RELATOS DEL OTRO LADO X

30 04 2019

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LA DEPRESIÓN EXÓGENA/CONTINUACIÓN

Vivimos en una sociedad que es una auténtica selva. No deberíamos sentirnos culpables de estar enfermos en una sociedad que lo está hasta la médula de los huesos, parafraseando a Krishnamurti. Pero ella sí se sentía culpable, muy culpable y no era capaz de tomar la decisión que tal vez la hubiera salvado del abismo. No podía renunciar a un trabajo de funcionaria que tanto le había costado  conseguir. El mercado laboral está como está y entonces puede que no estuviera peor que ahora, el reino de la temporalidad, pero no era un verde campo de alfalfa donde ponerse las botas, especialmente para las mujeres. Todos conocemos la situación de la mujer en esta sociedad, en el mundo laboral, social y en todos los mundos posibles. La entiendo ahora y la entendí entonces, por eso me limité a exponerle  que debería reflexionar sobre si le merecía la pena conservar un trabajo que la estaba hundiendo en una terrible depresión.

Recuerdo que en un horario de visitas, que solía ser a la hora del café, vino a buscarme para presentarme a su esposo. Esto me hace pensar que tenía confianza en mí, sino es que me consideraba claramente un amigo. Su marido era un hombre joven, alto, fuerte, un osote, que tenía de bonachón, de bondadoso, todo lo que tenía de fuertote. Esa es la impresión que me dio, y que quería tanto a su mujer que se sentía muy triste e incapaz de hacer algo por quien tanto quería. Seguro que él comprendía, tan bien como yo, que aquel trabajo estaba acabando con la psiquis de su amada, pero no podía forzarla a tomar esa decisión porque de alguna manera comprendía que respetar la libertad del ser querido era mostrarle su amor y que aquella decisión era de su esposa y no suya. No estuve mucho con ellos porque a pesar de la gentileza de aquella mujer, debería aprovechar las dos horas de visita para pasarlas con la persona más importante para ella. Cuando estás internado en un centro psiquiátrico las horas de visita de los seres queridos son como un balón de oxígeno, que te permite respirar un poco de aire puro antes de regresar a ese aire contaminado por la enfermedad que es como un miasma que respiras sin darte cuenta y que va matando tus células por dentro, una a una, hasta que un día ya no tienes fuerza ni para levantarte de la cama.

La sensación que tuve todo el tiempo que conocí a aquella mujer es que allí no pintaba nada. Digamos que no era uno de los “nuestros”. No era una enferma mental típica ni tenía nuestras patologías tan características. Era como si hubiera caído a la fosa-trampa de algún cazador en un descuido, tras haberse perdido en la selva. Por lo que llevo observando toda mi vida como enfermo mental, se nos distingue a la legua. Cuando conozco a un hermano enfermo mental no pasa mucho tiempo sin que advierta algún rasgo de conducta patológica tan típica en nosotros, es como si lleváramos pintado en la frente el tatuaje que nos distingue. En cambio los que han caído enfermos por alguna causa exterior, por un trauma que ha originado una depresión profunda, pueden estar encerrados en un psiquiátrico, pero no son de los nuestros, lo mismo que quien padece una gripe, aunque la fiebre le haya subido mucho, no es lo mismo que un enfermo terminal de cáncer. De la gripe te puedes curar, casi siempre, pero solo te curas de un cáncer terminal si se produce un milagro. Sin embargo lo mismo que la gripe puede desembocar en una neumonía y todos los síntomas se agravan hasta llegar a peligrar tu vida, cuando una depresión exógena se mantiene en el tiempo y se va agravando, puede desembocar en una enfermedad mental.

Todos hemos oído hablar de casos dramáticos. Fallece un ser querido y alguien, considerado como la solidez mental personificada, no puede soportar el luto y cae hasta el fondo del abismo de la desesperación, su depresión se va agravando, día tras día, hasta terminar hecho una piltrafa, incluso llegando a la demencia. La mente, la psiquis humana es muy frágil, es como un cristal que puede aguantar una gran tormenta pero al que una piedrecita lanzada por un niño hace quebrarse en mil fragmentos. El fallecimiento de un ser querido, el maltrato continuado, un trabajo infernal que tienes que soportar durante el resto de tu vida, pueden hacer que subas al tiovivo infernal y empezar a dar vueltas y más vueltas, como hacemos las personas con enfermedad mental, hasta que llega un día en que algo tan sencillo como dar un saltito y bajarte del tiovivo se convierte en un imposible. La mente entra en bucle, el disco de vinilo se raya por un gesto, un despiste, y ya sabes que cuando lo pongas, al llegar a la canción rayada, tienes que levantar la aguja y pasarla al siguiente surco o el sonido se repetirá hasta crisparte los nervios.

Krishnamur

La vida en esta sociedad inhumana, competitiva, donde tienes que luchar constantemente por sobrevivir, es terreno abonado para la enfermedad mental. No importa que hayas tenido la suerte de no tener un gen torcido en tu ADN, que en tu árbol genealógico no haya el menor antecedente de enfermedad mental, la presión de un entorno hostil, de un trabajo insatisfactorio y estresante, el acoso, una familia desestructurada, una ruptura sentimental, pueden empujarte a un camino que va directo hacia la enfermedad mental. Por eso me ha resultado siempre tan difícil intentar comprender a aquellos insensibles que no comprenden a las personas con enfermedad mental, como si ellos fueran inmunes, tan sólidos que ni un hachazo les hace un rasguño. Somos tan frágiles que es imposible imaginar a cualquier ser humano con un mínimo de sensibilidad y empatía  no  siendo consciente de poder llegar a vivir una situación en la que él esté al otro lado, que haya atravesado la línea roja pintada en el suelo, y tan invisible que hay que mirarla muy atentamente para saber que está allí. Aquella mujer acabó desapareciendo de mi vida. No recuerdo si fui yo el que obtuvo el alta antes que ella o fue al revés. Nunca llegué a saber lo que fue de ella, tal vez abandonara aquel trabajo infernal y se buscara otro, lo dudo, o puede que tuviera la suerte de pedir el traslado a otra prisión menos conflictiva, o puede que con el tiempo y tras largos periodos de fuertes depresiones, encontrara una buena terapia y lograra distanciarse del ambiente carcelario, endurecerse un poco, salir del trabajo y bloquear su mente, soy una persona en el trabajo y otra fuera de él. No lo creo, la doble personalidad también es una severa patología mental.

Me pareció una buena persona, tal vez se hubiera equivocado al elegir su trabajo, como yo me equivoqué al elegir el mío, pero no tenía muchas opciones y tuve que soportar toda mi vida laboral un entorno estresante y deshumanizado. Aún recuerdo aquel episodio, no llevaba ni un mes en el trabajo, tras tomar posesión, cuando la guardia civil me trabajo un drogadicto que había cometido un delito, para declarar. Venía esposado y les pedí que le quitaran las esposas, en un gesto humanitario. El agente de la guardia civil me advirtió. Viene con el síndrome de abstinencia, no te lo aconsejo. No le hice caso y cometí un grave error. Apenas se había sentado frente a mí y me disponía a hacerle la primera pregunta, cuando se levantó de repente y corrió como un corredor olímpico de cien metros lisos hacia la pared de enfrente, bajó la cabeza y se dio tal testarazo que las paredes retemblaron. Se lo tuvieron que llevar a rastras, imagino que al hospital, porque nadie tiene la cabeza tan dura. Aquello me afectó tanto que me planteé seriamente abandonar un trabajo que tanto me había costado conseguir, mi condición de funcionario que me permitiría llegar a la jubilación sin pasar por el paro o los trabajos temporales. Recuerdo que se lo comenté a mis padres que intentaron disuadirme, aguanta, al principio lo pasas mal, pero es un trabajo seguro.

En mi caso la enfermedad mental no fue generada por una causa exógena, ya estaba larvada en mí desde niño. Tampoco fue un trabajo burocrático, estresante, inhumano, el que disparara la espoleta, antes habían ocurrido muchas cosas que habían trastocado mi mente. Hubieran podido ser otros acontecimientos diferentes, daba igual, porque como me dijo aquel psiquiatra, padecía una depresión endógena, pasara lo que pasara yo siempre estaría deprimido. Sufría una psicosis maniaco-depresiva, o tal vez una bipolaridad, según la etiqueta moderna. En cambio aquella mujer había caído en una grave depresión por culpa de un ambiente de trabajo que no podía soportar. Solo tenía dos opciones, o abandonar su trabajo en la cárcel o sufrir un cambio interior profundo que la transformara en una personalidad diamantina. Esto último no es precisamente sencillo, solo está al alcance de los gurús espirituales,  y lleva toda una vida de búsqueda y cambio interior. Elijas el camino que elijas, el camino del guerrero, el desapego budista o cualquier otro camino de conocimiento, pocos son los que alcanzan un nivel más elevado de consciencia, que te permita trabajar en una cárcel, con lo peor de la naturaleza humana, o vivir en un ambiente hostil, o recorrer las calles con una escudilla, mendigando, ser un vagabundo, o pertenecer a los cuerpos de seguridad o del ejército, enfrentados a delincuentes, asesinos y terroristas. Un alma elevada puede hacer todo eso sin contaminarse, todo es puro para los puros, o no hacer nada. Pero los demás tenemos que caminar por la vida con un frágil cristal como mente y esperar que un milagro nos evite el quebrantamiento total.

Después de tantos años, el que aún la recuerde, me indica que dejó huella en mí, una buena persona cuyo cristal estaba a punto de reventar. Seguro que me preocupó, que me angustió darme cuenta de que estaba a punto de cruzar la línea roja y seguir el camino de la enfermedad mental, un camino muy corto, un tiovivo infernal en el que das vueltas y más vueltas sin moverte del sitio. Durante mis largas y numerosas estancias en centros psiquiátricos, conocí a muchos enfermos mentales, pero no de todos me acuerdo, para mí fueron como figuras decorando las paredes del infierno. A pocos traté, de pocos conocí su nombre, con muy pocos intercambié alguna palabra y fueron aún menos aquellos con los que me relacioné como aquella funcionaria de prisiones.  Las figuras más decorativas, inhumanas y terribles de aquel infierno fueron sin duda aquellas personas ya mayores, que habían pasado casi toda su vida encerradas, y que ahora eran conducidos en sillas de ruedas desde su habitación al comedor y desde éste a la sala de televisión donde permanecían con la cabeza caída sobre el pecho, babeantes, aparentemente sin percibir nada, sumergidos en sus mundos vacíos y opacos. Para mí eran los “vegetales babeantes”, el signo más claro de la demencia absoluta, la evidencia de hasta dónde puede conducir la enfermedad mental, de cómo debe ser la auténtica locura, no como la de don Quijote, el delirio activo, sino la nula respuesta a cualquier estímulo externo. Cuando les contemplaba en sus sillas de ruedas, totalmente ajenos a lo que pasara a su alrededor, no dejé de preguntarme cómo sería la locura absoluta, la auténtica locura, y si aún conservarían una pizca de personalidad, si su mente seguiría viva, solo que en otra dimensión. Sobre ellos hablaré en el siguiente capítulo de estas historias del otro lado. Nunca hablé con ellos, ni siquiera llegué a conocer sus historias clínicas, por lo que deberé sacar a relucir mi faceta de escritor para aproximarme a lo que debieron de ser sus vidas.

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RELATOS DEL OTRO LADO IX

16 04 2019

RElatosdelotrolado

RELATOS DEL OTRO LADO

TERCER RELATO

LA DEPRESIÓN II

LA FUNCIONARIA DE PRISIONES

LA DEPRESIÓN EXÓGENA

No recuerdo dónde conocí a la funcionaria de prisiones. Estuve en tantos centros psiquiátricos que con el tiempo uno mezcla los recuerdos. Puede que fuera en el mismo centro en que conocí al enfermo bipolar. Es curioso pero los entornos no me encajan, aunque pudieran ser los mismos. No recuerdo haber dado nunca el primer paso para acercarme a algún enfermo en los centros por los que pasé. Era habitual que después de unos días algún enfermo o enferma se acercara a mí con deseos de entablar conversación. En aquel tiempo no lo entendía. ¿Qué podían ver en mí otros enfermos? Siempre estaba dormido, hasta me dormía de pie; actuaba como un zombi porque en realidad era un zombi; no hablaba con nadie, siempre buscando un rinconcito oculto donde nadie se fijara en mí, donde poder echar una cabezadita sin que lo advirtieran los celadores; siempre pensando en salir de allí, buscando las mejores y menos dolorosas formas de suicidio, y sobre todo, había tirado la toalla, estaba en el fondo del abismo de la desesperación y eso se notaba a la legua, cualquiera podía verlo.

Hoy, recapitulando aquellos momentos, soy consciente de que algo veían los demás en mí que yo no era capaz de ver. Mi lucidez mental, la forma tan clara que tenía de ver todo, una cultura que a otros debía parecerles excepcional, porque había leído muchos libros y los había asimilado, me gustaba la música clásica, podía hablar de pintura y de arte, tenía algunas nociones de psicología, también escribía, no tanto como ahora, pero para alguien que lee muy poco y que nunca ha escrito nada, el escritor, aunque sea aficionado, tiene una cierta aura, como de ser excepcional, capaz de inventarse historias que a la mayoría ni se les pasan por la cabeza, alguien inteligente, culto, creativo, que se expresa bien… tiene que llamar la atención, sobre todo en un centro psiquiátrico. O tal vez todo sea más sencillo, en el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Si estás prisionero y no puedes hablar con nadie, hasta poder hablar con un pajarito que viene a piar a tu ventana todos los días, es un gran alivio. A pesar de mi mudez y de la misantropía que desprendía por todos los poros de mi piel, los que no estaban tan mal podían verme como un pajarillo que les escucha y que de vez en cuando pía como dando a entender que te escucha. Ahora que vivo solo, es un gran alivio hablar con mi gato Zapi, cuando él me responde con un maullidito especial, supone un inmenso alivio en mi soledad.

Cuando tras unos días de internamiento la medicación deja de producir esos efectos demoledores que te impiden hacer otra cosa que no sea intentar mantenerte en pie y no caer redondo al suelo, puedes observar lo que te rodea, a los enfermos de tu entorno. Enseguida me daba cuenta de quiénes intentarían hablar conmigo en un momento o en otro. Aquella mujer era una firme candidata. Y ahora que lo pienso, tuvo que ser un centro psiquiátrico privado, porque en los públicos las mujeres y los hombres estábamos separados, unos en unas plantas y otras en otras distintas. Sí, no recuerdo un solo centro público donde mujeres y hombres pudieran verse y hablar. Claro que sí, debía existir algún tipo de separación, porque solo veía mujeres a las horas de ocio y asueto –dicho con toda la ironía del mundo- nunca las veía por los pasillos que conducían a las habitaciones, tal vez nos separaba una puerta que se abría durante el día, entre comidas, y se cerraba por las noches y a la hora de comer, porque no comíamos juntos. ¿O sí? Es difícil recordar detalles tan finos, sobre todo cuando tu mente está hibernada y sólo asomas los ojillos fuera de tu madriguera, como los perritos de las praderas, cuando crees que no hay peligro o algo te llama la atención.

Puede que me invitara a un café, en los centros psiquiátricos privados había cafetería, puede que también en los públicos pero yo era de los enfermos que no tenían acceso a la cafetería ni al patio, podía fugarme, podía encontrar algo que me permitiera intentar el suicidio una vez más. Sí, es la forma más probable de trabar conversación con alguien que te interesa en una de aquellas prisiones. Eso no lo recuerdo, yo nunca tomaba café porque era un excitante y sentaba fatal a mis delicadísimos nervios. Puede que ella insistiera, algo bastante lógico si estás donde estás y quieres hablar a toda costa con alguien que no te parece tan “ga-gá” como el resto. Puede que yo me negara las primeras veces, forma parte de mi carácter, pero acabara aceptando, también forma parte de mi forma de ser. El caso es que allí estábamos los dos, sentados a una mesa de madera, que creo recordar era bastante nueva y limpia, lo que me hace pensar en que bien podría tratarse del mismo centro donde conocí al enfermo bipolar. Claro que hay una pega, aquel torbellino entró en mi habitación al poco de estar internado allí y yo me marché antes. ¿O no fue así? ¿Se trata de un recuerdo falso que se ha vestido de verdadero porque la memoria se aferra a lo que te hace menos infeliz, porque yo estaba deseando salir de allí, como de todos los psiquiátricos que pisé?

Lo que sí recuerdo bien es que aquella mujer me pareció muy normal, no entendía por qué estaba allí. Desde luego no tenía síntomas de padecer una enfermedad mental grave, aunque vista la sorpresa que me llevé con aquel hombre tan bien trajeado, como un ejecutivo, que parecía tan normal, y que resultó ser un esquizofrénico, seguro que no di nada por hecho y me puse en guardia. Parecía simpática, agradable, hasta alegre, salvo cuando estaba muy baja de ánimo, algo que aprecié con el tiempo. No puedo recordar con exactitud las conversaciones, uno no puede hacerlo ni estando bien, ni aunque tengas una memoria prodigiosa, al menos no todas. Seguro que ella comenzó con tiento, con lugares comunes, y estoy casi seguro que se lanzó cuando yo dejé la conversación trivial para decir las cosas claras, al pan, pan, y al vino, vino. Eso también forma parte de mi carácter.

Seguro que primero le hablaría de mí y con toda sinceridad. Me cuesta recordar un momento de mi vida en el que alguien haya hecho lo que yo hago casi siempre, sobre todo cuando estoy internado o desesperado, hablar con sinceridad, sin tapujos, sin miedo a que el otro diga o piense o haga. Me importa un bledo. No es importante saber quién empezó antes, sino cómo continuó. Ella me habló de su problema, de su enfermedad. ¿De qué otra cosa pueden hablar con enfermos mentales sinceros en un centro psiquiátrico en el que están internados, sin saber cuándo van a salir o cuándo llegará otro enfermo con el que se pueda hablar? Sufría una grave depresión. Claro, por eso estaba allí, no te internan por una simple depresión, o un periodo de tristeza, como dicen los que quieren congraciarse contigo cuando les cuentas que eres depresivo: yo también tengo mis momentos de tristeza.

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Lo que rompió muchas barreras fue saber que ella era funcionaria de prisiones, pues yo era funcionario judicial. Eso permitió dar un paso más, al fin y al cabo éramos casi colegas. Seguro que le hablé de mis experiencias en las cárceles, había que ir a notificar las resoluciones judiciales y por entonces no existía la oficina judicial en las cárceles, funcionarios que trabajaban allí y a los que los juzgados mandaban todo lo que hubiera que notificar a los presos. Antes cada juzgado mandaba a un funcionario cada vez que había algo que notificar. Recuerdo mis primeras experiencias cuando estaba en el juzgado de Alcalá de Henares, y luego en un juzgado de Instrucción en la plaza de Castilla. He tenido que mirar en Google porque me sonaba que yo había estado en la cárcel Modelo, pero no pudo ser porque cerró mucho antes de que yo me hiciera funcionario, así que tuvo que ser la cárcel de Carabanchel. Solo recuerdo haber estado un par de veces. No era normal que le tocara hacer algo así a un funcionario como yo, pero teniendo en cuenta que me endilgaban lo peor, dada mi condición de tímido que no oponía resistencia y de enfermo mental, no me resulta inverosímil deducir que por un motivo urgente me mandarán allí. Luego pisaría alguna cárcel más, de forma esporádica, hasta que, cuando ya existía la oficina judicial, el jefe, con quien mantenía un enfrentamiento y del que sufría un severo acoso, me mandó a una sustitución por baja, por enfermedad, o maternal, la compañera era una mujer, no recuerdo bien, sí recuerdo en cambio muy bien lo que me dijo el jefe cuando le comenté que aquel destino provisional debería haber sido sorteado: pues sí, hubo sorteo y te tocó a ti. Su tono sardónico me dijo bien a las claras la clase de sorteo que hubo. Pero aquella experiencia fue posterior a mi encuentro con la funcionaria de prisiones en aquel centro psiquiátrico, tuvo que serlo, porque mi último internamiento fue posterior, tuvo que serlo, aunque no tengo clara la cronología. Por aquel entonces ya escribía, aunque no tanto como ahora, y recuerdo muy bien cómo me fijaba en los presos, cómo leía los atestados, para documentarme, si alguna vez se me ocurría escribir algún relato o novela sobre delincuentes o asesinos, sobre cárceles. Aún conservo algunas notas que tomé y que son muy adecuadas para perfiles de personajes de novela negra.

Aquella mujer, de la que no recuerdo el nombre, porque tengo una pésima memoria para los nombres, salvo los de aquellas mujeres de las que estuve enamorado platónicamente y a las que escribí algún poema, sufría una gravísima depresión. La causa estaba clara, no soportaba su trabajo. Imagino que estaba en alguna cárcel de mujeres. He tenido que mirar en Google y veo que ahora sí hay mujeres en cárceles de hombres, imagino que a raíz de la ley de igualdad, pero entonces, estoy hablando tal vez el año 1990, no creo que eso fuera posible. Aún así estar en una cárcel de reclusas no es fácil, ni ahora ni después. Leyendo algunos foros sobre el tema veo que hay diversidad de opiniones respecto a si una funcionaria tiene más o menos problemas en una cárcel de hombres que de mujeres. Dejando aparte el machismo, el feminismo, la igualdad y todo tipo de opiniones sobre el tema, hay reclusos o reclusas en la cárcel por delitos graves, muy graves o máximos. Tener un problema serio en una cárcel de hombres o de mujeres, si eres funcionaria, no es algo poco habitual, al contrario. Ahora recuerdo que cuando fui destinado a sustituir a una compañera en una cárcel de alta seguridad, no voy a decir el nombre, todas las compañeras eran mujeres y había funcionarias. ¡Hay que ver las jugarretas que nos juega la memoria! Y eso fue hace ya bastantes años, antes de la ley de igualdad que acabo de ver en wikipedia que es del año 2007.

No sé si viene a cuento la anterior disquisición, solo quería poner de manifiesto que conozco un poco el ambiente de las cárceles desde dentro, aunque no es lo mismo ir alguna que otra vez al locutorio a notificar algo o incluso permanecer en una cárcel de alta seguridad, notificando a los propios reclusos de la cárcel, también reclusas del módulo de mujeres, por lo que recuerdo, que permanecer allí un día tras otro durante años, toda tu vida laboral si no lo dejas. Seas hombre o mujer eso te pasa factura, una seria factura, y no conozco la estadística de bajas de funcionarios o funcionarias por depresión en las cárceles, pero me temo que un trabajo arriesgado y peligroso tiene, necesariamente, que generar más depresiones y enfermedades mentales que un trabajo más tranquilo.

Me ha podido la curiosidad y he estado buscando en Google documentación sobre enfermedad mental entre funcionarios de prisiones y otros trabajos. Puede que no haya mirado bien o poco, pero la conclusión que he sacado es que algunos estudios dicen que no han encontrado diferencias sustanciales entre ese trabajo y otros menos arriesgados, en cambio otros sí encuentran diferencias, el funcionario de prisiones parece sufrir más depresiones y enfermedades mentales que otros grupos de trabajadores. Como siempre las estadísticas se cocinan según los intereses. Para mí la prueba del algodón es lo que te pagan de más por la peligrosidad de un trabajo o de otro, nadie suele dar dinero por nada. Yo tuve un plus de peligrosidad por realizar ciertos trabajos en algunos juzgados en los que trabajé y el peligro que corrí, o al menos la percepción que tuve es que la cárcel es un entorno más peligroso. Mi experiencia es que no es lo mismo enfrentarte a un ciudadano normal en una diligencia traumática que a un asesino en una cárcel, aunque estés tras un cristal a prueba de bombas y siendo vigilado por cámaras de seguridad. Aquel trabajo en una cárcel de seguridad solo duró unos meses, pero fue suficiente experiencia para hacerme consciente de lo tenso que estaba y de que hubiera pedido la baja por depresión de no haber sido por mi conflicto con el jefe y porque ya había tomado la decisión de que a pesar de mi condición de enfermo mental nunca, jamás, volvería a pedir una baja por depresión salvo que me internaran a la fuerza.

Todo este largo preámbulo viene a cuento porque como suelo hacer casi siempre, procuro ponerme en la piel del que me está contando las tragedias de su vida, especialmente si se trata de un enfermo mental. Es posible que aquella mujer tuviera antecedentes de enfermedad mental en su árbol genealógico,  o no se lo pregunté o no lo recuerdo. Es posible que su carácter no fuera muy fuerte, parecía una mujer bondadosa y sensible, pero lo que estaba claro, cuando la escuchabas, es que aquel trabajo no era para ella.

Sufría de insomnio, ansiedad, angustia, depresión y había entrado en un bucle que caracteriza la enfermedad mental. No podía pensar en otra cosa que no fuera su trabajo, le angustiaba pensar que al día siguiente tendría que volver a trabajar en la cárcel. Se ponía enferma cuando hablaba de ello, temblaba, le mudaba el rostro, hasta me pedía que por favor no siguiéramos hablando del tema.

Estamos acostumbrados a pensar en la depresión, en la enfermedad mental en general, como una enfermedad genética, te toca ser enfermo mental como a otros les toca ser diabéticos o tener problemas de riñón. Es cierto que la genética influye, y mucho, pero también influye la familia donde has vivido tu infancia, el maltrato, el ambiente cultural y muchos otros factores. Lo cierto es que una de las categorías de la depresión, en mis tiempos, era la depresión exógena. La mía la calificó mi psiquiatra de endógena, venía de dentro, daba igual lo que me ocurriera, yo siempre estaba deprimido, era una psicosis maniaco depresiva, algo así como la bipolaridad actual. La exógena era otra cosa, uno se deprimía por algún acontecimiento exterior, por alguna situación persistente que iba socavando la psiquis. La enfermedad mental no solo está causada por los genes, el factor somático, también puede ser causada por circunstancias exteriores persistentes e intensas.

Esto es algo que a la gente, en general, le cuesta admitir. Sí pueden llegar a aceptar, por ejemplo,  que la muerte de un ser querido podría llevar a una depresión gravísima, incluso a la locura. También pueden aceptar que la absoluta soledad de una persona puede llevarle a sufrir graves trastornos mentales, incluso la demencia, pero les cuesta bastante más asumir que un determinado tipo de vida pueda llegar a producir una grave enfermedad mental con el tiempo.

Es como, por poner una metáfora, un exquisito mecanismo de relojería, que has comprado y que el relojero te da una serie de instrucciones para su mantenimiento que debes tener muy en cuenta si no quieres que el reloj se pare. Si no haces el menor caso, si dejas que el polvo se acumule sobre él, si lo tratas a patadas, si incluso pones alguna pajita en su mecanismo, a ver si es capaz de superar el obstáculo… entonces ya sabes lo que te queda, el reloj se va a parar y puede que el relojero te diga que ya no tiene remedio. La mente es algo parecido, un mecanismo muy sutil, muy exquisito, que debes cuidar con mimo, y si no lo haces, la enfermedad mental acecha.

No me costó mucho llegar a la conclusión de que aquella mujer debería dejar su trabajo y cuanto antes. Si lo hacía tendría una oportunidad, aunque era posible que ya hubiera superado la línea roja y la enfermedad mental se hubiera enquistado. No me costó mucho ponerme en su piel, y me dijera lo que me dijera, que no lo recuerdo, pude fácilmente imaginar su situación. La tensión constante en el trabajo, temiendo un enfrentamiento con un recluso o reclusa, que alguno de ellos, por lo que fuera, la convirtiera en su enemiga mortal y le hiciera la vida imposible; la posibilidad de una revuelta, que la tomaran como rehén, que un recluso se autolesionara y ella tuviera que afrontar un momento terrible, intentar salvarle la vida, siguiendo el protocolo, o presenciar su muerte; un ambiente en el que uno tiene que dejar fuera lo mejor de sí mismo, porque no van a apreciar tu sensibilidad, alegría, simpatía, capacidad para las relaciones interpersonales, aquello parece una selva y tú eres el bóvido, acechado por los depredadores. No es difícil comprender su estado anímico.

 

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RELATOS DEL OTRO LADO VIII

26 11 2018

RELATOS DEL OTRO LADO VIII

EL CÁNCER DE LA DEPRESIÓN

EL PILOTO DE IBERIA II Y FINAL

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No recuerdo cuánto tiempo permaneció el piloto de Iberia en el psiquiátrico Alonso Vega, han pasado muchos años y los recuerdos son vagos, pero sí calculo que debió de estar más de un mes, tiempo durante el cual me buscó todos los días para conversar. La depresión es una enfermedad misteriosa y sutil, una especie de cáncer del alma que te va horadando sin darte cuenta hasta que un día te derrumbas y tienen que cogerte con pinzas. No se trata de un virus malévolo que pueda verse al microscopio y tintarse, aquí está el muy cabrón, la causa de todos tus males, ni tampoco del trauma lógico producido por un acontecimiento dramático que arranca tu vida de cuajo, si miras al microscopio no ves nada, si analizas la vida del paciente te encuentras con que muchas veces no podrías explicarte por qué está tan abatido cuando todo en la vida le va muy bien. Mi psiquiatra me decía que yo sufría una depresión endógena, entonces comprendí que le pasaba lo mismo al piloto de Iberia, la depresión exógena era cuando había ocurrido algo en tu vida que te había traumatizado o cuando tu entorno era para desesperar a Sísifo. Todo iba bien en la vida de aquel hombre. Según me contó su mujer le quería mucho y era muy atractiva, tenía dos hijos que eran unos angelotes, sus padres eran de clase media alta y se preocupaban mucho por él. Tenía un trabajo que todo el mundo envidiaría, vivía en un chalet en una urbanización de alto standing, su vida debería haber sido un lecho de rosas, pero algo se truncó en su interior, como quien quiebra una caña seca.

Los recuerdos no son muy precisos, pero yo juraría que me enseñó la foto de su esposa e hijos. Lo que sí recuerdo bien fue mi incapacidad para convencerle de que su vida merecía la pena, de que era un elegido de los dioses, de que tenía que poner todo de su parte para regresar junto a su mujer e hijos. Él se sentía muy culpable porque no tenía nada que reprochar a la familia, a la vida, era muy consciente de que era un privilegiado y de que por mucho que buscara una causa para estar como estaba no encontraría ninguna. A pesar de mi abotargamiento por la medicación no pude evitar pensar que me ocultaba algo, tenía que ocultarme algo porque nada de lo que me contaba tenía el menor sentido. Recuerdo que una de las hipótesis que barajé fue la de que su esposa le era infiel. Esa sí que hubiera sido una buena causa para su depresión, cuando falla el mundo sentimental todo falla, por muy bien que vayan las cosas. No creo que llegara a preguntárselo directamente, no existía entre nosotros suficiente confianza, aunque puede que sí, cuando dos enfermos mentales hablan en un psiquiátrico todas las reglas de fuera dejan de existir. Era inútil buscar causas para su depresión, le había pillado por sorpresa, echado la mano al gaznate y apretado sin compasión. También me planteé la posibilidad de que la enorme responsabilidad de llevar por el aire a un montón de personas, consciente de que cualquier fallo humano podría acabar con muchas vidas, había roto alguna fibra interior. Pero me dijo que no, que antes de caer en la depresión, eso era algo en lo que ni siquiera pensaba.

A pesar de su aparente sinceridad siempre tuve la vaga sensación de que me ocultaba algo importante. ¿Qué hacía allí, en un centro público de salud, cuando podía costearse una clínica privada? Según me dijo, uno de sus miedos más cervales era que su familia, su esposa y sus hijos, acabaran en la miseria, que no pudiera volver a volar, que perdiera el trabajo, que le embargaran el chalet, que a pesar de la ayuda de sus padres acabaran en la pobreza. Aquel psiquiátrico era un centro público. Imaginé que estaba allí por la Seguridad Social, que no tenía seguro privado. ¿O sí? Muchas preguntas e hipótesis me rondaban por la cabeza. ¿Sería un ludópata, esnifaría cocaína, fumaría porros? A pesar de mi poca experiencia en estos temas, experiencia que adquiriría con los años y la relación con personas que vivían en esos círculos infernales, nada parecía indicar que sufriera alguna forma de adicción que hubiera trastornado su mente. Con el tiempo, muchos años, llegaría a saber muy bien en qué conductas patológicas caemos los enfermos mentales. La más habitual y demoledora, para nosotros mismos y para los demás, es la mentira.

Mentimos para protegernos, es una estrategia defensiva, lograr que una persona con enfermedad mental tenga tanta confianza en nosotros que no nos oculte nada, es un auténtico milagro. En mi trato actual con los enfermos mentales no he conseguido nunca esa sinceridad, siempre hay cosas que me rechinan, que no encajan, algunas veces se contradicen o me cuentan varias versiones del mismo hecho. Quien no nos conozca puede pensar que somos unos mentirosos trapaceros, manipuladores, pero no es así, se trata de sobrevivir y si la mentira te ayuda, no lo dudas.

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Entonces no lo sabía o no lo tenía muy claro. Cuando el psiquiatra me llamaba por la mañana para hablar conmigo cerca de una hora, no le ocultaba nada, mi sinceridad era absoluta. No tardaría en comprender que mi sinceridad era un error que llegó a ocasionarme graves problemas. Concluí que era preciso mentir hasta a tu propio psiquiatra. Un depredador no puede pedirle a su presa que le ponga las cosas fáciles, que le diga con sinceridad por dónde va a ir, para que pueda ser asaltado a gusto. Esta sensación es muy común en las personas con enfermedad mental, la de que la sinceridad es una forma muy ingenua de ponérselo fácil a los depredadores. También el piloto de Iberia tenía entrevistas con el psiquiatra de planta, ignoro hasta qué punto era sincero, pero me temo que tenía las mismas reticencias que todos.

No siempre es así, tengo una amiga depresiva que no cesa de entonar el mantra del “quiero-morir”      y de contarme una y mil veces las tragedias de su vida. Le digo, siguiendo el pensamiento de Ralph Waldo Emerson de que la vida es lo que pensamos, que mientras siga pensando así no saldrá de la oscuridad, pero sigue en sus trece, yo no puedo vivir en la fantasía, la realidad es la que es, me dice, y le respondo que en mi jardín hay un muro y eso es real, pero también es real que hay una puerta por donde se puede entrar y salir. Ver solo el muro y no ver la puerta no es ver la realidad, es ver una parte, la que nos mantiene prisioneros. Nos olvidamos de la puerta porque nos da miedo salir de nuestro refugio y ser libres, la libertad tiene consecuencias, nos hace responsables de nuestros actos. Pues bien, hasta esta amiga que no me oculta nada de lo malo de su vida, no hace lo mismo con su terapeuta, sabe que yo no voy a depredarla, pero tiene miedo de que lo hagan sus terapeutas, que aumenten la medicación, que la internen. La mentira es una estrategia defensiva a la que las personas con enfermedad mental renunciamos muy difícilmente.

Yo estaba demasiado medicado, deprimido, preocupado por mi futuro, como para prestarle demasiada atención al piloto de Iberia, pero como en algo había que ocupar la mente, incluso anestesiada por la medicación, le escuchaba, le preguntaba y luego no podía evitar elucubrar. La lógica me decía que no había más tras la cortina, un hombre que lo tenía casi todo, había caído en una terrible depresión que como un cáncer le iba comiendo por dentro. Objetivamente nada estaba tan mal como él lo veía, incluso aunque perdiera el trabajo como piloto tenía otras muchas opciones, rebajar su nivel de vida no era precisamente una tragedia, otros, muchos, muchísimos, se darían con un canto en los dientes por estar como él. Sin embargo las ideas obsesivo-compulsivas te acaban triturando. Entras en un bucle perpetuo del que no consigues salir, te subes a un tiovivo infernal en el que das vueltas y más vueltas sin conseguir avanzar un solo paso. El me lo decía cuando yo le ponía delante de los ojos la realidad objetiva de su vida, sé que soy un privilegiado, pero no puedo apartar de mi mente el negro futuro que puede caer sobre mi familia. Era inútil intentar convencerle de lo contrario. Muchos años más tarde mi amiga haría lo mismo, se subiría al tiovivo infernal y no dejaría de dar vueltas y vueltas y más vueltas. Curiosamente su situación era la opuesta a la del piloto de Iberia, una situación económica lamentable, con una pensión mínima, incapacitada para trabajar por una seria discapacidad física, un dolor físico persistente para el que los médicos no le dan otra solución que la morfina que ya no le hace casi efecto. Sola, abandonada por una familia que no comprende ni quiere comprender qué es una enfermedad mental. A veces me dice que si su situación económica fuera mejor su vida también lo sería. Medio en broma, medio en serio le respondo que si tuviera la total seguridad de que una mejor situación económica la curaría, yo mismo le daría mi pensión. Pero sé que no serviría de nada, cuando subes al tiovivo infernal, aunque te den una maleta de billetes de curso legal no por eso dejarás de dar vueltas.

Me resulta curioso recordar a este buen hombre después de tantos años, más de cuarenta. Nuestra relación fue corta, al mes le dieron el alta, tampoco hablábamos tanto ni él me hizo confidencias que cimentaran una sólida amistad. Como digo en mis textos sobre la ley de los tres círculos, no puedes permanecer en el primer círculo si no hay equidad, entre otras cosas. A lo largo de mi vida he sido muy consciente de que en la mayoría de los casos, sino en todos, el desequilibrio en la balanza de la sinceridad en mis relaciones ha sido brutal. Como suelo decir, cuando después de una larga y parece que fructífera relación con otra persona, recapitulas y descubres que el otro lo sabe todo sobre ti y tú solo sabes sobre él pequeñas cosas objetivas que no van a parte alguna, como en qué trabaja, la marca de su coche, dónde veranea con su familia, si es forofo de un equipo o de otro, si le gusta tomar el aperitivo, etc etc, algo falla, algo muy importante. Cuando pienso en que de no haber sido un enfermo mental mi sinceridad hubiera, necesariamente, obligado al otro a ser igualmente sincero, sonrío cínicamente. A lo largo de mi vida apenas he encontrado a media docena de personas que se hayan sincerado conmigo y en la mayoría de los casos ha sido después de un duro trabajo por mi parte, intentando descorchar la botella de su intimidad, sacando su intimidad a la luz con sacacorchos. El piloto de Iberia no fue una excepción. Las personas con enfermedad mental tenemos, objetivamente, más dificultades para sincerarnos que los “no enfermos”, pero también, curiosamente, tenemos mucho menos que perder, casi nada, puesto que la sinceridad no puede ponernos en peor situación de la que ya estamos y en cambio puede cambiar a mejor una situación social que no podría cambiar de ninguna otra manera.

La relación que mantuvimos el piloto de Iberia y yo fue bastante pobre, pero sigue ocupando un lugar importante en mi memoria. Por las mañanas, tras la entrevista con el psiquiatra, que no era todos los días ni nos tocaba a la vez la misma mañana, nos sentábamos a una mesa del comedor, aún vacía, porque no se había puesto la vajilla para la comida, o en algún otro sitio, si es que había otro, porque por mucho que esfuerzo mi memoria no encuentro más, el televisor estaba en el comedor, no había salita de espera ni recuerdo hubiera sala de juegos o de trabajos manuales, y hablábamos, o mejor dicho hablaba él y yo escuchaba, aunque creo recordar que le hablé de mis intentos de suicidio, algo que hacía constantemente en aquella época y que ahora no me importa hacer cuando es preciso. Como me ocurriría durante mi vida y actualmente, hablar con un enfermo mental es disponerse a escuchar mil veces la misma historia, te cuentan sus tragedias una y otra vez y te repiten sus argumentos un millón de veces, nada de lo que les dices les sirve ni atenúa su angustia. Intentas que su mente, como una vasija, se llene de otra cosa que no sea oscuridad, pero no son capaces de dar el paso de vaciarse. Cada uno tiene sus mantras favoritos, pero todos son un canto a la oscuridad.  No pueden hablar de otra cosa, porque no hay otra cosa en su mente, no pueden esperar a que el futuro llegue y vivir el presente, se proyectan al futuro más negro de los posibles y allí permanecen, mientras llega, durante todo el camino y cuando llega, si no es tan negro como lo veían, acaban excavando un largo túnel y lo recorren hasta encontrar la zona más oscura.

No volví a saber de él, me gustaría que aquella experiencia fuera única, que la depresión solo fuera algo temporal, como una gripe, que volviera a volar, que disfrutara de la máxima felicidad con su familia, que haya tenido y siga teniendo una larga y dichosa vida, ahora que ya será un anciano, si es que no ha fallecido. Pero mucho me temo que no ha sido así. La depresión es un cáncer que nos come por dentro y cuando nos dicen que nos hemos curado se produce una nueva metástasis en otro lugar del cuerpo y volvemos al sufrimiento, que es lo nuestro. Está claro que algo falla, la química del cerebro, las hormonas, los genes, el ambiente familiar que tuvimos de niños, alguna experiencia desgraciada en la adolescencia, el entorno, una sociedad depredadora, sí algo falla, pero los “no enfermos” parece que han vivido una vida parecida a la nuestra, al menos es lo que nos dicen, y no obstante no han tocado el abismo de la depresión, ni parece que lo van a tocar. Cuando pienso en el piloto de Iberia me entristece sobremanera la confirmación de que la depresión no es una consecuencia de una mala situación económica, familiar, de alguna tragedia vital, de la mala suerte; ni siquiera recuerdo haberle preguntado si en su familia había otros casos de enfermedad mental para achacar su situación a los malditos genes, no, hay algo oculto en la enfermedad mental que se nos escapa, tal vez se trate, como pienso de una enfermedad del alma, pero lo cierto es actúa como un virus letal, si te pilla estás muerto, mejor dicho, estás muerto en vida, da lo mismo que seas piloto de Iberia o un marginado, que tengas una maravillosa familia o seas maltratado, que hayas recibido una sólida educación o seas un analfabeto, que la vida te haya tratado en colchón de plumas o te haya dado garrotazo tras garrotazo, si te pilla el virus, el cáncer, estás muerto en vida. Lo que nunca he podido constatar es la existencia de enfermos depresivos que hayan recibido y reciban todo el cariño del mundo y sin embargo sigan sufriendo el cáncer de la depresión. Si algún día me encontrara con un depresivo que me contara haber recibido todo el cariño del mundo desde niño y actualmente y sin embargo no se hubiera librado de la depresión… entonces, entonces creería seriamente que la depresión es una plaga incurable que se transmite por el aire y que a unos les toca y a otros no. Como los pimientos de Padrón, que unos pican y otros “non”. Pero mucho me temo que eso no va a ocurrir nunca, donde hay cariño no hay depresión. Pero parece que nadie jamás de los jamases lo va a admitir, es más fácil pensar que la culpa la tienen los genes, contra los que no podemos hacer nada, que la culpa la tenga la falta de cariño, algo contra lo que sí podemos hacer mucho, todo, pero nadie es capaz de dar cariño, como si fueran diamantes que muy pocos han tenido en sus manos alguna vez. Si en el futuro, si es que llegamos, o llega la humanidad, hay tal sobreabundancia de cariño que la enfermedad mental desaparece, no me sentiré eufórico de tener razón, sino muy triste, que algo tan terrible hubiera podido ser curado con algo tan sencillo, como el cariño, y nunca se hizo, me parece tan triste como la propia condición humana.

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RELATOS DEL OTRO LADO VII

15 06 2018

RELATOS DEL OTRO LADO

SEGUNDO RELATO

EL CÁNCER DE LA DEPRESIÓN

EL PILOTO DE IBERIA

B-747

Cuando en el año 1978 o 1979 ingresé en el psiquiátrico Alonso Vega de Madrid, tras un muy serio intento de suicidio, me encontré de pronto en otra dimensión, en un universo limitado, un rectángulo compuesto de un ancho pasillo que seguía sus líneas, jalonado de puertas que conducían a habitaciones, para cuatro enfermos, si no recuerdo mal, con un comedor, un hall donde estaba el despacho del psiquiatra y el cubículo de la enfermería, de donde la enfermera, en este caso monja, sacaba el carrito con las medicinas.

No recuerdo bien si fueron dos estancias separadas en el tiempo o una sola, tras el intento de suicidio, que se prolongó más de un año, tal vez cerca de dos, si no me falla la memoria. Por lo menos tuvo que ser un año ya que como consecuencia de aquella larga estancia mi jefe intentó incapacitarme. Entonces ya existían los interinos cuando la plaza no se había cubierto por el titular, por lo que supongo, y en base a mi dilatada experiencia como funcionario, que el intento de incapacitarme tuvo más que ver con el carácter del jefe, quien te obligaba a presentar el bolígrafo BIC vacío antes de darte otro, entre otras cosas, que con lo dilatado de la baja, que lo fue y mucho, porque he visto otros casos semejantes sin que la sangre llegara al río, y no estoy hablando de una enfermedad tan terrible como el cáncer. En aquellos tiempos aún no había llegado la reforma psiquiátrica a España por lo que podríamos decir que los enfermos mentales estábamos en la Edad Media, con todo lo que eso significa. Si en lugar de haber padecido una enfermedad mental hubiera sufrido un cáncer estoy convencido de que aquel jefe hubiera tenido más consideraciones hacia mí.

Durante aquella larga estancia, meses y meses, intenté pasar el tiempo lo mejor posible, dentro de mis escasas posibilidades. Había llevado un tomo de las obras completas de Shakespeare, de editorial Aguilar, una edición fantástica, pero muy cara, que intentaba leer sin mucho éxito, porque la medicación te dormía las neuronas y no lograbas pasar de la primera página porque al terminarla tenías que recomenzarla otra vez ya que no recordabas lo leído. Tuvo que ser así,  cuando le entregué esta edición a mi buen amigo A… un alcohólico de quien hablo en “Algunas historias sórdidas” no tenía permiso para salir de allí, permiso que conseguiría, ayudado también por su insistencia, mucho tiempo después. No era capaz de leer y tampoco me centraba escuchando el transistor, las noticias o música, mientras me lo dejaron, porque a raíz de un intento de suicidio con las pilas, me lo retiraron ipso facto.

Todos los enfermos paseábamos por aquel pasillo, el circuito de los locos, intentando mover un poco el cuerpo, agitar la coctelera de medicamentos, para evitar que el sueño demoledor te hiciera derrumbarte en cualquier parte. Recuerdo que había algunas sillas a lo largo de aquel pasillo en las que yo me sentaba cada pocos pasos y me quedaba dormido como un tronco… hasta que el celador de turno me sacudía, diciéndome que el psiquiatra había dado órdenes de que no se me dejara dormir fuera de las reglamentadas horas de sueño. Lo único que te apetecía hacer en aquel pequeño universo dantesco era dormir, y no te dejaban.

Tampoco hablar era un buen entretenimiento porque la monjita enfermera era bastante seca y hablaba poco, los celadores eran amables pero tenían cosas que hacer y los enfermos estábamos todos grogui con la medicación. De hecho yo era el enfermo menos grave, o dicho de otra forma, el que tenía la mente más centrada, con lo que está dicho casi todo. Alguien que intentaba suicidarse cada dos por tres no podía sufrir una enfermedad precisamente leve, con lo que si era el enfermo menos grave, también está dicho todo. No podías hablar con nadie, no eras capaz de leer, me habían quitado el transistor, no podía andar cuatro pasos por el pasillo sin quedarme dormido, de pie o sentado. Aquel era un bonito panorama.

No es de extrañar que un día se me acercara un hombre que sufría una depresión, pero que no había intentado suicidarse, al menos hasta ese momento, con lo que me había arrebatado el puesto de enfermo menos grave. Se dirigió directamente a mí, con mirada un poco preocupada pero seguro de lo que iba a hacer. Como luego me confesaría, después de haber observado a todos los enfermos unos cuantos días, los que llevaba internado, había decidido que yo era el más “cuerdo” o normal o el menos “tocado”, es decir con el único que se podía hablar, en su opinión. También él tenía algún libro y un transistor – entonces no existían los teléfonos móviles, pero aunque hubieran existido no habrían servido de nada porque al parecer los requisan al entrar a los centros psiquiátricos- pero no era capaz de centrarse en nada. Normal, debí decirle con un intento de sonrisa.

Aquel hombre tendría unos cuarenta años, era delgado, alto, guapo, con una presencia y unas maneras que no encajaban para nada en aquel universo de locos. Cuando me preguntó si podíamos hablar yo no dije nada, estaba procesando lo que me estaba diciendo, lo que me llevó algún tiempo, porque la medicación ralentizaba hasta tal punto el funcionamiento de mis neuronas que tenía que hacer un tremendo esfuerzo para saber lo que me estaban diciendo y aún más para saber lo que yo quería responder y cómo hacerlo. Entiendo que quienes jamás han tomado medicación para la depresión, antipsicóticos, antidepresivos, o lo que sea, no pueden hacerse una idea de cómo queda tu mente, pura fosfatina. De ahí la fama que tenemos los enfermos mentales de no enterarnos de nada de lo que se nos dice, de pasarnos minutos y minutos en Babia, y luego contestar con cualquier tontería, si es que la lengua no se convierte en un estropajo ininteligible. Si alguien tomara nuestra medicación se daría perfecta cuenta de que no se puede pensar, sentir o hablar con esa medicación y nos comprendería mejor. Pero no es cuestión de medicar a todo el mundo para que se nos entienda. Con que se diga y se explique creo que se puede comprender.

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Cuando logré procesar la información, tuve que plantearme el tomar una decisión, lo que me llevó más tiempo. Aquel hombre era paciente porque ya llevaba varios días allí, nos conocía y también sabía que tiempo, lo que se dice tiempo, era lo único que sobraba en aquel limitado universo. En otras circunstancias yo hubiera tardado unos segundos en analizar su propuesta, en pesar los prós y los contras y tomar una decisión, pero tal como estaba debió llevarme mucho más tiempo, un tiempo aprovechado para seguir la ruta del colesterol…¡Uy qué digo! El circuito de los locos. Me siguió por el pasillo, intentando no caminar muy deprisa porque yo iba tan lento que una tortuga me pillaría, me sobrepasaría y aún sería capaz de sacarme una vuelta.

Mi razonamiento fue más o menos el siguiente: Escucharle y entenderle me supone un terrible esfuerzo, mejor estar sentado y dormido… pero viene el celador y se cabrea conmigo, ergo mejor hablar con este hombre que sentarme y dormirme. No sé si podré contestarle, al menos con un poco de sentido, que se me entienda. Vale, pero si está aquí seguro que no está mucho mejor que yo, y también estará medicado, con lo que comprenderá mis silencios y el esfuerzo que me supone, y con un poco de comprensión mutua seguro que nos entendemos, aunque nos lleve su tiempo. Por otro lado parece un hombre agradable, inteligente, tal vez culto, aunque eso es difícil de encontrar, en estos tiempos y en todos los tiempos. Tal vez podamos hablar de literatura o de cine o de cualquier otra cosa interesante. Sí, cierto que tengo miedo, pánico, a hablar, con alguien, con cualquiera (la fobia social ya estaba latente allí, pero yo no lo sabía) pero la alternativa es quedarme dormido en cualquier parte y que el celador, sobre todo el pequeño, porque el grande parece más bondadoso, me pueda dar un par de bofetadas, o de “ostias” y me quedo con ellas. Así pues, mejor será hablar con este hombre. Mejor será decir sí, que no.

Como me diría aquel hombre más tarde, yo era un joven con las ideas muy claras, con mucha lucidez. De lo que me hubiera reído de haber podido, porque si con aquella medicación era capaz de encontrar una idea en mi cabeza, la hubiera cuidado como a una querida mascota. Le llamo “hombre” porque no recuerdo su nombre. Recuerdo otros nombres, es cierto, pero es que conviví durante más tiempo con ellos, y sobre todo porque una vez me dijo que era piloto de Iberia, ya solo le conocería por aquel apelativo.

Para quienes nunca han estado en un centro psiquiátrico les podría decir que una conversación dentro de aquellos muros se parece a la que podrían mantener unos “locos” dentro de un tren que no va a parte alguna, que da vueltas y más vueltas al planeta Tierra, sin ver nada, porque las ventanas están herméticamente cerradas con persianas metálicas. Como sucedía en los viajes largos, cuando no existía el teléfono móvil, o el ordenador portátil, o el hilo musical, o el diminuto monitor donde puedes ver una película cualquiera, uno acaba mostrándose receptivo a los intentos de conversación de las personas más próximas. El tema y tipo de conversación dependerá mucho de los interlocutores, algunos teníamos tendencia a contarlo todo, pensando que ya no volveríamos a ver a los receptores de nuestras confidencias. Otros, más vergonzosos y sensibles al qué dirán, se limitaban a hablar del tiempo, algo de lo que no se puede hablar en un psiquiátrico porque allí no sabes si hace sol o llueve, salvo que tengas permiso para salir al patio, y yo no lo tenía.

En estas condiciones precarias uno está más dispuesto a hablar de cosas íntimas, hasta de secretos, siempre que la otra persona te comprenda o parezca comprenderte, que en otros momentos y circunstancias de la vida. No es de extrañar que me hablara de su profesión, y yo seguramente le hablara de la mía. Aquel dato era para mí muy importante. Porque ser piloto, de Iberia o de cualquier otra compañía, suponía que era un hombre inteligente, que seguramente había estudiado una o varias carreras universitarias, que había estudiado mucho, pasado muchos exámenes y alcanzado un estatus profesional y social de primera. Eso sin tener en cuenta el sueldazo que debía de ganar. Ni lo podía imaginar. Seguramente tendría una casa o chalet en una urbanización de alto standing, su vida sería tan fantástica como la de un millonario, solo que él tenía que trabajar y a cambio recibía un sueldo todos los meses. Por lo demás en poco se debía diferenciar su vida de la de un millonario. Un jovencito como yo aún sabía poco de la vida, por lo que la tendencia a fantasear y a hinchar globitos tenía que ser muy fuerte. A pesar de la hibernación a que estaba sometida mi mente, la fantasía seguía funcionando bastante bien, para todo, no solo para el erotismo que era una de mis grandes debilidades y lo sería siempre. Por eso al conjuro mágico de esta palabra “piloto de Iberia” mi mente se debió de liberar de todas sus ataduras y se lanzó por el espacio sideral, buscando otras formas de vivir, mucho más satisfactorias que la mía.

El siguiente paso no pudo ser otro que preguntarle por su enfermedad. Seguro que la depresión debió de estar a la cola en mi lista de enfermedades posibles, porque como ya he dicho yo era un jovencito, casi recién diagnosticado como enfermo mental, y sabía de la depresión y de otras enfermedades lo justo y creo que ni eso. Para mí era mucho más lógico pensar que tal vez se tratara de un alcohólico, como mi amigo A… o como aquel otro que fuera compañero de habitación en el segundo psiquiátrico que pisaron mis alados pies, justo a los diez días de haber sido internado en el psiquiátrico de mi localidad por intento de suicidio. Un piloto de Iberia bien podría beberse una botella de bourbon de Kentacky, de veinte o treinta años, y si no tenía mucho cuidado acabar en el alcoholismo. O tal vez se tratara de un esquizofrénico, aunque no tenía pinta de ello. Lo que menos me esperaba es que se tratara de un “simple” depresivo. Con ese trabajo, ese sueldo, esa vida, seguramente con una hermosa mujer, unos niños rubios y maravillosos (él tenía el pelo más bien rubio que de otro color), la depresión no tenía mucho sentido. ¿Por qué iba a deprimirse? ¿No lo tenía todo? Esa era la frase que escucharía mucho en aquella época. La depresión solo se entendía si el que la sufría había sido machacado por la vida con alguna tragedia infernal, o sometido a las pruebas del santo Job por un Dios incomprensible o por las fuerzas poderosas de las que yo aún no había oído hablar en aquel tiempo. Sin duda aquella era la frase mágica de quienes no sabían nada de enfermedad mental y pensaban que una depresión era como una anemia, que la pillas si no te alimentas bien. ¿Acaso no tienes un trabajo para toda la vida? ¿Acaso no eres joven y con toda la vida por delante? ¿Acaso no vas a encontrar una buena mujer con la que te casarás y formarás una linda familia, tendrás hijos y disfrutarás de una vida placentera que para sí quisieran otros? Eso es lo que tenía que escuchar cuando alguien se enteraba de mis depresiones, intentos de suicidio, estancias en psiquiátricos. La depresión era la anemia que uno pilla cuando no come bien, y punto. En el caso de un piloto de Iberia era aún más difícil de entender, porque se suponía que él comía mejor que el resto de trabajadores del mundo mundial.

Continuará.

ALONSO VEGA





RELATOS DEL OTRO LADO Y VI

20 05 2017

UN ENFERMO BIPOLAR Y VI

Mi vida como enfermo mental está repleta de recuerdos ridículos, patéticos, pero éste supera a muchos. Cuando pienso en ello y en las razones que me llevaron a una conducta tan estúpida y sin sentido no puedo por menos de recordar la desesperación que me ha acompañado a lo largo de toda mi existencia desde aquel momento terrible en que mi vida pendió de un hilo, en el que alguien que se creía casi omnipotente, decidió jugar conmigo, como una especie de cruz en la doble cara divina, una especie de dios malvado que juega a los dados, algo que no haría el dios einsteniano.

Debo remontarme años atrás. Acababa de salir del despacho del doctor… donde éste me había anunciado que yo le había decepcionado profundamente. Le había suplicado, casi de rodillas, que me dejara salir a Madrid. Necesitaba sentirme libre, aunque fuera por unas pocas horas. El había confiado en mí, haciendo un gran esfuerzo, porque yo no me merecía aquella confianza. ¿Y cómo le pagaba? Ni siquiera me lo había pensado, había ido directamente a la boca de metro más cercana y allí me arrojé de cabeza al primer tren que pasó. Estaba vivo de milagro, pero eso no era lo peor, lo peor era que había decepcionado su confianza en mí. De haber muerto él se habría sentido culpable el resto de su vida y aunque nadie le hubiera pedido responsabilidades por aquel error su carrera habría quedado seriamente dañada.

Me había tratado como a un hijo y yo le respondí como una bestia sin entrañas, haciéndole el mayor daño posible, un daño inimaginable. Merecía quedarme allí internado el resto de mi vida, encerrado para siempre. Incluso ese castigo era poco para mi gran pecado. Sí, lo iba a hacer. No, no cambiaría de opinión por mucho que yo le suplicara, ya no creía en mí, era peor que una bestia.

A pesar de toda la medicación que llevaba encima la rebeldía que sentí, el odio feroz hacia aquel doctor omnipotente y hacia toda la especie humana, fueron superiores al atontamiento de la mente y la catalepsia del cuerpo. En medio de un comedor vacío apreté los puños hasta clavarme las uñas en la piel, rechiné los dientes, alcé la cabeza al techo, buscando a Dios y maldije a todo y a todos, maldije a la vida, a los seres humanos, al mismísimo Dios. Y juré que aunque pasara allí el resto de mis días, nunca perdería la dignidad como ser humano, podían encarcelar mi cuerpo, pero mi mente era libre, mi consciencia era dueña y señora y nadie podría nunca esclavizarla.

Cuando analizo la causa profunda de mis muchas conductas patológicas, la raíz de ciertos comportamientos inexplicables, me encuentro siempre con este momento. Es algo que permanece siempre ahí, escondido en el fondo de mi mente, aunque ni siquiera lo recuerde, sigue acechando, como un reptil maligno y venenoso, dispuesto a terminar con la especie humana si eso fuera posible. Estaba harto de disimular, de clavar la mirada en cualquier sitio, para intentar ocultar aquel impulso maligno. Como un demonio de pacotilla decidí que mirar fijamente los pechos de la doctora, imaginando lo que había bajo la ropa, desnudando su cuerpo con mi mente, era un acto propio de un demonio que había decidido dejar de luchar contra su naturaleza y pasarse el resto de su existencia siendo malo, tan malo que el propio Dios debería intervenir para terminar con su existencia.

La entereza de aquella mujer puso de manifiesto lo ridículo de mi conducta. Se limitó a hacerme ver lo que estaba haciendo, a preguntarme si le gustaban sus pechos y a decirme que mi comportamiento era inaceptable, propio de un hombre grosero y maleducado. Pocas veces en mi vida de enfermo mental me he sentido tan idiota. Por eso cuando se habla de enfermos que son capaces de las mayores atrocidades, incluso de matar casi sin parpadear, recuerdo aquel momento y me digo que si incluso alguien como yo, un suicida desesperado, alguien que no tiene nada que perder, que ha sido amenazado con pasar toda su vida encerrado en un frenopático, que ha lanzado una espantosa maldición sobre todo bicho viviente, a lo más que llega cuando quiere ser malo es a mirar los pechos de una mujer como si estuviera en toplés, entonces los enfermos que matan tienen que haber pasado todas las barreras imaginables, tienen que haber sido malas personas antes de ser enfermos. Cuando alguien decide matar cruza la línea roja de la consciencia, renuncia a toda empatía, decide pasar al otro lado del abismo que separa el bien del mal. Incluso en un estado de absoluta pérdida de control el ser humano sigue siendo libre. Yo lo fui entonces, cuando pensé seriamente en matar a aquel doctor a la primera ocasión. Podría haber vuelto a su despacho, haberme lanzado contra él, haber puesto mis manos en su cuello y apretar sin compasión hasta percibir su último suspiro. Podría haberlo hecho… pero no lo hice.

Elegí permanecer encerrado de por vida antes que quitarle la vida a otro ser humano. Recuerdo que todo aquello pasó por mi cabeza en aquellos momentos, los más terribles de mi vida, porque si morir es duro, vivir encerrado en un frenopático hasta la muerte aún lo es más. Creo que de allí han nacido todas las conductas esperpénticas que he desarrollado a lo largo de mi vida como enfermo mental. Cualquier cosa es mejor que matar a otro ser humano. Creo que incluso si alguien intentara matar a un ser querido me costaría dar ese paso.

Cuando salí de aquel despacho me sentí tan humillado que tal vez, aunque me cueste creerlo, fuera la semilla que me llevaría a dar el paso definitivo, a dejar la medicación, la terapia y a luchar contra mi enfermedad a pecho descubierto, aceptando y asumiendo todos los riesgos, asumiendo una posible muerte por suicidio.

A lo largo de mis estancias en psiquiátricos he llegado a conocer a todo tipo de enfermos mentales, muy pocas veces alguno de ellos me dio la impresión de ser una mala persona, maligna, venenosa, infernal. Como yo mismo, la mayoría de ellos luchaban contra fuerzas inexplicables que les superaban, faltos de voluntad no eran capaces de dar un paso en la dirección correcta, aunque a cualquier persona normal le hubiera parecido lo más fácil del mundo. He hablado con depresivos para quienes la muerte era la única solución posible a sus problemas; con drogadictos que no podían imaginarse verse libres de esa esclavitud; con alcohólicos para quienes la posibilidad de encontrar una alternativa al alcohol cada vez que tenían que enfrentarse a sus problemas era algo inimaginable, un milagro, y ellos no creían en milagros; con ludópatas que parecían luchar a brazo partido con el destino, intentando doblarle la mano para que el dado mostrara la cara de la vida y no de la muerte; con mentes pilladas en un bucle eterno como trampa de un demonio infernal. No he podido hablar con viejos enfermos babeantes, de mirada extraviada, a quienes había que dar de comer a la boca y cambiarles los pañales, con enfermos sufriendo un brote psicótico o esquizofrénicos que me confundían con cualquier personaje histórico, no he podido hablar con la mayoría de aquellos enfermos que poblaban los corredores de mis días y las pesadillas de mis noches, pero aún así he decidido ponerme en su piel y narrar estas historias del otro lado, para que todo el mundo comprenda que aún en la muerte hay vida, que aún en el basurero crecen flores, que aún en lo que consideramos la noche oscura y absoluta de la consciencia aún hay una luz que se tambalea, buscando la salida.

Hablaré de aquel piloto de aviación, internado conmigo en un psiquiátrico, que luchaba a brazo partido con la depresión y no podía soportar pensar en que se podía quedar sin trabajo y su esposa y sus hijos le podían abandonar. Hablaré de aquel esquizofrénico perfectamente trajeado y encorbatado que me confundió con Julio-César y a quien sin querer provoqué una grave crisis al negar que yo fuera en efecto un personaje tan afín a mi propio nombre César-Antonio. Hablaré de aquel hombre maduro, alcohólico, con quien compartiera habitación en un psiquiátrico, en mis primeros pasos como enfermo mental. Hablaré de aquella mujer, funcionaria de prisiones, que no era capaz de superar el ambiente de trabajo y a quien su marido visitaba dándole mucho cariño, y que parecía tan normal que yo no entendía qué hacía allí, con todos nosotros. Hablaré de todos aquellos compañeros de reclusión frenopática que aún recuerdo y de aquellos que conocí en la vida civil, llamémosla así, y contaré más historias del otro lado, el lado oculto de la luna, el que nadie puede ver y no se atreve a imaginar.

Pero antes debo rematar esta historia que tanto me ha costado escribir y luego tomarme un respiro para iniciar la siguiente. Alguien pensará que no tiene el menor sentido recordar tanto dolor, bucear en un pasado que está muerto, intentar describirles a los demás el lado oculto de la luna, que no les interesa lo más mínimo y que ni siquiera quieren imaginar. Hay que rescatar todo dolor oculto, olvidado, enterrado en los cementerios, en las fosas comunes, en lo más profundo de las almas de las víctimas, en los sumideros de la vida, porque es este dolor el que abonará la nueva tierra donde se construirá la nueva Jerusalém espiritual. La oscuridad aborrece que el dolor salga a la luz, porque cada dolor de una vida es la antorcha que ilumina el camino del futuro. Los demonios de la maldad intentan ocultar el dolor que causan, el dolor de las víctimas, de sus seres queridos, el dolor de los niños emponzoñados por armas químicas, muertos en cualquier playa o costa, el dolor de los supervivientes de los bombardeos, de los atentados terroristas, el dolor que genera una sociedad injusta y demencial solo preocupada por lo material y los placeres hedonistas que buscan conseguir a cualquier precio. El dolor de las personas con enfermedad mental y sus familiares también debe ser rescatado, porque aunque parezca que en él nadie tiene la culpa, como en las catástrofes naturales, la sociedad también es culpable y todos debemos enjugar tantas lágrimas con las dosis necesarias de cariño. Porque en el juicio final, en el apocalipsis que se avecina, solo este dolor podrá ser utilizado para equilibrar la balanza de la justicia divina, de la justicia kármica, desequilibrada por tanta violencia gratuita y tanta maldad.

Cuando salí de aquel despacho, cuando mi esposa regresó a la soledad del hogar, yo me refugié en mi habitación, me encamé hasta que me obligaran a salir del cubil y allí rumié todo lo que había pasado, todo lo que me quedaba por hacer.

Mi hermano, el enfermo bipolar, sufrió un gran cambio a raíz del episodio que he narrado, y también, sin duda, debido a la medicación que iba produciendo su efecto. Al verle caminar apagado por los pasillos y entrar en mi habitación a paso de tortuga, después de llamar cortésmente a la puerta, nadie hubiera dicho que se trataba de la misma persona, el cambio era tan radical que me sentí anonadado, compungido y aún más deprimido de lo que estaba. Me pregunté cómo lo prefería y me dije que no tenía la menor duda, por muy incordión y pesado que fuera como huracán, ciclón o torbellino, era infinitamente mejor verlo así que como un zombi, decaído, alicaído, tan tristón que me recordó a Tristón, la famosa hiena de los dibujos animados que me gustaba ver en mi infancia. Me pregunté si eso era curar a un enfermo y me respondí que eso era hibernarle, sacarle de la circulación, convertirle en un vegetal, para que no incordiara, pero eso no era curar a nadie, que Dios me librara de ser curado de esa terrible forma.

Y allí fue donde comenzó a incubarse mi rebeldía y donde comencé a rumiar la decisión que cambiaría mi vida. Los días que siguieron fueron muy tristes, por suerte me dieron pronto el alta. Mi hermano bipolar me pidió las señas al despedirme de él y me escribió durante un tiempo, luego dejó de hacerlo o yo dejé de contestarle porque volvía a estar mal o puede que ambas cosas a la vez. No volví a saber de él. Con el tiempo conocería a más hermanos bipolares y todos me parecieron clavados, puede que con los ciclos más cortos o más largos, más histriónicos o menos, pero todos igualmente sometidos a esa espantosa oscilación que supone la montaña rusa del ánimo en un enfermo bipolar. Puede que yo mismo sea un enfermo bipolar o tenga algo de bipolar, de acuerdo a las nuevas etiquetas que se confeccionaron después de que fuera diagnosticado por primera vez. De ser así mis ciclos son muy irregulares, largos periodos depresivos y otros en los que me siento eufórico, pasado de revoluciones, agresivo, despectivo, cínico, delirante, el rey del mambo. Pero estos periodos suelen ser mucho más cortos, porque basta un episodio de mala suerte, no ya dramático, una pequeña bronca, un traspié en cualquier terreno para que la euforia se transforme en una profunda depresión y el rey del mambo se convierta en un “Ceniciento” que trata de escapar por la chimenea. No hay derecho a que algunas personas pasen por esos ciclos infernales, incapaces de encontrar un mínimo equilibrio en alguna parte, pero hasta ahora no se ha descubierto ese clic que apaga o enciende una bombillita en el cerebro del enfermo bipolar. La medicación no deja de ser otra cosa que curar una gripe a puñetazos, encontrar la medicación perfecta y equilibrada para el enfermo bipolar es como buscar la piedra filosofal que lo transmuta todo, nunca se acaba encontrando.

Aquel sería mi último internamiento, Carmen sería la última psiquiatra que me trataría, faltaba ya muy poco para que diera el paso feroz y definitivo de abandonar la medicación, las terapias, para decidir que prefería sufrir sin anestesia que pasarme la vida anestesiado, que prefería morir de pie que vivir de rodillas. Sería una etapa terrible, pero mil veces preferida a mi etapa como vegetal ambulante.

En el próximo episodio retrocederé en el tiempo, hasta aquel internamiento eterno e infernal en el psiquiátrico Alonso Vega de Madrid. Tenía yo unos veintidós o veintitrés años y no era mi primer internamiento, antes había estado en el psiquiátrico Santa Isabel de León y en el de San Juan de Dios, en Palencia. Allí conocería al esquizofrénico que me confundió con Julio-Cesar o Napoleón, ya no lo recuerdo, y al piloto de Iberia que había caído en una terrible depresión cuando lo tenía todo, un maravilloso trabajo muy bien remunerado, una bella y maravillosa mujer, unos hijos muy cariñosos, una buena casa, una buena vida, y sin embargo la enfermedad mental no le respetó, como no respeta a nadie. También conocería a mi buen amigo…un alcohólico que me invitaría al salir a su piso, con el que conviviría casi tres años y al que vería morir de cirrosis hepática a los treinta y tres años. Su historia la cuento aparte, en la serie “Algunas historias sórdidas”. Conocería al grupo de abueletes que vivían perpetuamente en el nirvana, con la baba cayendo de la comisura de sus bocas. El doctor que me trató seguramente habrá fallecido hace ya tiempo porque yo era muy joven y él un madurito, tal vez todo el personal haya fallecido o esté ya muy mayor, nadie me recordará y puede que hasta mi historia clínica se haya perdido. Con la llegada de la antipsiquiatría todo cambió y los enfermos salimos al asfalto con una mano delante y otra detrás, nos arrojaron desnudos al frío del invierno, sin una triste manta sobre nuestros hombros. Cada enfermo sobrevivió como pudo, aunque desde luego yo siempre preferiré la nueva etapa a aquella en la que te podían condenar a cadena perpetua en cualquier psiquiátrico y no podías esperar que un milagroso “habeas corpus” te sacara de allí.

Aún no sé si comenzaré este segundo episodio de Relatos del otro lado con el piloto de Iberia o con cualquier otro enfermo que me venga a la mente, superados los bloqueos para olvidar lo que siempre llamé “La etapa negra” de mi vida, o mi temporada en el infierno, recordando a Rimbaud. Si las personas que nos han despreciado y nos desprecian por nuestra condición de enfermos mentales supieran lo fácil que resulta caer en la enfermedad mental y acabar en un psiquiátrico, como yo, intentarían caernos simpáticos a cualquier precio, no fuera que les echáramos el mal de ojo. Esta serie de relatos del otro lado pretende tan solo mostrar a quienes nunca dieron un paso más allá de la línea, que al otro lado no hay monstruos, solo seres humanos como tú y como aquel, que habéis tenido la suerte de no conocer qué es la enfermedad mental, ni en vuestra propia piel ni en la de algún ser querido.

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RELATOS DEL OTRO LADO (UN ENFERMO BIPOLAR) V

19 02 2016

UN ENFERMO BIPOLAR V

Como narrador omnisciente puedo remontarme en el tiempo y comparar experiencias. Aquel fue mi primer contacto con un enfermo bipolar, ni siquiera conocía que existiera ese término. Las etiquetas en psiquiatría duran menos que una piruleta a la puerta de un colegio, según sople el viento sobre las cabezas de los grandes sabios en esta materia, hoy te puedes acostar siendo un bipolar y mañana, según las listas de la OMS (La organización mundial de la salud) te levantas padeciendo un trastorno biocinético compulsivo o el síndrome del “tonto-laba” o el que corresponda. No voy a ser muy sádico con ellos, les entiendo, los pobres se enfrentan a una enfermedad que no es visible, ni siquiera al microscopio electrónico (tal vez dentro de poco descubran qué parte del cerebro está dañada, los tiempos adelantan que es una barbaridad) y cuando no hay materia que palpar, que diseccionar, que echar en la probeta a que cuezca, todo el mundo anda desorientado.

Con el tiempo llegaría a conocer otros enfermos bipolares y debo decir que tal vez pueda estar distorsionando un poco los hechos, al fin y al cabo han pasado muchos años y solo me queda el recuerdo, aún así debo decir que un bipolar en fase alta o hipomaniaca no se diferencia en exceso de lo que estoy contando de este viejo amigo de desgracias con el que compartí un tiempo en la cárcel del alma o psiquiátrico. Como solíamos decir en mi juventud, a ese hay que echarle de comer aparte. En efecto a un bipolar en fase hipomaniaca hay que echarle de comer aparte, es decir que su ritmo nada tiene que ver con el nuestro. Por suerte para mí todos los bipolares que he ido conociendo con el tiempo han sido excelentes personas y buenos amigos, creo que es fácil ser amigo de un bipolar si tienes paciencia y sabes qué le pasa cuando se pone a ir de acá para allá. Ahora mismo entre mis mejores amigos están G. y L. No voy a dar más datos de L porque seguro que me va a leer, baste con decir que, en broma y muy afectuosamente, yo la llamo el ciclón de V. y no digo más. G. no es muy propenso a los periodos hipomaniacos, pero cuando entra en ellos también tiene su aquél, aunque no se mueva tanto como el ciclón de V.

No recuerdo cómo dormí aquella noche, pero imagino que muy bien, no en vano la medicación puede derrumbar a un caballo y hacer que se doblen sus cuatro patas. Al día siguiente, aunque bien pudiera ser el siguiente del siguiente – porque en un psiquiátrico no existe el tiempo y la memoria no da para tanto, aunque fueran menos los años transcurridos- tuve que pasar por la batería de preguntas que los psiquiatras llaman test y yo prefiero llamar “cómo no enterarse de nada haciendo muchas preguntas”. Sí, no voy a negar que quienes hicieron los test eran personas muy sabias, enjundiosas, meticulosas y por supuesto muy trapaceras, porque de otra manera serían incapaces de descubrir tu patología oculta ya que tratarías de enmascararla por todos los medios posibles, pero una persona es una persona, no una estadística, o un número matemático o un lapsus lingúe o un lapsus mentalis. A una persona se la conoce cuando te vinculas a ella afectivamente y decides que la mejor forma de conocerla es desnudar tu alma para que ella desnude la suya y así se pueda ir por la vida en plan nudista, sin los vestidos que ocultan todo, sobre todo nuestras vergüenzas.

Aquella sería la primera psiquiatra que no se mojó al diagnosticarme. En el informe que aún obra en mi poder se califica mi patología como trastorno de la personalidad indefinido. Mi primer diagnóstico fue “psicosis maniaco depresiva”, algo que me sonó muy fuerte, muy mal, porque yo había visto la película “Psicosis” del maestro, como todos ustedes. Luego me comentaron que en aquella época ponían esa etiqueta tan llamativa a lo que hoy sería un depresivo normal y corriente, con una depresión endógena de caballo o también se le podría equiparar a un bipolar, pongamos por caso. Todo iba bien hasta que hace unos días, buscando enfermos mentales para la serie de mi blog “locos egregios” o “locos famosos” (el primero es una copia descarada del libro de Vallejo Nájera) me encontré con Louis Althuser, un filósofo francés del que se habla en la biografía de Michael Foucault, el conocido filósofo francés, escrito por James Millar, que estoy leyendo ahora, lo mismo que alguna de las obras de este filósofo, homosexual confeso, con una vida extraña, que yo calificaría de enfermo mental y que acabó muriendo del SIDA tal vez por su forma de vivir, siempre al límite, con mucho riesgo. He comenzado a leer su historia de la locura, que me parece muy interesante, me he informado sobre Althuser, que al parecer llegó a ser su profesor en La escuela normal superior de Paris de la que tantas lumbreras salieron, y he descubierto que fue uno de esos enfermos mentales que dan miedo, terminó ahogando a su esposa, la tomó del cuello y apretó. Según me he informado existe una polémica respecto a si la asesinó y luego intentó salir irresponsable alegando locura o realmente fue uno de esos enfermos con patologías tan agudas y tan mal tratados y poco cuidados, sin una buena terapia, que terminan haciendo alguna auténtica locura en su delirio. Pues bien, al parecer Althuser fue diagnosticado en su momento, de eso hace ya muchos, muchos años, de psicosis maniaco depresiva.

No he podido evitar que mis pocos pelos se pusieran de punta. Si Althuser fue un psicótico maniaco depresivo y acabó matando a su mujer, yo, que fui diagnosticado de la misma patología, ¿debo considerar que soy un enfermo mental grave y debo tener mucho cuidadito con mis fantasías, imaginaciones e ideas tétricas? Sinceramente todo esto me parece una tomadura de pelo. Al parecer al maniaco depresivo ahora se le llama bipolar y desconozco si la psicosis maniaco depresiva ha sido borrada de la lista de la OMS de enfermedades mentales y sustituida por bipolar. No he querido liarme mirando en Google todos los cambios de etiqueta sufridos por las enfermedades mentales, por la cuenta que me trae.

Sí recuerdo bien que tras aquel episodio trágico, tragi-cómico, o como cada cual lo califique, mi amigo y hermano se sintió muy afectado y dejó de seguirme a todas partes, al menos durante un tiempo, aunque solo fueran unas horas. Tal vez  mi entrevista con la doctora fuera unos días después, como narrador omnisciente que soy he decidido situarlo justo a la mañana siguiente del episodio relatado en el capítulo anterior, aunque puede que no ocurriera así, la memoria nos juega malas pasadas, a veces buenas y a veces ni sabe ni contesta.

LA HERMOSA DOCTORA DE LOS TESTS

Recuerdo cómo me sentía, muy afectado por el episodio tantas veces ya repetido y machacado, recuerdo que estaba harto, saturado de mi estancia en aquél psiquiátrico, recuerdo que me juraba que nunca volvería a ingresar, ni allí ni en otra parte, que se iban a terminar para siempre las pastillas, la medicación, las conversaciones con los psiquiatras, los tests, que se iba a terminar todo, puede que no lo consiguiera y mi siguiente estancia sería en el cementerio, pero ya no podía soportarlo más, se estaba fraguando la decisión que me llevaría a romper con mi pasado y a convertirme en un enfermo mental nuevo, sin medicación, sin psiquiatras, sin estancias en psiquiátricos, un enfermo mental que se apoyaría exclusivamente en el yoga mental y en su fuerza de voluntad, en “mis santos huevos”, por decirlo mal y pronto, con esa forma de hablar tan faltona que reconozco he tenido muchas veces en mis crisis.

Con estos antecedentes entrar al despacho de la doctora para contestar a montones de preguntas, trescientas, cuatrocientas, mil, millones, trillones de preguntas, no era el mejor momento, no podía salir bien, como no salió. Mi memoria no es visual y entonces no existían los móviles para sacarle una foto a la doctora, y aunque hubieran existido me los habrían recogido al ingresar, como hacen ahora, por eso solo puedo basarme en la sensación, esa sensación que nunca me engaña cuando veo a una mujer hermosa. Creo recordar que debí echarle unos treintaytantos, no creo que llegara a los cuarenta. No puedo recordar a estas alturas si era rubia o morena, tal vez teñida. Sí recuerdo el detalle de que su melena era media melena, es decir no le llegaba a los hombros. También recuerdo que su cara me pareció muy hermosa, de rasgos suaves, no diría que angelical pero sí sensual. Pero sobre todo lo que llamó mi atención fueron sus pechos, hermosos, rotundos, perfectos, llamativos, turgiendo desde un jersey, tal vez de cachemir, muy ajustado.

No recordaría su nombre si no apareciera en el informe. Se llamaba Carmen y me gustó tanto que no pude controlarme. Para que los lectores tuvieran una idea cabal de lo que para mí significaban los pechos de las señoras en aquel momento de mi vida personal y como enfermo mental, tendría que remontarme a otros momentos  que relataré en el Gran secreto de mi diario de un enfermo mental. Que a un hombre le gusten los pechos femeninos no es un delito… al menos que yo sepa, que eso no le impida ser discreto, es lo normal; que algunos hombres, tal vez más de los que acepten reconocerlo, acostumbren a desnudar mentalmente a la mujer que acaban de conocer, que están conociendo, no deja de ser un efecto bastante natural de la libido, la lujuria, el deseo carnal, o como quieran llamarlo. Que esto suene a machismo del malo en estos tiempos, es posible, aunque si uno disimula, es discreto, y la mujer no lo nota en exceso, podría ser perfectamente aceptable. Pues bien, conductas que en personas normales son naturales y perfectamente aceptadas, en un loco son un signo más de su locura, porque uno de los más graves problemas que tenemos los locos es que disimulamos mal, somos pésimos hipócritas, malísimos sepulcros blanqueados, nos descontrolamos y se nos nota todo, absolutamente todo.

Recuerdo que una de las primeras ocasiones en las que utilicé mi deseo carnal por los pechos femeninos como un arma arrojadiza, como una piedra tirada a la cabeza de la otra persona, fue tras una terrible discusión con mi madre. Recuerdo muy bien que ella quiso que habláramos y me llevó hasta el saloncito cutre de nuestro piso de alquiler, cutre, sucio, viejo y poca cosa. Allí me pidió que me sentara en el sofá y se puso muy seria, como fuera una ocasión solemne, casi trágica. Quería pedirme que renunciara a casarme con mi novia, con la que luego sería mi esposa, con la que luego sería mi “ex esposa”. Las razones alegadas eran terminantes para ella, era una mujer divorciada, tenía un hijo… y además era enfermera, algo así como la profesión ideal para que una mujer de aquella época fuera considerada ligera de cascos. Para mi madre casarse con una divorciada era un pecado gravísimo, para quienes se sorprendan ahora, que recuerden ciertas manifestaciones en los medios de comunicación, de obispos o del mismo Papa respecto a los divorciados. Ya no serán excomulgados (¡loado sea Dios!). En aquella época, recién salidos del franquismo, en plena transición, recién aprobada la ley del divorcio, las separadas y divorciadas eran anatemizadas socialmente, eran consideradas más putas que las gallinas, digámoslo así, en lenguaje vulgar, coloquial, obsceno, en un lenguaje que hace vomitar pero que se empleaba antes y se emplea ahora. Una separada o divorciada era lo peor de lo peor, la creme de la creme de aquella época. Porque los hombres separados o divorciados, y más si eran unos don juanes, si se “tiraban a todo lo que se moviera”, si tenían amantes y todas estaban muy buenas… entonces eso era otra cosa, muy diferente…¡ya lo creo!

Pues bien, para mi madre era inaceptable que yo, un joven educado en un colegio religioso, que en su tiempo fue para fraile y sacerdote, ahora le dijera que le importaba un pito que alguien estuviera divorciado o no, yo había dejado de lado mis creencias religiosas católicas y andaba en coqueteos con el esoterismo, los rosacruces, el budismo, el zen y un montón de cosas más. Que no, madre, que no, que para mí el que ella esté divorciada no significa nada, no es importante, yo la amo, estoy enamorado de ella y punto. De punto nada, no quiero que te cases con una divorciada, ¡qué van a decir en el pueblo, qué va a decir el resto de la familia! Y punto. Además tiene un hijo que no es tuyo. Que ya lo sé madre, que no me importa, que le querré como a un hijo, que para mí la sangre no es más que sangre, lo que cuenta es el afecto. Se echó a llorar, no podía soportar la tensión. ¡Tanto como hice por ti! Me recordó el sacrificio que les supuso dejarme ir interno al colegio religioso, y cuando estuve a punto de morir de anemia, los filetes de hígado que me compraba y el ponche con jerez y… Yo estaba ya muy harto, hartísimo, pero cuando me dijo que se habían informado de la vecina, que trabajaba en el hospital como costurera y que según ella había escuchado, no solo a sus compañeras, sino al parecer a ella, comentar cosas sobre sexo y cómo muchas se acostaban con médicos y aquello parecía, según ella, la costurera, Sodoma y Gomorra, la depravación más grande que jamás se viera, y por lo tanto no podía casarme con una mujer que me iba a poner los cuernos siempre que quisiera, a mí que era un pazguato, un tonto, buena persona, eso sí, pero tonto hasta decir basta, no se atrevió a llamarme loco porque sabía de mis cóleras. Según le dije hacía más caso a una vecina cotilla, costurera en un hospital, solterona avinagrada y demás que yo sabía porque la conocía, que a su hijo que llevaba tiempo con una mujer a la que quería, con la que había hablado mucho y que no era tan tonto, como ella pensaba, como para no darse cuenta de que era una maravillosa mujer, una buena persona, que había sufrido mucho, que intentaba salir adelante en una sociedad gazmoña, estúpida, recién salida del franquismo, donde la religión le salía a uno por las orejas, una religión sin sentido, dogmática, dictatorial. Que nada de lo que ella me dijera me importaba, que no iba a hacer caso a una mierdecilla de persona, a una vecina cotilla, solterona, avinagrada. Que ya estaba bien de tonterías, que yo no pensaba como ella, como ellos, que yo era un hombre culto, inteligente, que me dejara en paz con esas monsergas.

Pero no me dejó, insistió y terminé por perder los estribos. Para evitar darle un sopapo, algo imperdonable (incluso en una persona que intentaba chantajearme con su condición de madre para que renunciara al amor de mi vida, para renunciar a todo, solo por el qué dirán de cuatro payasos en el pueblo, del resto de la familia, personas con poca cultura, de pueblo, que vivían la religión como una costumbre ancestral que era preciso respetar a cualquier precio) hice algo que sería muy largo de explicar, por eso lo dejo para el Gran secreto de mi diario. Miré sus pechos como si estuviera en toplés, como si en lugar de ser mi madre fuera una desconocida, la vecina. Era rabia no lujuria, era cólera brutal, no deseo. La desconcerté por completo, no se lo podía creer, finalmente, cuando se lo creyó, se echó a reír, era una risa malvada, de bruja, era algo espantoso, como si en lugar de tratarse de mi madre fuera una bruja del bosque del cuento de hadas, del tonto de capirote y la bruja malvada. Finalmente se calmó, nos calmamos, insistió por última vez. ¿No vas a dejarla? No, y si insistes, si me pones entre la espada y la pared, si me obligas a elegir entre ella y tú, que sepas que la elegiré a ella, no tengo la menor duda.

Sigo estando orgulloso de mí, de lo que hice. A pesar de ser un enfermo mental, a pesar de estar ya en la etapa del loco de León, a pesar del pánico que sentía a perder los estribos, de montar en cólera, tuve la frialdad de actuar como actué, de utilizar la herramienta de los pechos para tirarle a la cara que nunca, jamás, le haría caso. Me costó Dios y ayuda, me desgarré por dentro, pero lo tenía claro, siempre lo he tenido claro, aún ahora, divorciado y solo, aunque supiera que la vida me hubiera ido mejor de no haberme casado con ella, lo habría hecho sin dudar.

No es de extrañar que ahora, enfrentado a Carmen, a la doctora, que deseaba hacerme una batería de tests para diagnosticar mi enfermedad mental, me dejara llevar también por esa conducta, que nadie jamás ha comprendido pero que yo sigo comprendiendo muy bien, y utilizara los pechos de Carmen como un instrumento para hacer daño, como una pedrada en la cabeza. Sabía que si decía “NO” me retendrían más tiempo, me aumentarían la medicación, tal vez me ataran con correas. Quienes no han vivido nunca una experiencia de este tipo en un psiquiátrico no pueden saber lo que se puede llegar a hacer para evitarlas, mentir, manipular, engañar, decir verdades a medias, perder la dignidad… Todo sirve para alcanzar el objetivo de librarse de una reclusión mayor a muerte en un centro psiquiátrico. Además los pechos de Carmen eran preciosos, rotundos, llamativos, una delicia. Mataré dos pájaros de un tiro, me dije, dejaré bien claro que sus tests me parecen una mierda, que lo hago por lo que lo hago, porque no tengo otro remedio, y al mismo tiempo disfrutaré de esa delicia que me está volviendo loco.

Pero aquella era una mujer de carácter, de armas tomar, no se dejaría impresionar por un loco de tres al cuarto que pretendía amedrentarla.

Continuará.





RELATOS DEL OTRO LADO III (UN ENFERMO BIPOLAR III)

16 01 2015

EL ENFERMO BIPOLAR III

Si la enfermedad mental fuera un dolor físico el enfermo podría fácilmente calibrar el grado de efectividad de un medicamento, bastaría con calcular cuánto ha disminuido el dolor desde la ingestión del medicamento y el tiempo que ha tardado en hacer efecto para deducir que el medicamento es bueno, regular, malo o totalmente ineficaz. También podría calcular el tiempo que dura el efecto por el regreso del dolor. Una determinada dosis de morfina me ha permitido pasar una buena mañana, pero después de comer el dolor comienza a dar la lata, podría pensar un enfermo físico.

Los enfermos mentales no solo tenemos que enfrentarnos a una enfermedad invisible, en la que nadie cree realmente (aunque los terapeutas hacen como si se lo creyeran, porque les va en ello su profesión y ganarse o no la vida), no solo tenemos que disimular y mentir sobre nuestras dolencias, para que no nos miren mal, sino que incluso somos incapaces de calcular los efectos de la medicación que recibimos y nos vemos obligados a aceptar la palabra sacrosanta del psiquiatra o terapeuta de turno. Cuando yo comentaba en la consulta que la medicación era muy fuerte y que me estaba convirtiendo en un vegetal, sin posibilidad de pensar, de sentir, de moverme, de hacer nada, siempre escuchaba la misma respuesta: te estás sugestionando, estos medicamentos han sido ampliamente probados y testados y se conocen sus efectos, y la dosis que te he dado es la adecuada a la intensidad de tu patología.

Hubo momentos en los que incluso llegué a plantearme si yo no sería un tipo muy raro, puesto que una simple pastillita hacía que me cayera de sueño por los pasillos, que no pudiera pensar con claridad, que tuviera una sensibilidad emocional tan acusada que una simple frase, la más inocua, me hundía en la miseria. El psiquiatra tenía razón, por supuesto, yo estaba tan mal que ni siquiera era capaz de calibrar los efectos de una medicación. Él sí, por supuesto, él se medicaba como yo, él conocía todo el proceso de su fabricación y sus efectos en cobayas y ratones de laboratorio, el sabía muy bien los márgenes de error y las estadísticas y … la madre que lo parió. ¡Cómo iba a saber él mejor que yo los efectos del medicamento en mi cuerpo y en mi cerebro!
Toda la etapa durante la que tomé medicación, que fueron muchos años, la consumí, en gran parte, peleando con el psiquiatra de turno sobre si la medicación era o no equilibrada, si no sería mejor suicidarme que pasarme el resto de mi vida como un vegetal. No sé cómo ven este tema el resto de enfermos, ni conozco cómo han podido evolucionar los medicamentos actuales, psicóticos, antidepresivos y el resto de la ralea, pero sí tengo claro que yo tuve que escoger, en un momento determinado de mi vida, si quería vivir, lo que se dice “vivir”, aunque fuera sufriendo las crisis de mi enfermedad a flor de piel, aunque fuera sintiéndome el ser humano más desgraciado del planeta, o dejar pasar los años como un vegetal que ni siente ni padece, pero que tampoco vive. Es cierto que mi decisión tuvo éxito porque ya llevaba muchos años trabajando con el yoga mental y cuando dejé la medicación no estuve indefenso frente a las crisis. Es cierto que cuando uno tiene el apoyo de una familia, de los seres queridos, todo es más fácil. Es cierto que yo tenía un trabajo que había conservado con muchas dificultades y es cierto que soy muy cabezón, muy testarudo, un cabeza cuadrada que cuando se le mete algo entre ceja y ceja no “ceja” hasta conseguirlo. No se me ocurriría aconsejar a ningún enfermo mental que dejara la medicación y la terapia. Yo tuve que simultanearlas con el yoga mental durante más de dos décadas. No se puede hacer una relajación hoy y mañana creer que se puede abandonar la medicación, eso sería un suicidio. Durante mi etapa en el Alonso Vega de Madrid llegué a intentarlo lanzándome al metro en una estación, no recuerdo cuál, de la capital. No hubiera podido soportar la angustia que siguió a aquella experiencia sin una fuerte, fortísima medicación. No podemos escoger entre el bien y el mal, solo entre el menor de los males. Ya es algo.

Los medicamentos son para el cerebro de un enfermo mental como el flotador que encuentras en un océano agitado por la tormenta. Porque los enfermos somos náufragos solitarios, agotados y desesperados, de pelear contra el oleaje mientras nadamos hacia costas inexploradas, remotas y tal vez inexistentes. Al principio, en cuanto puedes asirte al flotador, das las gracias al cielo por permitir que te aferres a un clavo-flotador, aunque sea un clavo ardiente. Durante unos minutos respiras y dejas que el oleaje te lleve a donde él quiera, porque ahora tienes un flotador y puedes mantener la cabeza fuera del agua, ya es algo. Pero pronto eres consciente de que un flotador no sirve casi de nada frente a una tormenta oceánica. Todo es frágil, muy frágil, tu autoestima, la paciencia de los demás, la generosidad de la sociedad en la que vives, tu propia mente, los vaivenes de esta mierda que te sucede y que tú llamas enfermedad y otros “tener mucho morro” o ser “un canalla y un manipulador”. El flotador de la medicación no va a impedir que percibas todo esto. Durante unos días estarás atontado, luego estarás un poco menos atontado y podrás caminar un poco, hablar, aunque con alguna dificultad, pensar, aunque sea a cámara lenta, te sugestionarás que tus emociones están controladas, que tu angustia ha disminuido, que la medicación es como un fuerte de soldados del séptimo de caballería, capaz de soportar un largo asedio de los indios.

Nada más incierto. Quien haya tomado medicación durante una larga temporada sabe que puede calmar tu crisis, hacer más o menos soportable la angustia,pero eso dura lo que dura y luego volvemos a las andadas. Si tienes problemas de conducta, si sufres una enfermedad del alma ninguna medicación te va a curar. La angustia persistirá, seguirás comportándote de forma errónea, serás incapaz de mantener unas relaciones interpersonales mínimas y afectivas que te permitan soportar el abismo de la soledad que siempre llevas contigo.

Yo agradecía que la medicación hubiera embotado mi mente, mi cuerpo y hasta mi alma, pese a los efectos secundarios tan terribles que padecía. Tu memoria se convierte en un colador, incapaz de retener ni una simple gota de agua. Tu memoria es tu personalidad, ahora lo sabes, ahora que se ha convertido en un colador repleto de agujeros que hasta habías olvidado que existiera tal colador. Tu cuerpo se transforma en una especie de montaña rusa que funciona por pura inercia. Eres una veleta a merced del viento, eres una llaga purulenta que no deja de supurar.

Así me sentía yo, incapaz de controlar mi cuerpo, impotente para bloquear cualquier pensamiento que decidiera pasar por mi cabeza y dominarme, cualquier sensación que me llegara a través de los sentidos. Estaba harto de mi nuevo amigo, de su insufrible vitalidad, de ese movimiento perpetuo, de ese hablar como una ametralladora disparando a los indios, de esa manía por agitarse constantemente, como si le aterrara parar un momento, callarse un instante. Era muy consciente de que él también era un náufrago en un océano encrespado, también sufría como yo, también necesitaba compañía para que la soledad no le agarrara del pescuezo y le ahogara. Le comprendía muy bien, casi podía ponerme en su piel y plantearme si era mejor aquella increíble agitación o mi condición de vegetal peripatético. ¡Pero por Dios, no puedes quedarte quieto un segundo, dejar de hablar, aunque sea un minuto!

Me obligaba a un esfuerzo terrible para seguir sus pasos, para que mis ojos pudieran saber en cada momento dónde estaba, para que mi mente supiera lo que me estaba diciendo. Incapaz de hablarle de mi estado y pedirle que me dejara en paz recurrí a aquella vieja manía compulsiva que tantos disgustos me había ocasionado y que nunca lograría quitarme de encima. A veces la mente delirante de un enfermo llega a extrañas conclusiones. Todos los enfermos mentales tenemos un serio problema de voluntad, de hecho sino lo tuviéramos no estaríamos enfermos. Enfermedad y voluntad no casan bien, son antitéticas. Un día me dije que si no era capaz de expresar verbalmente lo que quería, sino encontraba fuerzas para ser asertivo, para oponerme a las decisiones de los otros, sino podía defender mi personalidad de las sutiles asechanzas de mis semejantes, al menos les haría ver que no estaba conforme, y ello de la forma más sencilla, utilizando algo que no requiere tiempo ni voluntad, un acto reflejo. Me dije que si podía mirar de tal forma a una persona que no tuviera dudas de lo que estaba pensando y sintiendo, no pasaría por el tormento de buscar las palabras y luego intentar que salieran de mi boca. Con una mirada bastaría.

Es curiosa la fuerza que puede llegar a tener un delirio. La sugestión es una de las facultades más portentosas del ser humano y siempre, casi siempre, se utiliza mal, no para que nos convenzamos de que somos algo grande, hijos de Dios, espíritus de luz, sino para hundirnos más en la miseria. Nos sugestionamos de que somos basura, mierdecillas, y nos lo llegamos a creer. Años más tarde ese mismo pensamiento me vendría con una fuerza terrible a la cabeza, y desesperado por no poder enfrentarme con dignidad a un terrible acoso en el trabajo, e incapaz de abdicar de mi supuesta dignidad humana y marcharme, pedir un traslado, utilizaría ese automatismo en la mirada para defenderme de ellos, de los otros, de mis enemigos. Decidí que si miraba a la bragueta a los compañeros les estaría diciendo que no tenían c… para destruirme, que no lo lograrían nunca, que eran unos “castrati” unos eunucos, que lo que me estaban haciendo era lo más indigno que podía hacerle un ser humano a otro. Y en los momentos de intensa angustia, de absoluta desesperación mi truco funcionó. ¡Vaya si funcionó! Era incapaz de controlar semejante automatismo. Con las mujeres no podía funcionar, así que elegí otro automatismo, igualmente idiota. Me imaginaba sus pechos desnudos, las imaginaba en toplés, y mi portentosa imaginación, capaz de crear las historias de ficción más delirantes, pudo con la realidad. ¡Vaya si pudo! Era capaz de ver sus pechos desnudos. ¡Qué digo! De verlas desnudas ante mí. Cuando creía que una compañera estaba colaborando con el acoso, que su comportamiento era mezquino y repugnante, la miraba a los pechos y la sensación era tan real que casi resultaba mareante. En efecto, las estaba viendo en toplés.

Aquello fue una estupidez delirante. Solo me trajo más problemas. Ellos se reían y me llamaban maricón y ellas se enfadaban o su naturaleza maternal las llevaba a lanzarme miradas tan conmiserativas que me sentía una auténtica mierda. No solo eso, el automatismo se transformó en una manía obsesivo-compulsiva que no era capaz de controlar en los momentos de gran tensión. Mi heroico esfuerzo de voluntad solo me llevó a un comportamiento aún más extravagante, cuando iba a hacerlo, cuando iba a mirar la bragueta de un compañero o los pechos de una compañera, miraba para otra parte, mis ojos buscaban un asidero y era incapaz de mirar a quien me estaba hablando. En una ocasión, con un compañero nuevo, llegué a mirarme con tal fijeza la punta de los zapatos que éste comentó, con burla, si me había comprado zapatos nuevos. No fue la única ocasión. Caminaba por las calles mirándome los zapatos y cuando tenía que entrar a trabajar, por la puerta lateral, porque le resultaba imposible a mi fobia social entrar por la puerta principal, miraba el suelo con tal fijeza que hubiera perforado la Tierra y encontrado petróleo de haber sido supermán.

El acoso duró quince años y durante los últimos la angustia se transformó en fobia social, una fobia espantosa que casi me impedía salir de casa y me obligaba a sentarme en bancos públicos durante un tiempo indefinido, media hora, una hora, dos horas… Si tenía que acudir al trabajo a una hora concreta el esfuerzo era tan infernal que podía caminar kilómetros, durante el tiempo que fuera necesario, mirando al suelo. Tuve que ponerme en tratamiento. Mi esposa insistió. Fue su primer ultimatum.

En este momento, después de haber hecho una seria y profunda recapitulación de mi vida, muchos años después de los acontecimientos que estoy narrando, no puedo por menos de admirarme de que ella pudiera soportar algo así. Me veía mirar a los pechos de otras mujeres como si los tuvieran al aire y no decía nada. Tampoco dijo nada cuando una amiga me preguntó claramente si quería acostarme con ella. No puedo menos de admitir que su comportamiento fue heroico… aunque profundamente equivocado. A mí, semejante conducta, solo me decía que me consideraba tan loco que ni siquiera se sentía con fuerzas para hablar conmigo de lo que me estaba pasando. Al cabo de un tiempo lo hizo, pero fue porque yo insistí. ¡Qué error, qué inmenso error! Como dijo alguien cuando Adolfo Suarez fue nombrado presidente del gobierno. No se puede tratar a un enfermo mental como si se pensara que está completamente loco y que no tiene remedio. No se pueden admitir sus delirios y su conducta impropia por miedo a su reacción violenta o a hacerle más daño poniéndole delante un espejo. Es un inmenso error que a mí me hizo mucho daño.

Con el tiempo también sorprendería la conversación de dos compañeros que hablaban de mi manía y uno le decía al otro que no se me pasaría nunca, que no había remedio. Eso fue tras una terrible experiencia que me llevó al borde de la muerte y que cambió mi vida para siempre. Es curioso, pero cuánta razón tenía el maestro Jesús cuando dijo aquello de que no hay nada secreto que no haya de ser descubierto. Por pura casualidad, y con el tiempo, fui descubriendo lo que la gente pensaba realmente de mí. Su equivocada compasión les hacía comportarse conmigo como si estuviera loco de atar. No me decían lo que era evidente y luego yo tenía que descubrirles hablando de mí cuando creían que no estaba allí. Llegué a ocultarme en los servicios para sorprender estas conversaciones y descubrí que el ser humano es el animal más hipócrita del universo, también el más mezquino.

Viviría años con esta manía compulsiva y aún me sigue dando mucha guerra, muchísima. Tal vez fue entonces, frente a aquel hermano bipolar, cuando comenzara todo. Le miré la bragueta y mantuve la mirada. Él no se apercibió al principio, luego reflexionó y finalmente me miró con una mirada que lo decía todo. Me estaba diciendo que yo estaba incluso mucho peor que él. Y puede que fuera cierto o puede que no, si alguien ha descubierto un instrumento de precisión para medir la intensidad de una enfermedad mental, como se miden los terremotos, que me lo diga, me gustaría saber qué intensidad tengo en la escala Mercali o Richter o lo que sea.

O puede que aquel no fuera el comienzo, porque ahora, con la recapitulación, he recordado muchas cosas. Como cuando mi madre intentó coaccionarme para que no me casara con una divorciada. O ella o yo, me dijo. Y entonces, sí, entonces, la miré a los pechos, como si estuviera en toplés, y haciendo un terrible esfuerzo pude vocalizar. Si me obligas a elegir entre ella o yo, la elijo a ella. Aquello sucedió muchos años antes, de lo que deduzco que tal vez esa idea delirante ya me estuvo rondando incluso desde niño, cuando otros tiernos infantes me quitaban las canicas y yo era capaz de vocalizar una protesta, un insulto, de mandarles a la mierda.

¡Qué error, qué inmenso error por mi parte! Ha destrozado mi vida. Entonces aún no conocía al guerrero impecable y su filosofía, esa de que lo que cuenta en un guerrero son los actos, no lo que piensa, no lo que siente, no lo que dice, es lo que hace lo que marca a un guerrero. Y a mí me marcaron unos actos estúpidos. Creo que todo el mundo en España, e incluso en el mundo entero, supo de aquel extraño loco. Daba lo mismo a dónde viajara, me bastaba con dejarme llevar por la manía para que alguien reaccionara como si supiera quién era yo. Me pasó una vez en un camping de Santander y me ha seguido pasando durante todos estos años. Lo curioso es que nadie, absolutamente nadie, ha reaccionado bien. Nadie me ha llevado aparte y me ha dicho lo que debería decirme. Es como si pensaran que a un loco no se le puede decir nada, porque puede agarrar un cuchillo y estás muerto. ¡Vaya recua de majaderos! ¿Y estos son los cuerdos a los que yo debo besar la suela del zapato?

No sé cuándo empezó todo esto, puede que en alguna vida pasada. No tengo palabras para expresar el agradecimiento a mi “ex” esposa, que no mi “ex” amor. Pudo soportar esto durante años. Incluso el terapeuta que trató mi fobia social llegó a decirme que si ella me lo aguantaba era cosa suya pero que esa conducta era miserable. Bueno, no me lo dijo con estas palabras, pero me lo dijo. Quienes no hayan sufrido la absoluta impotencia, la absoluta falta de voluntad que les impide defender su dignidad de seres humanos no pueden saber hasta qué abismos delirantes, hasta qué abismos de degradación, hasta qué abismos de manipulación puede llegar un enfermo mental. Incluso hoy en día puedo permitirme el lujo de desnudar mentalmente a las señoras, eso sí, con discreción, y apenas recibir una mirada de rechazo o desprecio, muchas veces ni eso. Alguna vez alguien me llama maricón o alguna mujer me dice algo, no sé qué, porque aquí no hay c… ni ovarios, ni nada, para decirme las cosas a la cara. Tal vez se lo impida una falsa compasión o tal vez mis ímprobos y terribles esfuerzos les hagan conscientes de que se trata de una manía compulsiva y no de la conducta de un degenerado. Tal vez piensen, como casi todos, que lo mejor que puede hacer un enfermo mental es olvidar, intentar que el pasado no le arrastre al fondo, como si llevara una piedra de molino al cuello. No puedo por menos que admirar semejante generosidad y comprender con empatía que en realidad lo hacen porque me quieren. Pero permítanme que vuelva a repetirme: ¡Qué error, qué inmenso error!

Sé que no me creerán si les digo que preferiría mil veces que me apedrearan por las calles, que me llamaran maricón y degenerado, que me dieran palizas de muerte, que me encerraran en una cárcel o en un psiquiátrico y tiraran la llave, que me hicieran la vida imposible hasta obligarme a suicidarme. Prefiero mil veces la verdad a esta estúpida hipocresía, a esta mierda de mirar para otra parte. Les entiendo, juro que les entiendo, y aprecio en lo que vale su afecto, pero ese es uno de los más graves errores que se pueden cometer con un enfermo mental, y lo cometen muchos, casi todos, y con todos los enfermos mentales. Soy plenamente consciente de que si mi “ex” hubiera actuado de otra forma tal vez estuviera muerto, entonces no estaba preparado para ser un guerrero impecable. Por eso me defendí como pude, buscando mi supervivencia, mi meta nùmero uno en la vida, por eso reconozco haber sido un manipulador. Quería seguir vivo y traté por todos los medios de sobrevivir haciendo el menos daño posible. Lo reconozco, pido perdón por el daño pero no por mi instinto de supervivencia. Me hubiera gustado actuar de otra forma, pero entonces yo no era un guerrero.

Ahora lo soy y por eso hago lo que tengo que hacer, cuento lo que tengo que contar y no me importa nada, porque ya bailé bastantes veces mi danza con la muerte y no me importa bailarla una última y definitiva, pero antes quiero que esa danza sea espiritual, maravillosa, que la vea quien la tenga que ver, que todo el universo se quite el sombrero ante una mierda de partícula que danza como si el mismo Dios la estuviera viendo, porque en mí late una chispa divina, porque en mi interior habita el mismo Dios y porque aunque haya caído hasta el fondo del abismo más abisal y me haya emporcado con toda la mierda de las cloacas del universo, sigo siendo un ser divino y esa dignidad no me la va a quitar nadie, nadie, absolutamente nadie.

Hubo un tiempo en el que renuncié a ser lo que soy y a decir lo que pienso, porque tenía un amor que quería conservar, una hija que podía avergonzarse de su padre. Ya no tengo amor, ni tengo nada, absolutamente nada, solo me queda mi dureza diamantina de guerrero impecable. Eso es lo que soy y eso es lo que seré, y no me importa lo que suceda porque un guerrero se enfrenta a cada acto como si fuera su último acto sobre la Tierra, porque sabe que la muerte tiene su mano sobre su hombro izquierdo y le puede llevar cuando quiera, pero antes, antes, antes danzaré mi última danza sobre la Tierra, con todo el poder que he acumulado superando humillaciones, marginación, insultos, degradación, intentando sobrevivir como el bóvido que soy, escondiéndome de los depredadores, pastando la hierba de praderas resecas, dejando que mi mente se fugara hacia la lujuria y la venganza.

Y allí, en aquel escueto jardín, viendo un trozo mezquino de cielo en lo alto, intentando seguir el ritmo de un enfermo bipolar al que le miré la bragueta porque era incapaz de decirle “tío, déjalo ya, tómate un respiro”, y allí, en aquel momento idiota de mi vida, voy a dejar estos relatos del otro lado, porque he recapitulado el momento y recogido todo lo que dejé atrás. Aún me queda mucho que contar, mucho que los demás no querrán escuchar, porque los enfermos mentales deberíamos ponernos una mordaza y escondernos en las catacumbas, que nadie nos vea, que nadie sepa de nosotros. Que los cuerdos sigan tirando bombas y los terroristas lanzando ráfagas, que los corruptos oculten su dinero en Suiza, que los millonarios sigan con sus festines y con sus orgías, incluso con menores de edad, que todo el mundo haga lo que le de la real gana, porque aquí los únicos que debemos avergonzarnos somos los enfermos mentales, podredumbre entre la podredumbre, miseria entre la miseria, basura entre la basura. Que los cuerdos sigan danzando su danza de vida, su repugnante danza de su repugnante vida, porque nosotros danzaremos la última danza sobre la Tierra. Y los últimos serán los primeros, como dijo el maestro.

Y si hablar de lo que soy, de lo que siento, de lo que pienso, de mi pasado, molesta a alguien, que me llame manipulador y que un terrorista cuerdo me descerraje una ráfaga en la nuca, por la espalda, como actúan ellos, porque no me voy a callar, ya no me voy a callar. Y Milarepa, el buda riente, se lleva la mano a la boca y sonríe, porque él sí, él es el único que me comprende y que me quiere, a pesar de que conoce bien toda la miseria de mi vida. Milarepa, tío, esto va por ti, y gracias por todo.





RELATOS DEL OTRO LADO (El enfermo bipolar)

25 10 2014

UN ENFERMO BIPOLAR II

Los pasillos de un centro psiquiátrico son los pulmones, el gimnasio, el paseo y el lugar público de esta pequeña ciudad. Durante mis estancias en estos centros he pasado casi, o sin casi, más tiempo en los pasillos que en mi habitación. Tengo cierta experiencia al respecto, pero eso no me ayuda a escoger mi carril, el carril bici, digamos. Somos muchos los que paseamos por esta especie de pista de atletismo cubierta y sin marcar. Mientras que los atletas tienen sus calles marcadas y sus números correspondientes y salen todos a la vez cuando el juez correspondiente dispara al aire, en un centro psiquiátrico hay aglomeraciones en los pasillos a la hora de las comidas o de las visitas al psiquiatra de turno o en algunos acontecimientos impredecibles, pero normalmente cada uno “da su paseo” o corre tras algo (he visto a algunos enfermos batir el record del mundo de cincuenta kilómetros marcha) a la hora que le parece más conveniente. Como no hay mucho sitio donde estar y todos acabamos por aburrirnos de estar en los mismos sitios el caminar por los pasillos se convierte en algo parecido a la “ruta del colesterol”, tan de moda en nuestros pueblos ciudades, solo que la podríamos llamar “la ruta del enfermo mental”. En los pasillos he llegado a conocer y aprender más de los enfermos mentales que si hubiera sido psiquiatra y los hubiera frito a test.

Pero mientras camino no pienso en estas cosas. Se me ocurre que alguien ha debido meterme en un vídeo y dar a la cámara lenta, porque casi puedo contar el tiempo que tarda un pie en arrastrarse por el suelo y recorrer un pequeño espacio. Quienes no hayan estado sometidos nunca a medicación, atiborrados de antipsicóticos y antidepresivos y otros fármacos varios pueden llegar a pensar que exagero. Me gustaría que me hubieran visto durante mi juventud, cuando era joven y delgado y vital, arrastrarme por los pasillos de los psiquiátricos. La mente se dispersa, pierdes memoria, pierdes agilidad, lo pierdes casi todo. Lo único que tienes y no pierdes es el sueño, no un sueño natural, como cuando estás cansado y llevas muchas horas sin dormir, es un sueño artificial, extraño, te gustaría sentarte en cualquier parte y cerrar los ojos. Lo mejor que puedes hacer es dormir, porque incluso con la medicación te sientes más sensible, recibes más directamente ciertos estímulos, especialmente cuando te dicen algo que te molesta o son agresivos contigo. Es como si la medicación bloqueara las sinapsis cerebrales para ciertas cosas pero te dejara indefenso ante otras, como la angustia, como las miradas o las voces que te dirigen otros.

Me gustaría ir a mi cuarto y tumbarme, y seguir durmiendo la siesta y que no me despertaran hasta el día siguiente, mejor que no me despertaran nunca, pasar de la vida a la muerte a través del sueño. Ese ha sido siempre mi suicidio ideal. Aquí podría hacerlo, quiero decir, ir a mi cuarto y dormir, porque estoy en un centro privado y aquí no cierran las puertas para que no entres durante el día, pero te vigilan y si te ven demasiado tiempo en el cuarto, en la cama, te aguijonean un poco. Mi nuevo amigo, así le llamo porque no recuerdo su nombre –casi no recuerdo el mío- camina a mi lado sin dejar de hablar, es como la boca de una ametralladora a la que hubieran apretado el gatillo, no puede evitar que las balas salgan o revienta el cañón. Apenas consigo entenderle. Además sin darse cuenta se adelanta mucho y tiene que volverse y regresar al ver que yo voy a cámara lenta. El se mueve a cámara super-rápida y yo a cámara super-lenta. Seríamos el gordo y el flaco si los dos no estuviéramos un poco “fuertotes”.

Creo haberle entendido que es de Santander, que estudia en la universidad, no sé qué, puede que ingeniería –el tipo parece muy avispado- o derecho o economía, o lo que sea, bastante me importa ahora lo que estudian los demás, o lo que estudié yo, o lo que estudiarán nuestros nietos, mi mente está hibernada y espero que se despierte en el futuro, cuando con una pastillita te den la alegría y felicidad que necesitas, regulada según deseos y necesidades. Al parecer le han internado porque es un enfermo bipolar. Es la primera vez que oigo este término, o puede que lo haya escuchado antes, porque alguien ha debido decirme, creo, no estoy seguro, que ahora se dedican a etiquetar de nuevo todas las enfermedades mentales. Que al depresivo lo llaman bipolar y que a otros los llaman “border-line” o como se diga. No estoy para “tecnicismos”. Con el tiempo mi nuevo amigo llegará a decirme que yo soy un poco-bastante bipolar, que los síntomas son claros. Pero eso lo contaré en otro momento, porque ahora estoy muy cansado y necesito encontrar una silla.

Mi nuevo amigo me pregunta si quiero ir al patio. Es un lujo de esta clínica privada (algún día deberían privatizarnos a todos los enfermos mentales y mandarnos en una nave espacial a explorar el Cosmos) porque en los públicos solo sales cuando te dan el alta. Pero aquí también está cerrada la puerta. El busca al celador y cuando yo llego a la puerta me están esperando los dos. El está hablando con el celador, un hombre más bien joven y comprensivo. Cuando veo a mi bipolar hablar tan compulsivamente, moverse como si tuviera patines y gesticular tanto me imagino lo cansado que estaría yo si hiciera eso… Ya lo estoy, my God, qué cansado estoy.

El amable celador nos dice que cerrará la puerta y que si necesitamos algo que llamemos a los cristales. El sigue hablándome y yo consigo llegar a un banco de madera y sentarme. Miro los árboles, o tal vez sea el mismo árbol que miro varias veces sin recordarlo. El no se sienta. Bueno, lo intenta y se levanta como si tuviera un muelle en el cuelo. Y se pone a caminar alrededor del banco, y gesticula mucho, más que antes, porque ahora me está contando porqué lo encerraron aquí.

Al parecer le dio por sacar todo el dinero de su cuenta bancaria e irse de “putas”. Bueno, eso es exagerar mucho, porque en realidad no se acostó con ninguna. Las contrataba para que le escucharan y le hicieran compañía. Intento imaginarme la escena y casi me da la risa… si pudiera reírme. Lo he intentado muchas veces cuando estoy con medicación y nunca lo he conseguido, es como si no llegaran las órdenes del cerebro a las mandíbulas. También pienso en que soy escritor y que esa escena debería anotarla para algún relato. ¿De verdad que soy escritor? Casi no me acuerdo. Entonces tendré que mirar en la mesita de noche, a ver si tengo la libreta y el cuaderno. Es inútil, no me acordaré. Así que me centro en lo que me está contando y con gran esfuerzo le pregunto sobre algunos detalles que me interesan.

-¿Te acostaste con alguna?

-No. Dejé la medicación para poder hacerlo, pero luego no me apetecía. ¡Qué quieres que te diga, lo que más necesito es no estar solo!

-Una pena. Yo me hubiera acostado con todas, una orgía, de sacar y gastarse el dinero de la cuenta, por lo menos que sea en algo interesante, en algo que le guste a uno.

De pronto recuerdo que estoy casado y tengo una hija.¿Cómo he podido olvidarme? Me ocurrió cuando me dieron electroshock en mi primer internamiento. Entonces ni me acordaba de mi nombre, pero que me ocurra con esta medicación no es normal. Tendré que comentarlo con el psiquiatra… si me acuerdo.

A pesar del recuerdo sigo haciendo preguntas y refocilándome en la escena que intento recrear en mi mente. Le pregunto los días que estuvo de parranda y no recuerda muy bien cuántos fueron, tal vez tres o cuatro o cinco, o una semana. ¿Cuánto dinero tiene este tío? Intento preguntárselo, pero estoy molesto y cansado. Me levanto para estirar las piernas.
Continuará.





RELATOS DEL OTRO LADO (Conociendo al enfermo mental)

22 10 2014

NOTA INTRODUCTORIA A MODO DE PRÓLOGO

Dedico este relato a una buena amiga del Grupobuho, a quien seguramente Gregorio conoce y tal vez Mr. Bernie. No digo su nombre, ni su alias, porque los enfermos mentales debemos ser muy discretos en estas cosas. A mí ya no me importa que me encierren o que me premien con un rico plato de callos a la madrileña, regado con un Ribera del Duero, todo me da igual, ni fú, ni fá. Se acaba de poner en contacto conmigo para comentarme lo de su bipolaridad, que ya sabía porque tuvo el afectuoso detalle de decírmelo cuando yo escribí uno de mis espantosos relatos sobre la enfermedad mental. Me dice también que la mayoría de sus amigos son bipolares. Entre mis «discípulos» (me gusta gastarme esta broma, como si yo pudiera ser maestro de algo) del cursillo de yoga mental hay un bipolar por quien siento un gran afecto y que es todo lo contrario del personaje de este relato, basado en una persona real que conocí hace años en una clínica psiquiátrica privada. Es por eso que les pido que se anden con tiento a la hora de prejuzgar qué es la bipolaridad y cómo se comportan los enfermos bipolares. El personaje real de mi relato era una especie de ciclón, seguramente porque estaba en la fase activa, y en cambio «mi discípulo» parece moverse como yo me moví mientras intentaba arreglar mi transistor. Porque efectivamente el narrador soy yo, me encontraba internado allí y con mucha medicación. Lo que cuento está narrado en tono humorístico, exagerado, cínico, y el resto de adjetivos dejaré que se los pongan ustedes, los lectores sanos, «los otros». Así les llama el narrador, tal vez no con mucho cariño. Por mi parte debo decir que siento un gran afecto por mis lectores y por los de Sonymage más, y por mis amigos sanos y por mis seres queridos, sanos (gracias a Dios) y por el resto de la humanidad, también sana. Gracias a Dios los enfermos mentales somos una minoría… pensaba hasta que el lunes asistí a la presentación de varios vídeos de la campaña, entre ellos el mío, y pude escuchar a un psiquiatra hablar de que entre enfermos mentales graves, menos graves y hasta «circunflejos» (esta es una tomadura de pelo por mi parte) y si añadimos aquellos enfermos mentales no diagnosticados y cuya enfermedad no es tan grave que puede pasar desapercibida, dentro de muy poco seríamos el 25 por ciento de la población mundial. Casi podríamos fundar un partido político, y desde aquí yo me postulo como presidente, secretario y diputado, y lo que haga falta. Nosotros sí que «podríamos» si quisiéramos, pero no queremos, somos muy discretos y procuramos estar siempre a la sombra, porque el sol nos hace mucho daño.

Por cierto que la presentación estuvo bien, asistieron algunos políticos (¡Dios guarde a los políticos que asisten a estos actos!), se vieron tres vídeos, entre ellos el mío. El acto estuvo organizado por la asociación Despertares de Toledo de familiares y enfermos mentales, muy bien organizada, si señor. Trataba del enfermo mental y el mundo laboral. Un tema muy delicado. Y tanto, como que me encendí y hablé de la economía mecanicista, la de Charlot pillado en los engranajes de Tiempos modernos, y de la economía humanista, a la que deberíamos aspirar. Y el santo Milarepa habló por mí y mencionó que todos somos hijos de Dios y en todos hay una chispa divina, hasta en los enfermos mentales, y que por favor, por Dios, por la Totalidad, por Tutatis, que diría Asterix y Obelix, que no nos consideren como tuercas o tornillos gastados y nos arrojen a la basura. En una economía humanista se prefiere la persona al número.

Y luego nos invitaron a comer y comí bien, en el restaurante Abadía, creo, de Toledo, que sino me equivoco fue el mismo de nuestra Kedada, y por eso lo menciono. Y descubrí que como siempre mi visión de la enfermedad mental y del enfermo mental difiere un poco de otras visiones y siempre acabo a la greña con todo el mundo, claro que en este caso como todos éramos amigos, y algunos enfermos mentales, la sangre no llegó al río. Lo que sí podría suceder en mi blog, El guerrero impecable, donde me he desmelenado, y a lo mejor me he pasado un poco, lo reconozco, defendiendo al enfermo mental de quienes no acusan de ser unos vagos que no queremos trabajar, unos cobardes, alfañiques y tiquismiquis, incapaces de enfrentarnos a la vida, que nos refugiamos en la enfermedad mental, que somos manipuladores, que somos malas personas, que algunos hasta asesinos (por cierto que los contadísimos casos de esquizofrénicos que han causado lesiones o acabado con la vida de alguien no pueden ser la regla y casi todos son consecuencia de la falta de medicación, de un mal entorno familiar y social y de un tratamiento no demasiado bueno de ciertas personas hacia ellos).

Con esta serie de relatos pretendo que ustedes, los otros (en este caso amigos entrañables, en otros casos no) nos conozcan a los enfermos mentales desde dentro, como si estuvieran en nuestra piel, como si les hubieran embutido a pastillas y andaran groguis por los pasillos. A pesar del tono humorístico, cínico, a veces provocador, estos relatos pretenden ser un relato fiel y cariñoso de mis hermanos y de su mundo. Les pido comprensión, les pido cariño, y un poco de empatía, no demasiada, no sea que les suceda como al paciente empático, un personaje de la biografía del doctor Sun, discípulo de Jung, a quien traeré por aquí de vez en cuanto.

Y ya está bien, que me enrollo como las persianas, y eso que con la medicación estoy al ralentí y cada revolución tarda una hora cinco minutos, hora de Greenwich, Greenwich-Village, creo. No me hagan caso, estoy de broma, no tomo medicación. He superado esta crisis a pelo, como la anterior y la anterior. Esta es una de mis discrepancias. Aconsejo a todos los enfermos mentales, especialmente los graves, esquizofrénicos y psicóticos, que tomen medicación siempre, y si algún día, tras décadas de práctica de yoga mental, consiguen dejarla, que lo hagan poco a poco y siempre supervisados por un psiquiatra. Yo la dejé hace más de quince años, a lo bruto, con toda mi maldita fuerza de voluntad, claro que yo no soy un esquizofrénico y aunque me diagnosticaron una psicosis maniaco-depresiva en mi juventud, nunca estuve muy de acuerdo. Soy depresivo, fóbico, obsesivo-compulsivo y tal vez un poco bipolar, aunque solo cuando escribo o como, el resto de mi actividad es la de un motor al ralentí.

Que Dios les bendiga por soportarme y a los que me quieren que no me abracen muy fuerte, este verano bajé 10 kilos por dejar de comer y ya no tengo la capa de grasa que me protegía de la vida.

RELATOS DEL OTRO LADO

UN ENFERMO BIPOLAR

Me encontraba en mi cuarto manipulando un pequeño transistor que se me había caído al suelo. No lograba sintonizar una emisora de noticias y aunque podía escuchar, -no muy bien- un par de emisoras musicales, no era la música que a mí me gustaba, estridente, chabacana… ¡Que les dieran por donde amargan los pepinos! Acababa de ingresar en una clínica privada, un centro de salud mental, o un maldito psiquiátrico, como me gustaba denominar a estas cárceles donde nos recluyen a los enfermos mentales para que no demos guerra a la bendita sociedad, a quien Dios tenga en su gloria muchos años. Reconozco que aquella era una cárcel de lujo, pero una cárcel al fin y al cabo.

Ya estaba harto de ingresos, harto de crisis, harto de familiares que creen que eres una buena persona cuando estás bien y una especie de asesino en serie cuando estás mal. Estaba muy “hartito” de tanta mierda como tenía que tragar. Cierto que la sociedad, bendita sea su alma, tenía una gran paciencia con nosotros, improductivos y tontos del culo; que los familiares, Dios premie con el cielo, nos aguantan más de lo que aguantó el Santo Job, que aguantó mucho; que los terapeutas, psiquiatras, celadores, monjitas de blanco, con toca, (¡Que Dios las ame como las amo yo!) y demás personal de esta clínica y de todas las clínicas y sanatorios y centros psiquiátricos y loqueros y manicomios y frenopáticos y cárceles del alma están hasta el forro de los c… de nosotros. Tienen toda la razón y seguramente estarían mejor si no nos tuvieran que aguantar todos los días… Pero nosotros también aguantamos un rato. No escogimos estar enfermos, algunos fuimos muy buenos de niños, adolescentes y jóvenes. Sin ir más lejos yo fui tan bueno que me daba asco. Fui a la catequesis a los siete años, hice la primera comunión con un trajecito para comerme, tenía cara de bueno, de angelito. Estudié con los curas, como decían en el pueblo, y era muy estudioso, y bastante listo. Y de adolescente me duchaba con agua fría cada vez que me masturbaba y cometía un pecado mortal, o me ponía cilicios, apretando cuerdas alrededor de mi cintura, con algún clavo que otro, para que hiciera más daño. Me confesaba todas las semanas, los sábados, y prometía no volver a masturbarme. Fui bueno todo lo que pude, y sino pude más no es culpa mía. De joven sufrí mucho al abandonar mi vocación religiosa, iba para cura y lo dejé, tal vez Dios me castigó con una enfermedad mental por no dedicar mi vida a su servicio, aunque más bien creo que fue la represión, sexual y de todo tipo, la que me llevó iniciar un viaje sin retorno. Tal vez esté echando la culpa a quien no debo, pero otros me echan la culpa a mí de mi enfermedad y no deberían.

Estaba malhumorado, agresivo, hasta los mismísimos de estar siempre sufriendo crisis, intentando el suicidio, internado en estas cárceles mentales y espirituales. Los demás no tenían la culpa y les gritaba o no les hablaba o me negaba a comer, o me quedaba de baja en el trabajo (¡bendito trabajo que Dios me dio!). No tenían la culpa y sufrían por mi causa, ¿y yo por causa de quién sufría?. ¿La culpa era toda mía y de nadie más? ¿Vivía en un mundo perfecto y maravilloso y alguna entidad kármica me había j… los genes?

No pensaba en estas cosas porque no podía pensar en nada. La medicación había ralentizado el ritmo de mis neuronas hasta el punto de que no era capaz de discernir si el transistor no funcionaba por falta de pilas o por el golpe, o porque un cable se había desprendido, o por la antena, o porque no sintonizaba bien la emisora que estaba buscando… Seguía erre que erre con el maldito transistor, no podía pensar en otra cosa, era una idea obsesivo-compulsiva, una manía idiota, era algo inaudito, pero no podía evitarlo. Quería arreglar el transistor y escuchar una emisora de noticias. No es que me importara un comino, o una mierda (para qué escoger las palabras si estás internado y todo el mundo sabe que estás loco) lo que sucediera fuera de allí, por mi se podían ir al carajo todos y yo les acompañaría de buena gana.

Entonces se abrió la puerta de golpe y alguien debió de entrar en tromba. Lo supuse porque no podía quitar la vista del maldito transistor. Me sentía tan cansado que me costaba volver la cabeza para ver quién había invadido mi intimidad. Mi cerebro no estaba recibiendo las órdenes que le daba mi voluntad acuciada por mi curiosidad de enterarme quién había entrado en mi cuarto. Tardé un tiempo en responder, no sé cuánto. Al final la sensación de una mirada clavada en mi nuca y el ruido de los pasos que se agitaban por el cuarto hizo que algo despertara en mi cabeza y me volví.

Se trataba de un joven de mi edad, más o menos, tal vez algún año más joven. No estaba yo para calibrar años. Los sanos o normales o como se quieran llamar, yo les llamo “los otros”, con todo respeto y cariño, eso sí, no se imaginan lo que le cuesta a un enfermo, empapado en medicación, pensar, sentir o simplemente procesar que alguien ha entrado en tu cuarto y deberías molestarte en saber quién es y qué quiere.

Iba trajeado, un traje azul marino, camisa blanca, chaqueta muy bien cortada, de sastre de ricos o al menos no de pobres. Portaba corbata, una corbata muy bonita, lo reconozco, aunque yo odio las corbatas, siempre las he odiado y siempre las odiaré, me recuerdan a la soga del ahorcado y no quiero ahorcarme antes de tiempo. Tenía gafas de pasta sobre los ojos, sostenidas en la nariz, como creo que se sostienen todas las gafas (no me pidan lo que no puedo darles, información exhaustiva y profunda del tema) y no cesaba de moverse como si hormigas rojas le estuvieran picando en la planta de los pies. Se acercó cuando notó que lo miraba y me apercibía de su presencia. Extendió una mano y dijo un nombre que no recuerdo. Estreché su mano con todo el calor que me permitía mi escasa afectividad en aquel momento. Ustedes, “los otros”, no saben lo que te cuesta ser afectivo cuando estás cargado hasta las orejas de medicación, es que intentas querer a alguien y no puedes. Y no digamos si aquella a la que quieres querer es una mujer, si tú eres un hombre, también hay mujeres que padecen enfermedad mental, por si no lo sabían, y que me perdonen si me paso de listo, pero es que tengo que luchar contra las pastillas y ya no sé si voy o si vengo. Lo que creo que les estaba diciendo, que si eres un hombre y ves una mujer despampanante, aunque esté desnuda delante de ti, es que no se te levanta, ni con grúa. Y claro, así no hay quien pueda amar a una mujer, y sentir afecto por ella, y abrazarla con pasión… nada, que con medicación eres un leño, un eunuco, un castrati… bueno, lo serás, pero solo ahí abajo, porque arriba, en tu mente, y dentro de las escasas revoluciones a que puede girar el motor, eres capaz de distinguir si la mujer está vestida o desnuda y si te gusta mucho, poco o regular. Puedes imaginar toda la clase de guarrerías que imaginan “los otros”, los sanos, y hasta tal vez mejor y con más detalle. En esto tenemos suerte, otros con tanta medicación no sabrían dónde está la puerta, nosotros podemos saber si la mujer está vestida o desnuda y solazarnos mentalmente con nuestra fantasía, que casi es lo único que sigue vivo en nuestra tumba de enfermos mentales.

Vamos, que me he perdido, y eso que mi mente va al ralentí, que casi noto cada revolución del motor cada vez que da una vuelta y comienza otra. Sí, creo que les decía que alguien había entrado en mi cuarto, que era joven, bien vestido, gafas de pasta, parecía un yupi, un ejecutivo, una persona de buena familia, alguien acomodado, de clase media-alta. Se interesó por lo que estaba haciendo. Me costó un rato explicárselo, porque no encontraba las palabras y cuando las encontraba no hallaba el pensamiento y cuando los dos estaban sentados uno frente al otro, no sabían qué decirse. Total que mientras le explicaba y no él daba vueltas por el cuarto, a mayor velocidad que mi pensamiento, y miraba cosas y me preguntaba mientras yo hablaba y entonces me hacía un nudo y no sabía de qué estaba hablando.

Total que conseguí explicarle, creo, y creo también que él entendió, no estoy seguro. Y entonces me pidió el transistor, me lo arrebató más bien, y lo manipuló y se movió como una peonza… y entonces el transistor se cayó al suelo, hizo pum, o lo que se haga en estos casos, y sonó como a hojalata, como si se le revolvieran las entrañas al pobre transistor. Y el joven se me quedó mirando y yo ni le veía ni me daba cuenta de lo ocurrido, hasta que él me tomó de un brazo, me obligó a levantarme y me entregó los restos del transistor que él había recogido del suelo a una velocidad de vértigo. Se disculpó y me pidió que le perdonara y con tanto afecto que casi echo la lagrimita y él también y nos abrazamos como dos amigos del alma. Los otros no saben hasta qué punto nos podemos querer los enfermos mentales, casi ni nos vemos, ni nos percibimos, ni sabemos quiénes somos, pero cuando nos tocan la fibra sensible, abrazamos y estrechamos con más intensidad que cualquiera.

Yo le respondí, con la lentitud que me permitían mis neuronas, que no se preocupara, que antes se me había caído a mí, que ya estaba roto, que no tenía remedio y punto, y que me había hecho un favor porque me estaba volviendo tan obsesivo-compulsivo con el maldito transistor que estaba a punto de hacer yo lo mismo y luego pisotearle, como si fuera una araña o una tarántula venenosa. ¡Uf, qué asco!

Y él siguió pidiendo perdón mientras no dejaba de moverse. Y quería que le dijera cuánto me había costado para pagármelo. Y yo intentaba preguntarme, y casi no lo conseguía, de dónde demonios iba a sacar el dinero, porque allí no nos dejaban tenerlo ni usarlo. ¿Dónde, en qué, cómo, cuándo? Eso digo yo, qué podíamos comprar allí, si no podíamos beber mas que agua y no nos dejaban fumar y no podíamos ir al cine, ni al teatro, ni al quiosco de la esquina… ¿Para qué demonios se necesita dinero en una clínica de salud mental? Creo que deberían recluir a los corruptos con nosotros y se olvidarían del dinero de por vida. Y esto creo que lo estoy diciendo años más tarde, cuando llegó la corrupción a este país, porque en mis tiempos no había… o no se conocía o nosotros, los enfermos, no nos dábamos cuenta de ello, que no nos enteramos de nada… Eso es verdad. Y puede que haya saltado de tiempo y de dimensión, porque cuando nuestra menta se fuga, se fuga a gusto, a donde quiere, con quieren quiere y al tiempo qué quiere. ¿Pueden hacer esto los otros? Creo que no, por eso parecen tan infelices, siempre quejándose de todo. Nosotros apenas nos quejamos… y cuando lo hacemos nos encierran… Y basta ya del monotema, que no tiene remedio, los otros piensan que estamos locos, nosotros pensamos que están locos ellos y vamos a terminar peleándonos en un cuadrilátero, como púgiles gagá, a ver quién sufre más, si nosotros que no nos enteramos de nada o ellos que se enteran de todo y tienen que aguantarnos todos los días.

¡Vaya mierda! De verdad. Casi puedo ver el baile que podríamos organizar, de disfraces o de etiquetas (esto me está viniendo de un subconsciente amigo a través del subconsciente colectivo de Jung)… y la música la pondría este joven del que no recuerdo el nombre y que está bailando un tango o un zapateado o un…

No puedo más. Le tomo del brazo, hago que vea que me enfadaría mucho si sigue hablando del transistor, y nos vamos por el pasillo, a dar una vuelta.

Continuará.