ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIII

28 06 2023

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS

LIBRO IV

UNA RUBIA ALCOHOLIZADA

Debió de ser un viaje extraño. Por un lado, estaba saliendo del infierno, eso me animaba, me daba esperanzas. Por otro no imaginaba estar entrando en un nuevo círculo del infierno, aunque era evidente que nada me resultaría fácil en mi nuevo destino. Tal vez me consolara aquella idea fija que me acompañaba desde hacía algunos años: Nada puede ser peor que lo que acabo de vivir, por lo tanto cualquier cosa que me suceda es imposible que sea más trágica. Era la ingenuidad de la juventud, cuando se ha vivido poco y aún no se sabe que el dolor y el sufrimiento se intensifican, hasta el infinito si es preciso, no hay ley física o moral que lo impida. Es posible que entonces no lo pensara, pero lo pienso ahora. Lo peor de entrar en el infierno es no saber que lo estás haciendo. Si hubiera podido cambiarme por aquel joven que entraba en Madrid, sabiendo lo que sabía en ese momento, seguro que me hubiera dado la vuelta, que habría salido corriendo en dirección contraria, hacia cualquier parte. Lo realmente curioso es que también estaba entrando en un nuevo infierno y no lo sabía. ¿Me habría dado la vuelta, de haberlo sabido, y hubiera cambiado un infierno por otro? No lo sé. No puedo saberlo. El infierno que estaba abandonando había sido espantoso, nada, absolutamente nada, podría ser peor, y sin embargo… Y sin embargo lo fue, o por lo menos fue tan infernal como el primero, sino más.

Hoy me reiría de aquella escena. El tren era un tranvía con una especie de hall con puertas que se abrían y cerraban oprimiendo un botón. Allí se esperaba a que el tren entrara en la estación y entonces bajabas con la maleta, o subías con la maleta y buscabas tu asiento abriendo la puerta con picaporte que daba a un lado u otro, donde estaban los asientos. No era como los expresos. A la entrada de cada trozo de vagón ocupado por asientos,  existían unas estanterías donde se dejaban las maletas que no cabían en el portaequipajes que estaba cerca del techo y encima de los asientos. Teniendo en cuenta la cantidad de cajas de libros, además de las maletas con ropa, el tocadiscos, los discos, y el resto de mis enseres con los que estaba haciendo la mudanza, debí de llenar aquel pequeño espacio, por mucho que me esforzara en poner una caja sobre otra hasta llegar al techo. Las maletas estarían en las estanterías, al otro lado de la puerta. Conociéndome como me conozco y como recuerdo que era entonces, debí pasarme todo el viaje atento a que los que subían o bajaban no se llevaran una de mis maletas, porque las cajas pesaban demasiado para que alguien pudiera intentar llevarse alguna pasando desapercibido. También tuvo que ocurrir que muchos se quejaran de que mi equipaje entorpecía su bajada o subida. Aquello era de todos, no solo mío. Si se quejaron en voz alta imagino que me disculparía con el rostro sonrojado. Si me miraron sin decir nada, desviaría la vista. Y si alguno de los que subían al tren se quejó al revisor es posible que le explicara mi situación y le suplicara me dejara seguir el viaje sin poner trabas. Si fue así seguro que era un buen hombre al que le dio pena un joven tan apocado y en una situación tan apurada. Además, mi aspecto daba a entender con claridad que yo era un tipo raro, que estaba mal de la cabeza. Obeso, con barba patriarcal, desaliñado, tal como había salido en el programa de televisión. Incluso, estadísticamente, no era descabellado pensar que alguno de los viajeros, incluso el propio revisor, hubieran visto el programa o hubieran visto las fotos en el suplemente dominical de Diario 16. Aunque había pasado algún tiempo, mucha gente tiene mejor memoria que la mía, como se demostraría en León.

Puedo imaginar la escena sin mucha dificultad. Sentado sobre una caja de libros, mirando a través del cristal de la puerta, un paisaje que era otoñal, porque mi llegada se produjo tal vez un mes antes de la Navidad, con probabilidad en noviembre. Lo sé porque acababa de salir la ley del divorcio y yo me tendría que ocupar de la tramitación de separaciones y divorcios en el juzgado donde tomé posesión. Miraba hacia afuera para evitar pensar en lo que ocurría dentro del tren. A pesar de ello en cada estación estaría muy atento a las personas que bajaban y subían del tren, para que no se llevaran nada, no obstante la dificultad de que pudieran hacerlo. Al salir de la estación de Chamartín, seguramente rememoré los años que había pasado en Madrid, era inevitable y también fantasearía con lo mejor que podría ocurrirme en mi nuevo destino: encontrar una chica, casarme, bajar de peso, iniciar una nueva vida, completamente distinta a la que había vivido.

No, no debió ser un viaje fácil y agradable, angustiado por llegar cuanto antes, sin perder nada importante para mí. A pesar de ello el alivio tuvo que ser algo fantástico. Abandonar aquel círculo del infierno era casi como entrar en el paraíso. Solo la juventud sin experiencia puede llegar a pensar que una vez que abandonas el infierno estás entrando en el cielo, o al menos en el purgatorio, que tiene la gran ventaja de ser provisional, por duro que sea un purgatorio, saber que antes o después saldrás de él, lo hace muy llevadero. A pesar de haber leído La divina comedia de Dante, no era consciente de que el infierno está compuesto de muchos círculos, salir de uno solo significa que entras en otro. Una cosa es la teoría y otra la realidad. Dante tuvo una gran imaginación para describir los círculos del infierno, pero la realidad no era así, no podía ser así. ¡Qué equivocado estaba!

No recuerdo cómo me las arreglé al llegar a la estación de León. Me veo obligado a hacer deducciones. Mi padre no me ayudó, eso seguro. Apenas acababa de entrar en el nuevo círculo del infierno, cuando ya me esperaba la primera escena dantesca. Me habían ocultado la gran tragedia que estaba viviendo mi familia. Cuando llegué a casa no pudieron ocultármelo. Mi padre estaba enfermo de cáncer desde hacía algunos años, tal vez dos o tres, no muchos más porque murió a los cuatro años de haber sido diagnosticado. La única explicación que recibí fue la de que no querían que me deprimiera y volviera a intentar el suicidio. Como enfermo mental esa ha sido una constante en mi vida. A las personas que sufrimos cualquier clase de enfermedad mental se nos ocultan cosas, incluso importantes, incluso imprescindibles. Esa es una dura lección que todo enfermo aprende más bien antes que después. Ahora mirando con esta profunda perspectiva que da el tiempo, cuando miras el final del túnel desde su principio, puedo comprender la razón de estos ocultamientos tan pueriles e inútiles. Cuando me he visto en la misma situación, ocultando cosas a enfermos mentales, me he dado cuenta de que hasta parece razonable. Decir la verdad a una persona que sufre una enfermedad mental tiene sus consecuencias. Se lo tomará mal, seguro, se deprimirá, tendrá una crisis, antes o después, incluso puede que intente suicidarse. Es un cargo de conciencia no ocultar acontecimientos que pueden hacer tanto daño a una persona que sufre la enfermedad mental, pero resulta comprensible si puede retrasarse este momento, aunque nadie en su sano juicio puede pensar que se pueda ocultar algo para siempre, que los secretos nunca se desvelarán. Una de las grandes verdades que me enseñó el evangelio, cuando llegué a saberlo de memoria en el colegio religioso donde estudié, es que “nada hay tan oculto que no llegue a desvelarse”. Sí, me lo llevaban ocultando desde hacía años, creo que incluso cuando asistieron a la boda de mi amigo A. como cuento en el lugar correspondiente, mi padre ya estaba enfermo de cáncer.

Así pues, mi padre no pudo estar esperándome en la estación, porque creo recordar que ya llevaba aquella bolsa que les ponían a los operados para desviar la orina. Lo recuerdo con esa bolsa cuando se levantaba de la cama. Es un recuerdo seguro y vívido, aunque no sé si ya la tenía cuando llegué o fue tras una operación posterior a mi llegada. ¿Cómo me las arreglé para llevar todo mi equipaje hasta casa? Es cierto que la estación de trenes no estaba lejos de la casa de mis padres, de hecho, estaba bastante cerca, pero era imposible llevar todo en un solo viaje en taxi. No creo que pudiera guardar las cajas de libros en la consigna, por lo que alguien tuvo que ayudarme. Era impensable que yo dejara todo en la estación y fuera haciendo viajes en taxi hasta acabar el traslado de tanto equipaje. No puedo hacerme una idea de cómo solucioné el problema. Tampoco sé cómo lo subí todo al tercer piso sin ascensor, por unas escaleras estrechas y empinadas. Tuve que recibir ayuda, ¿pero de quién? No debieron de tardar mucho en hacerme saber la tragedia, porque si el recuerdo de la bolsa es cronológicamente exacto, me daría cuenta en cuanto fuera a abrazar a mi padre. No me resulta difícil imaginar el impacto que aquello supuso para mí. Si durante las horas que duró el viaje pude haberme hecho ilusiones sobre la salida del infierno y la entrada en el purgatorio, aquello las hizo explotar. Ya estaba en el segundo círculo del infierno, lo que ignoraba era aquel primer sufrimiento no iba a ser nada para mí, en comparación con lo que me esperaba.


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