profesional. Por un lado no me importaría que aquella mierda que viví hubiera servido de algo a alguien, por otro lado pienso que quien desprecia la humanidad de una historia, buscando solo número de lectores, de oyentes, de televidentes, para conseguir una mejor posición, más dinero, más fama, más relevancia, lo que sea, no merece que se le desee suerte en su empeño.

Y aquí termina esta historia, aunque quedan algunas más, como la que vendrá a continuación, una tragedia esperpéntica en la transición española o la historia de una rubia con mala suerte. Lo dicho, a lo largo de mi vida no me han ocurrido tantas cosas y tan malas como en aquellos años, tal vez cuatro y unos meses. Creo que entonces era una especie de emisora de radio lanzando quejidos al aire y como es natural atraje a todo lo afín. Ahora, cuando todo el mundo vive una distopía que nadie es capaz de asimilar, cuando mi muerte no está lejana y la soledad es aliviada por mis queridos gatitos, ha llegado el momento de cumplir mi juramento y proclamar bien alto que merece la pena vivir a pesar de todo. Porque de otra forma no hubiera conocido el amor, ni tenido una maravillosa hija, ni un hijo afectivo que me sigue queriendo, ni a las buenas, personas, no demasiadas, eso es cierto que he llegado a conocer. Tampoco hubiera podido leer todo lo que he leído, ni la música que he escuchado, ni las películas y series que he visto, ni gozado de tantas puestas de sol, y tantos bellos paisajes y tantos momentos alegres y felices. A pesar de todos los pesares merece la pena seguir viviendo, aunque solo fuera para luchar por un mundo mejor. Porque este mundo, esta sociedad, tienen que ser mejoradas, mucho y en poco tiempo o todo se nos irá de las manos.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXI

21 01 2022

Sí, podría haberse cebado, por ejemplo preguntándome qué pensaba mi familia de todo aquello o si me había planteado que su sufrimiento era demasiado terrible para hacerme recapacitar. Le hubiera podido responder que nadie había hecho méritos suficientes como para que yo continuara en el infierno solo para que ellos no sufrieran. ¿Dónde estaba el cariño, el afecto, el amor? Aquella era una mierda de sociedad, donde solo contaba el dinero y las relaciones interpersonales tenían tanto de humanas como las relaciones entre los pedruscos. Sí, podría haberse cebado y no lo hizo, por eso le estoy agradecido, aunque desde aquel episodio nunca he vuelto a confiar en la prensa, en los periodistas, en los medios. Incluso aunque el tratamiento sea muy humano, detrás está siempre el dinero, la fama, todo eso y más va en la naturaleza del periodismo. Nunca he confiado en personas que me piden algo, un favor, lo que sea, con argumentos muy lógicos, muy racionales, muy humanos, si sé que está en juego su trabajo, mucho dinero, la fama, el poder… El capitalismo ha podrido todo, hasta las raíces de la humanidad, al vincular cualquier actividad al dinero, a la supervivencia. Hasta el sufrimiento más infernal de una criatura puede ser algo productivo en el capitalismo. Y  sin embargo estoy convencido de que es lo único que puede conmover a los dioses, a las fuerzas poderosas que controlan y dirigen el universo, sean las que fueren. No puedo aceptar que exista algo todopoderoso que sea al mismo tiempo tan impersonal y tan gélido que mire el sufrimiento como la caída de las hojas. Recuerdo la frase evangélica, ni una hoja cae al suelo sin que vuestro Padre celestial lo sepa. Mi rebelión frente a entidades superiores que desprecien el sufrimiento de las criaturas es absoluta. No me entra en la cabeza. Es lo único que permanecerá cuando el universo, los multiversos, desaparezcan. No hay mayor amor que el que da la vida por los demás. El sufrimiento no puede diluirse como lágrimas en la lluvia. El sufrimiento tiene memoria propia. Anoche vi por cuarta o quinta vez Blade Runner y me siguen conmoviendo las frases del replicante que va a morir. He visto rayos más allá de Orión, naves en llamas, he visto el sufrimiento clavado en la cruz del universo. Eso no puede desaparecer como lágrimas en la lluvia.

Es por eso que la humanidad nunca podrá ser perdonada hasta que todo el sufrimiento, hasta la pizca más elemental, no sea redimido por el amor. Es por eso que esta humanidad doliente necesita un cordero que vuelva a poner el sufrimiento de todos los seres humanos, de todas las criaturas, en su lugar, el altar del amor, donde será regado por la sangre amorosa del cordero y transformado en algo eterno e inolvidable.

Al menos la entrevista fue corta. Salí de allí, me llevarían en el coche hasta casa y me iría a la cama directo. Seguro que dormí porque las pastillas te dormían aunque te tocara al oído una orquesta sinfónica. A la mañana siguiente me levanté con la terrible sensación de que no ocurriría nada, al menos nada bueno. Y en efecto, así fue. Me llamaron de un programa de radio. Querían hacerme otra maldita entrevista. Estaba harto de aquel circo, a pesar de ello procuré ser amable. Si no controlara mis estallidos de cólera estos serían ya legendarios. Procuré ser amable, pero no lo conseguí, fui más bien seco y puse todas las disculpas posibles. Por suerte el programa era por la mañana los días laborables. Estoy trabajando. Insistieron. ¿No puede pedir un día de permiso? No, estamos hasta arriba de trabajo y no me lo darán. Siguieron insistiendo. ¿Y la hora del café? Tiene media hora, podemos adaptarnos. ¿Y cómo me llaman, y a dónde? En aquellos tiempos no existían teléfonos móviles. Al final, saturado, asqueado, decidí que lo mejor era decir que sí y que se apañaran ellos, al menos me los quitaría de encima. Solo conservo un recuerdo sólido, indubitable. Llamando desde una cabina telefónica, porque no creo que me pidieran el número de la cabina para llamarme ellos, me parece muy rocambolesco. Así que me gasté mis moneditas, que en aquellos tiempos me hacían mucha falta para contestar a unas preguntas chorras que ya me habían hecho y de las que no sacarían nada, porque estuve seco, creo que bastante seco, por eso la entrevista también se acortó. Eso fue todo.

Bueno… casi todo. En el trabajo, un registro civil, rotábamos en la ventanilla. Uno atendía al público que te encargaba partidas de nacimiento, matrimonio, defunción, de lo que fuera. Tomabas notas y las pasabas a los compañeros que buscaban el mamotreto en las estanterías, encontraban la página y según fuera, si era en extracto, utilizabas un impreso, lo rellenabas y a la firma. Si era literal hacías una fotocopia, ponías el sello, rellenabas la fecha y a la firma. Aquella mañana me tocó a mí la ventanilla, o puede que fuera al día siguiente, qué importa. Noté que me miraban raro, no todos, y alguno, no sé si muchos o pocos, se atrevían a preguntarme si yo era el que había salido en la televisión. Lo negaba pero no se lo creían. Otro hubiera tenido más posibilidades de pasar desapercibido. Yo era un joven gordo, muy gordo, con barba de patriarca y con una vestimenta que no cambiaba. Más fácil imposible.

Cuando salí a la calle sufrí lo que llamo el síndrome del famoso reciente. Creía que todo el mundo me miraba y me reconocía. Era imposible porque a pesar de haber solo dos cadenas televisivas puede que muchos estuvieran viendo la 1 y no la 2 o hasta es posible que no vieran la televisión, todo es posible. Sin embargo la idea me taladró la cabeza y me comporté como si todo el país hubiera visto la entrevista, o hubiera leído el reportaje en el periódico, como si todos leyeran el mismo diario o todos compraran la prensa y concretamente aquel periódico y no otro. O como si todos me hubieran escuchado por la radio, no importaba que por la radio no pudieran verte. Estaba completamente paranoico. Caminando por la calle, en el metro, en el autobús, todos me miraban, todos sabían, todos me reconocían. El síndrome del famoso reciente es jodido, más si eres un enfermo mental. Puede que aquello fuera el inicio de mi fobia social o puede que solo fuera un impulso más. Puede que fuera la primera vez que me refugiaba de aquel síndrome mirando al suelo como un alelado. Aunque no, también lo hacía cuando caminaba por las calles del pueblo para ir a la iglesia y presentarme al cura, como me habían aleccionado en el colegio religioso, para ofrecerme como monaguillo. Todos me miraban, todos sabían que estudiaba con los curas, todos sabían que iba a la iglesia, a presentarme al cura. Las paranoias más terribles pueden comenzar así, de una forma tan ridícula.

Me preguntaba cuánto tiempo duraría la fama, cuánto tiempo tardarían en olvidarse de mí. Fue un infierno, uno más. En alguna ocasión, no muchas, hasta me detenían por la calle para preguntarme si yo era el que había salido en la televisión. Negaba como Judas. Tenía los nervios de punta y cada día más. Aún recuerdo, transcurridos más de cuarenta años, la sensación de ridículo espantoso que sufrí cuando en la oficina un compañero me dijo que me pusiera al teléfono, me llamaban de Alemania. Estaba tan aterrorizado por las consecuencias de mi estúpida decisión que incluso llegué a pensar en que me llamaba una televisión alemana que también quería entrevistarme. Caminé hacia el teléfono, tan asustado y con unos movimientos tan esperpénticos que todos se dieron cuenta y se escucharon risas, más bien carcajadas. Era verdad que me llamaban desde Alemania, pero era un emigrante que necesitaba una partida. No sé por qué no tomó nota el compañero, tal vez porque había turnos para todo y me tocaría el turno de atender llamadas por teléfono cuando pedían una partida. O puede que fuera para chincharme. Ya tenía fama de loco puesto que había estado tanto tiempo internado y el secretario había querido incapacitarme. Seguro que ya me había sugerido que pidiera el traslado. Otra vez. Tras la entrevista televisiva la sugerencia se convirtió en una orden.

Y aquí el tiempo cronológico se enmaraña, se hace en extremo confuso. Las piezas del puzle que faltan son muchas y hay tantos espacios vacíos que debo rellenarlos a través de la deducción. Primero, yo había llegado allí en un traslado forzoso. Segundo había estado internado más de un año. Tercero no tardaría mucho en pedir el traslado a un juzgado de Instrucción de la plaza de Castilla. Y a partir de estos datos debo de ir rellenando. No me encaja, por ejemplo, que A, de quien hablo en el libro primero de estas historias, no aparezca en mi memoria para nada en este tema. No recuerdo si le conté lo que iba a hacer, cómo reaccionó, qué me dijo. Nada, absolutamente nada. Entiendo que de haber sucedido algo al respecto debió de ser prolongado en el tiempo y aunque no recordara la mayoría de las escenas, al menos algo debió haber quedado. Nada. Esto me lleva a deducir que A ya había fallecido. Esto lo explicaría con bastante lógica. Si no fuera así mi bloqueo al respecto sería total e inexplicable. Por lo tanto debo encajar este episodio tras su muerte y seguir colocando piezas. Si tuviera que intentar una cronología sería la siguiente: Traslado a Madrid, a ese registro civil, tras el intento de suicidio con la pistola. Internamiento en el Alonso Vega durante más de un año. Aquí falta una pieza importante, porque no puedo saber qué me llevó a ese internamiento. De la docena de intentos de suicidio que calculé en su tiempo y que sigo recordando como una cantidad exacta y no a vuela pluma, faltan algunos. No me salen las cuentas. A pesar de mis intentos por recordar, por desbloquear la memoria, por recapitular cada detalle, faltan intentos de suicidio, no sirve de nada darle más vueltas. Tras mi salida del psiquiátrico me fui a vivir con A a su piso. Y aquí hay otra pieza importante que no encaja, la cronología. El recuerdo que tengo del tiempo que viví con él es que fue relativamente largo. Luego durante este episodio debía de estar viviendo con él. Aunque se hubiera producido al final de mi trabajo en aquel registro, el tiempo está muy confuso. Al menos año y medio en aquel lugar, entre la estancia en el psiquiátrico, de baja en el trabajo, y mi traslado a un juzgado de la plaza de Castilla, donde permanecí un tiempo que tuvo que ser necesariamente superior a los seis meses, no pude haber pedido el traslado a León dentro de ese periodo puesto que el concurso de traslado tuvo que producirse con posterioridad, al menos de varios meses.  De esta forma mi estancia en Fuenlabrada, tras el fallecimiento de A, estando ya trabajando en plaza de Castilla, debió de ser más prolongado de lo que recuerdo. Haciendo sumas diría: poco más de un año en el juzgado donde llevé a cabo el intento de suicido de la pistola, más de un año internado en el psiquiátrico Alonso Vega, sumando da unos dos años y medio, más o menos. Algunos meses más en el registro, podrían sumar tres años. Así pues mi trabajo en el juzgado de plaza de Castilla debió prolongarse tal vez más de un año, lo que sí tiene sentido teniendo en cuenta el tiempo que tardaba en salir un concurso y la posibilidad de pedirlo reuniendo los requisitos legales.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XX

14 01 2022

Cuando al fin me tocó el turno una azafata me condujo entre andamios metálicos y un suelo plagado de artilugios. Fue una gran decepción. Al ver el programa en la televisión uno tenía la sensación de que el plató era muy lujoso. En realidad todo era muy cutre, los andamios, los espectadores sentados allí como en las gradas de un campo de futbol de regional, solo la mesa del presentador y la decoración tras ella reflejaban lo que se veía en el televisor. Lujoso, bien iluminado. En realidad todo el estudio era un montaje práctico, solo lo que enfocaban las cámaras estaba bien decorado, el resto, que no se iba a ver, era un montaje imprescindible para su función. Había que ahorrar dinero y no tenía sentido que todo reluciera cuando el enfoque de las cámaras estaba milimetrado para lo que se iba a ver, al presentador, al invitado y un panel tras algunos espectadores que imaginé enfocaban siempre que daban un plano del público. Puede incluso que los cambiaran de sitio en los intermedios por si algún espectador listillo se fijaba en los rostros, siempre los mismos.

El presentador no me había saludado ni había hablado conmigo, ni había preparado nada. Imagino que no actuó así con los demás, los personajes vip. Me senté a su lado, siguiendo indicaciones y me aleccionaron para que mirara a la cámara y estuviera atento a la luz que se pondría verde cuando terminaran los anuncios. Yo era consciente de estar allí como un número circense, el presentador lo sabía también y todos los telespectadores. La entrevista fue breve, al menos así lo recuerdo. Debo agradecerle que al menos no se cebara demasiado en el aspecto morboso del tema. No sé  las preguntas que tenía preparadas o si algo hizo que las abreviara o cambiara o se limitó a seguir el guión. Intuyo que mis respuestas fueron lo suficientemente contundentes para no meterse en más vericuetos. El número de circo estaba claro, yo era posiblemente un record del mundo en suicidios, aunque más tarde me enteraría, no sé por quién de que en realidad no podía apropiarme ese record. Si no recuerdo mal había un hombre chino que lo había intentado más veces que yo, aunque no sé si los intentos fueron tan graves o más. El guión estaba hecho, un resumen de mis intentos de suicidio –no creo que los describiera todos ni con todo el morbo posible- una pregunta evidente, por qué lo había hecho, ¿lo seguiría intentando? y tal vez algo más, si era consciente de que lo estaba haciendo sufrir a mi familia y alguna otra pregunta por el estilo. No puedo recordar la literalidad de mis respuestas pero sí la esencia de las mismas. La vida era una mierda, esta sociedad era una mierda, no había amor, ni cariño, me sentía tan solo que no tenía el menor interés en seguir viviendo. Estaba absolutamente convencido de que existía un más allá y de que no podía ser peor que esto, nada podía ser peor que esto. Imagino que de ese pensamiento surgieron con el transcurso de los años algunas ideas para relatos, como el de Prisión Federal Galáctica, donde un periodista descubre, tras una complicada investigación, que el planeta Tierra es una prisión galáctica donde están aislados algunos delincuentes y asesinos, lo peor de la galaxia. Eso explicaría muchas cosas, la historia humana, las guerras, los genocidios, tantas aberraciones y perversiones… En otros relatos sigo hablando de ello, esto es el infierno, porque no puede haber nada peor.

Debí hablar con mucho aplomo, estaba convencido de lo que decía, visceralmente, no tenía la menor duda. A pesar de mis nervios creí notar un espeso silencio entre los espectadores del estudio. El número de circo se les estaba yendo de las manos, nadie es tan insensible como para reírse de una tragedia humana que aparece entre ellos con la desnudez de la verdad. Debo agradecer al presentador que no escarbara en el morbo, al menos no demasiado. Puedo ponerme en su piel, eso es la empatía, y hacerme una idea de lo que pudo sentir aquella persona. Aquel era su trabajo, un buen trabajo, era famoso, tenía un buen sueldo, dependía de la reacción de los espectadores para que el programa se mantuviera. Eran otros tiempos, no existía la televisión privada, que vendría años después, ni la lucha desesperada por alcanzar las mejores cuotas en el prime time o como se diga, la franja horaria en la que más espectadores están conectados. A pesar de ello imagino que un programa que no alcanzara determinada cuota de telespectadores estaba condenado a desaparecer. Mi número no era comparable con el de un señor que puede doblar cucharas en directo, pero seguramente ayudaría. Imagino que su equipo de producción había buscado noticias adecuadas al programa y se habían encontrado con el artículo dominical en un periódico de tirada. Si yo aceptaba ir al estudio y ser entrevistado, ese era mi problema. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo, ¿o no? Por mi trabajo he tenido que echar familias con niños en desahucios. Tienes que trabajar para ganar el garbanzo para ti y para tu familia, y todos los trabajos tienen su lado oscuro, algunos más que otros. Puedo comprenderle. Al menos no se cebó en aquella obesa carroña que podía dar mucho tuétano morboso. No me preguntó, por ejemplo, qué se siente cuando uno va a morir o cuando tienes la pistola en la sien y vas a apretar el gatillo. Porque le podía haber respondido: una angustia absoluta, infinita, que amenaza con hacerte estallar en pedazos; todas tus certezas se diluyen cuando la muerte te mira con sus ojos vacíos en una calavera gélida. Puede que ese intento de suicidio ni siquiera hubiera aparecido en el reportaje, no me imagino jugándome el trabajo cuando aquel episodio fue ocultado con la condición de que pidiera el traslado. No importa porque allí había suficiente material como para hacer una pregunta de ese tipo. Sí recuerdo que había contado el número de mis intentos y sumaban una docena, puede que hasta ese número apareciera en el título del reportaje. Algo así como doce intentos de suicidio y sigue vivo.