LA DIABETES NO LLAMA A LA PUERTA II

9 05 2024

Yo vivía en una antigua casa rural, en un pueblecito de apenas una docena de habitantes. Lo había buscado por Internet como el último refugio de un escritor que no conseguía rematar sus numerosas novelas inacabadas. Allí estoy, solo, rodeado de un silencio monacal, disfrutando de mis lecturas, músicas y toda la parafernalia cultural que me ha acompañado a lo largo de mi vida. Todo parece ir bien hasta que un día me hago apenas consciente de estar atravesando una etapa depresiva. No la hago caso porque ya me he acostumbrado a estar triste, unos días más y otros menos, a estar solo, todos los días, a sentir melancolía, añoranza de tiempos pasados.  Además, coincidió la muerte por cáncer de una gran amiga, a la que apreciaba mucho y que tuvo una muerte solitaria y bastante triste, y a la que no pude despedir por circunstancias de la vida aún más tristes. A veces como demasiado, al fin y al cabo, me queda poco tiempo de vida y carpe diem, a vivir que son dos días. Algunas veces, pocas, bebo demasiado, fiestas anuales de gran boato, mi cumpleaños y poco más. Salvo que una noche esté tan triste, tan triste que me sirva un copazo. Todo iba bien hasta que ocurrió la tragedia griega. Los recuerdos son confusos, neblinosos. Un día me llevo la mano a la nuca y encuentro que ha crecido un chinchón de la nada. No recuerdo haberme caído, y mucho menos de espalda, golpeando la nuca contra algo muy sólido, como aventuraron en el hospital. Sí recuerdo haber estado cortándome el pelo de la cabeza con mi maquinilla y en un momento determinado, ante unos pelos rebeldes, meto con rabia las cuchillas y zás, me hago una herida. Lo sé porque sangro, me echo agua, me limpio con una toalla y santas pascuas, aquí paz y después gloria. Pues bien, no hubo paz y en lugar de gloria llegó el infierno.

Todos nos acostumbramos fácilmente a vivir en la salud, más o menos, porque achaques los tenemos siempre, es una sensación agradable, nada nos molesta hasta el punto de pensar solo en el dolor, olvidándonos de las restantes sensaciones de la vida. Por eso se hace tan dura la enfermedad, ese no pensar en otra cosa que no sea en que desaparezca el dolor y volvamos a recobrar las viejas sensaciones de antes, que ahora añoramos tan intensamente porque olvidamos los momentos tristes, el aburrimiento, la soledad; queremos regresar a todo eso como a un paraíso porque el dolor sin duda es el infierno. Me tocaba la nuca y notaba algo raro, como una dureza poco común, como si la piel se hubiera transformado en cuero correoso, duro como una piedra. Aun así no me preocupé. Nunca hubo chinchón en mi vida que no desapareciera. Cuando comenzó a supurar, a echar pus, entonces sí que me preocupé seriamente, pero no hice caso de los amigos y vecinos que me querían llevar ya a urgencias. Esperaré hasta el lunes, les dije, no sé por qué razón, tal vez porque llevaba tanto tiempo sin acudir al médico, sin hacerme chequeos, que volver a hacerlo era como comenzar el duro viacrucis de las pruebas, de saber que todo va mal cuando creía que todo iba bien, las dietas, los medicamentos, las visitas reguladas a las salas de consulta. Decidí esperar al lunes y de pronto aquel fin de semana se convirtió en un infierno. Estaba cansado, agotado, un poco más de costumbre. No le di importancia hasta que la sed se hizo insufrible, necesitaba agua fría del refrigerador y cada vez iba más al servicio a orinar y no paraba de hacerlo. Cada vez me costaba más levantarme, ponerme en pie, para ir al servicio del que no conseguía levantarme, como si tuviera un caño roto. La situación se convirtió en angustiosa cuando al levantarme de la cama, donde me había tumbado para descansar, caí de culo al suelo y ya no conseguí levantarme, las piernas parecían de chicle, no tenía fuerzas, esperé y esperé, pero no conseguí ponerme en pie. Era de noche, decidí tirar la ropa de la cama al suelo y dormir como me fuera posible el resto de la noche. Cuando desperté, mañana avanzada, logré ponerme en pie con mucha dificultad. Necesitaba ir al servicio, me estaba meando, de hecho, había empapado el calzoncillo y el pijama. Como pude me arrastré hasta sentarme en la tapa del retrete. Allí esperé a que el caño de la fuente exprimiera su última gota. Como pude me quité el pijama y el calzoncillo y los pateé hasta un rincón del servicio. Me levanté, volví a caerme, tuve que arrastrarme hasta el dormitorio. Allí intenté sentarme en la silla del ordenador que cayó al suelo con estrépito, no era capaz de aferrarme a nada para lograr que mis piernas me sostuvieran. Me sentía tan absolutamente agotado que solo recordé otra vez en mi vida que hubiera pasado por algo parecido. Era yo un adolescente al que el médico de familia del pueblo acababa de diagnosticar una anemia perniciosa que estaba a punto de convertirse en leucemia. Le dijo a mi madre muy serio que podía morir, la ordenó que me metiera en la cama, reposo absoluto, vitaminas, comida específica, filetes de hígado, por ejemplo, ponches de yema de huevo y jerez, carne, filetes, algo fuera del alcance de la economía familiar. Permanecí en la cama varios meses, sin poder apenas moverme, hasta me sentía incapaz de sujetar el libro que estaba leyendo. La impotencia fue absoluta.

Como en aquel momento. No podía ni arrastrarme. Imaginé que tal vez si conseguía traer la banquetita del servicio hasta el dormitorio pudiera hacer de palanca para subir a la cama. Me arrastré como pude, como un marine en el barro, como hiciera también en otro momento de mi vida en el que luché duramente por mi supervivencia. Me llevó un tiempo que me pareció una eternidad. Al fin trepé a la cama y boca abajo permanecí así un tiempo indefinido, descansando. Había llegado el momento de llamar a urgencias, de pelear por mi vida, porque ahora no me podía engañar, no sabía lo que me pasaba, pero sí que me estaba acercando a la muerte. No hay muerte más miserable que la que te impide despedirte de tus seres queridos, que aquella que te hace luchar contra tu animalidad más grosera, ocupando la mente con cuestiones tan bajas como mover tu mano un centímetro más, hasta alcanzar al cajón de la mesita de noche donde está tu cartera, donde tienes la tarjeta con el número que te pedirán al hacer la llamada de urgencia a tu sociedad privada de salud. Te arrastras un poco y descansas, te arrastras otro poco y descansas. Al fin, con enorme dificultad abres el cajón, rezando para que la cartera no esté al fondo, sino al principio. Tienes suerte. Respirando por la boca, porque se te acaba el aliento, sacas la tarjeta y te haces con el móvil, que está en la cama, al lado de tu brazo. Ahora viene lo peor, conseguir llamar a tu número de urgencias y no al 112, que es más fácil. La tarea te lleva mucho tiempo, esperas poder hablar, no estás seguro. Marcas y esperas. Confías en que te entienda la voz de mujer, al otro lado del espacio infinito. Expresas tu necesidad perentoria, peligro de muerte, necesitas una ambulancia. Algo debe percibir la mujer en tu voz cuando te ruega que esperes y no cuelgues. Respiras como puedes boca abajo. Te dice que las ambulancias están ocupadas, pero que llamará al 112, te pregunta si la puerta de la casa está abierta. Haciendo un terrible esfuerzo repites tu dirección, que has dejado la llave de la puerta por fuera, que estás en el primer piso, en el dormitorio.





LA DIABETES NO LLAMA A LA PUERTA I

2 05 2024

Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría

No podrá morir nunca.

EL MUERTO

PEPE HIERRO

               LA DIABETES NO LLAMA A LA PUERTA

                                                         I

El bastón que me habían cedido en la residencia de ancianos me ayudaba mucho a no irme a uno y otro lado de la acera, como un borracho. Caminaba con mucha calma, tensa la atención sobre posibles obstáculos que me hicieran caer cuan largo era (ahora sí, antes hubiera sido más cierto lo de cuan ancho era). Una caída, en mi situación actual, podría ser tan nefasta y grave como incluso mortal. No olvidaba la frase del folleto sobre las caídas que me habían dado en la residencia. La mayoría de las muertes, en la tercera edad, se producían por caídas. Sí, yo pertenecía ya a la tercera edad. Quién me lo iba a decir a mí hace apenas unos años, pocos, la vida es corta y pasa como un soplo.

Sobre mi cabeza un vendaje que las enfermeras llamaba capelina y que a mí se me asemejaba al turbante de un mameluco. No sabía por qué, tuve que mirar en Internet para confirmarlo. En efecto el vendaje era muy parecido al turbante y los mamelucos eran una tribu árabe, creo que una especie de mercenarios que habían luchado en varias guerras desde la Edad Media, hasta con Napoleón en Egipto si no recordaba mal. Con alguno de los vecinos del pueblo había bromeado presentándome como un mameluco. Tal vez los vecinos de este pueblo ya me conozcan como el de la boina blanca, caminando con dificultad por sus aceras. De pronto algo llamó mi atención. En el centro cultural del ayuntamiento se anunciaba un concurso literario. Me detuve para leerlo con calma. Era perfecto para mí, quince páginas y el tema libre. No tenía que ir muy lejos para encontrar la historia que iba a contar. Lo que había puesto patas arriba mi vida tenía todos los ingredientes para una buena historia, drama, incluso tragedia, una pizca de humor, negro, claro, buenas personas, generosas, humanas, amables, y alguna no tan buena, porque de todo hay en la viña del señor. No podía contarlo todo tal cual, una narración de ficción necesita su correspondiente proceso de elaboración. Yo sería el protagonista y lo que a mí me ocurriera no necesitaba enmascararse. Un autor puede convertirse en personaje y narrar su historia sin necesidad de mucho subterfugio, al fin y al cabo, nadie le va a reclamar nada por traspasar la línea roja de los derechos al honor y a la intimidad. ¿Pero y los demás personajes con sus correspondientes historias?

Los lectores que no han escrito nunca una historia se preguntan y preguntan al autor, curiosos hasta la más mezquina morbosidad, cuánto de autobiográfico hay en su relato o novela, hasta qué punto el protagonista se parece a él o hasta dónde ha puesto su propia carne en la carne de sus personajes. Los autores solemos pasar del tema como si no esto no tuviera la menor importancia. Y no la tiene como voy a demostrar a continuación. Hay pocos lectores que conozcan tan bien la vida y milagros de un autor como para señalar en tal o cual personaje o historia algo que pueden identificar porque han sido testigos de ello o alguien le ha contado. No son tantos los que conocen nuestras vidas, las de las personas anónimas, escribamos o no, y de éstos ¿cuántos leen a un autor si no es famoso, o aun siéndolo? Muy pocos. Por eso los autores nos podemos permitir el lujo de cambiar partes de una historia real, enmascarar personas reales y transformar tu propia vida, tan real como la vida misma, en una ficción en la que nadie sería capaz de reconocerse, incluso el propio autor. Creo que ahora lo llaman autoficción a eso de escribir sobre la propia vida transformándola en una historia ficticia. Es un truco sencillo. Pongamos por caso que tengo que describir al director de mi residencia de ancianos, donde habito temporalmente hasta que se me cure la herida y me quiten el gorro de mameluco. Pues lo convierto en directora y la hago joven, guapa, una auténtica top model, y elegante, muy elegante, inteligente, trabajadora, amable, etc etc. Está claro que ningún lector va a creer que esa parte de la historia es real, porque todos sabemos que los directores de residencia geriátricas son hombres calvos, barrigones, malhumorados…Y que me perdonen los directores de geriátricos, porque esto es una broma, pura ficción, vamos. Y así con todo el mundo. A Marta, la enfermera que voy a ver al centro de salud, para que me cambie el turbante, la convierto en un ángel, el ángel de mi herida, es también guapa, amable, sensible, humana, vocacional y así sucesivamente. Nadie se va a creer que un personaje así es real. Tiene que ser inventado. Si esto fuera una historia de terror de Stephen King, podría convertir a esta enfermera en una vieja gruñona y malvada que hurga en mi herida y me hace sufrir hasta el paroxismo. Y ahí me tienen, gritando como un energúmeno.

Ven ustedes, queridos lectores, qué fácil es transformar hechos reales en historias ficticias, enmascarando personas reales para convertirlos en personajes y haciendo que hechos reales como la vida misma de los que podría dar fe un notario sin caérsele encima el palo del sombrajo, parezcan la fantasía delirante de un autor loco, y que me perdonen los que no estén locos, yo sí lo estoy, y a mucha honra. De esta forma me creé mi propia novela, hasta llegar a la parte dramática de la misma. Entonces todos los recuerdos se me echaron encima como lobos hambrientos y casi me voy de culo. Tuve que buscar un banco, sentarme y cerrar los ojos.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVII

26 03 2024

                                        

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVII

                       EL SEGUNDO CÍRCULO DEL INFIERNO/CONTINUACIÓN

El cambio que se produjo tras la muerte de mi padre fue muy importante. Para empezar, no podíamos continuar en el piso porque los propietarios tenían firmado un contrato de alquiler con mi padre, no con mi madre ni con el resto de la familia. Por lo visto la ley estaba así en aquel momento. Teniendo en cuenta que yo trabajaba en un juzgado y tenía algún conocimiento legal y que podía consultarlo con el propio juez o los compañeros, sin duda que lo mejor era buscar otra casa y marcharse. Tal vez hubiéramos podido tener alguna opción de quedarnos si nos hubiéramos metido en un pleito, pero gastar dinero en abogados y meterme en líos justo después de mi apoteósica llegada al juzgado, no debió parecerme el mejor camino. Me resulta complicado diseñar una cronología que me permita situar cada uno de los acontecimientos que se fueron sucediendo en su verdadero contexto. No recuerdo cuánto tiempo estuve en aquel piso hasta la muerte de mi padre y me resulta imposible acoplar lo que iba ocurriendo en mi vida laboral con el transcurso de su enfermedad. Cuando tomé posesión de mi nuevo puesto en el juzgado había un juez ya mayor que debió jubilarse al poco de llegar yo, o tal vez ascendiera a la audiencia provincial. Era un hombre serio, al menos así lo recuerdo, con el que no tuve ningún trato. Si recuerdo bien al resto de los compañeros con los que conviviría bastantes años. Mi superior inmediato en la sección de civil era un oficial muy competente que llevaba en aquel juzgado mucho tiempo, junto con otros compañeros de la sección penal, dirigida por un oficial un poco mayor que él, un gallego de trato agradable y una auxiliar también de su edad o un poco más joven. El agente judicial era un hombre de buen trato de la edad de los demás. Los únicos jóvenes, que acabábamos de tomar posesión era mi compañera a la que dictaba el oficial de lo civil, que estaba muy cerca de mí, al que habían adjudicado una mesa y una máquina de escribir. Esta chica que me resultaba muy atractiva aparece en mi novela El Loco de Ciudadfría, tan autobiográfica como ficticia, puede que a un cincuenta por ciento. Me resulta ahora bastante incomprensible que la sección civil tuviera un oficial y dos auxiliares y la penal solo un oficial y una auxiliar, no parece que la plantilla estuviera muy equilibrada, salvo que hubiera una plaza sin cubrir, algo muy probable puesto que pronto llegaría otra chica, también muy atractiva que se unió a la sección penal. Con estos compañeros comenzaría mi andadura laboral que tantas complicaciones tuvo y en la que se incrustó mi etapa infernal de telépata loco, que es el núcleo de este segundo circulo del infierno dantesco.

Recuerdo muy bien que al llegar los nuevos auxiliares tuvo que cesar un interino que resultó ser el hijo del oficial de lo civil y con el que luego mantendría una relación amistosa muy peculiar y algo toxica, al menos para mí. Ahora, desde la distancia, puedo ver con bastante objetividad todo lo que ocurriría durante aquellos años y encontrar una línea, sino cronológica, si bastante lógica y racional. Entonces no era muy consciente de que el trato que se me dispensaba tenía que estar necesariamente muy relacionado con el conocimiento que todos ellos tenían de mi aparición en televisión. Aunque yo lo negara en aquel episodio que ya he relatado más arriba cuando un compañero de otro juzgado me preguntó si yo era el mismo que había salido en el programa de Ïñigo, lo cierto es que no debió de creérselo, ni él ni nadie, puesto que tenía el mismo aspecto y llevaba la misma ropa con la que aparecí en aquel programa televisivo que de alguna manera marcaría mi vida, a veces sin yo saberlo, otras sabiéndolo pero tratando de no ser consciente de ello. Es evidente que el comportamiento de mis compañeros de juzgado, de otros juzgados y en general de todo el mundo judicial de aquella capital de provincia se vio muy influido por el conocimiento de que yo era, sin duda, el famoso loco que había salido en un programa de gran audiencia para defender como lo más racional del mundo, su deseo de abandonar esta vida, de suicidarse de una vez, o al menos de intentarlo hasta conseguirlo. Nadie me dijo nunca nada al respecto, hicieron como que aceptaban mi deseo de no recordar aquello y de pasar lo más desapercibido posible. Sin embargo su comportamiento hubiera sido cristalino para cualquiera que no fuera tonto de remate, y yo no lo era, aunque el bloqueo que puse a mi mente a la que ordené que escondiera bajo tierra, en lo más profundo, aquella época de mi vida, así pudiera hacerlo parecer a los testigos de mis andanzas, Notaba una compasión excesiva, molesta, asfixiante. A lo largo de mi vida sabría muy bien cómo se siente alguien que se considera igual que los demás o incluso superior en algunos temas, como el intelectual o cultural, por ejemplo, y que sin embargo es tratado como un disminuido psíquico o como se denominaba en aquellos tiempos, un subnormal. Así, en efecto, me sentía yo, se tenía conmigo un exquisito cuidado al decirme las cosas, al proponerme esto o aquello, al protegerme de situaciones que ellos consideraban iban a afectarme. Eran malos tiempos para la enfermedad mental, para la psiquiatría, para los enfermos mentales, para sus familiares y para la sociedad que tenía que enfrentarse a este problema sin saber de la misa a la media y sin querer saber nada. Una hipocresía ridícula y mezquina, lo inundaba todo. Lo políticamente correcto era un valor superior a cualquier otro. Así pues, si en un principio fui aceptado con reticencia, como a un loco al que no se le podía privar de su condición de funcionario y ciudadano, pronto comprendieron que yo era una buena persona que intentaba ser amable con todo el mundo, que procuraba hacer favores a todo el que me los pidiera y alcanzar casi la condición de santo católico en su exacerbado comportamiento que deseaba alcanzar las cumbres más altas de la bondad. En esto tenía una parte muy importante de culpa la formación religiosa que había recibido y la lectura casi patológica de las vidas y hagiografías de santos católicos.

Este comportamiento me crearía muchos problemas, y unido a una timidez enfermiza y malsana que me impedía ser asertivo, incapaz de decir “no” a cualquier cosa que se me dijera o propusiera, convertiría aquella etapa de mi vida en un auténtico infierno, en el segundo círculo del infierno, para ser más exactos. No me apetecía nada salir con el hijo del jefe a tomar un vino tras el horario de la mañana. Yo era un ser asocial y más después de mi etapa madrileña, el primer círculo del infierno. En aquellos momentos aún seguíamos teniendo el horario laboral partido, mañana y tarde. Aunque puede ser que no fuera así y que hubieran puesto un horario intensivo durante mi última etapa laboral en Madrid. Lo cierto es que, en aquel juzgado, como en otros muchos, se funcionaba un poco al margen de las reformas que se iban haciendo en el mundo de la Justicia. El juez pasaba bastante olímpicamente de lo que se hiciera en los negociados de su juzgado mixto, civil y penal, la separación vendría después, al menos en las ciudades pequeñas, mientras los asuntos se tramitaran bien y llegaran a sentencia con las mínimas garantías. Muchos secretarios se conformaban con sacarse un sobresueldo con las tasas, que existían entonces, y procurando llevar al día, en lo posible, la sección de civil, con sus correspondientes embargos y demás diligencias, por las que cobraban una parte de la correspondiente tasa. Entonces muchos secretarios se hicieron de oro y dejaban en manos de los oficiales más carismáticos el funcionamiento de los correspondientes negociados. Eso explica que mi jefe pudiera decidir que fuéramos a trabajar también unas horas por la tarde, que se compensaban saliendo antes de trabajar por las mañanas y entrando también más tarde. No existía el famoso horario intensivo de 8,30 a 15 horas que vendría ya con los correspondientes controles de entrada y salida, al principio firmando solo en el correspondiente libro. Es imposible que recuerde si a mí se me pidió opinión o parecer, porque ha transcurrido demasiado tiempo y aunque se me hubiera pedido yo hubiera dicho que sí, como una oveja a la que le pesara demasiado la cabeza, incluso puede que no pronunciara ni palabra, el simple gesto de dar una cabezada era suficiente para mí y también para ellos. Decía que sí a todo el mundo, a mi madre, al resto de la familia, amigos y conocidos, a cualquiera que se cruzara en mi camino. Si a todo sin excepciones. Si alguien me hubiera dicho que saliera corriendo y me tirara por un puente, yo hubiera cabeceado y lo habría hecho. Desde luego que esto que estoy diciendo es un poco exagerado, aunque les aseguro que no mucho.

De esta forma me vi trabajando por las tardes y saliendo por las mañanas a la hora del vino con el hijo del jefe, que muy sonriente me llevaba a un bar donde conocía y era amigo de un camarero que nos sonreía y nos trataba como a príncipes, poniendo alguna tapa de más con el vino o lo que fuera e incluso no cobrándonos alguna que otra consumición cuando su jefe no estaba a la vista y podía enmascarar la contabilidad que no debía de ser muy estricta. Sería injusto y mezquino si no admitiera que aquellas escapadas diarias me venían bien, para ir socializando poco a poco, más bien muy poco a poco, y que aquel hijo de mi jefe, con el que luego establecería una relación amistosa y de confianza muy estrecha, tuvo un peso importante y positivo en la conformación de un carácter más sociable, aunque lo cierto es que en toda relación en la que uno es incapaz de decir que no a nada, en la que no hay ninguna asertividad por una de las partes, no deja de ser una relación tóxica y dañina para el más débil. Yo debí haber dicho que no a muchas cosas, por ejemplo, a beber vinos o cervezas, puesto que continuaba con la medicación para mi enfermedad mental y el alcohol era veneno, mucho más mezclado con una medicación terrible, de antipsicóticos y antidepresivos, entre otros. Eso me hacía mucho daño. Es cierto que alguna que otra ve lograba imponerme y pedía un biter Kas o algo por el estilo, pero siempre acababa bebiendo demasiado alcohol. Pero lo que peor me venía eran los porros. Ya en Madrid había sufrido experiencias nefastas, como el mal viaje que relato en uno de los libros anteriores de esta larga historia. Aquí comprobé dolorosamente que yo era un tipo raro, muy rarito, puesto que toda la juventud fumaba hachís o marihuana, sino comenzaba ya a caer en las drogas duras, la heroína, luego vendría la cocaína, que recuerde. El que el hijo de mi jefe, mi amigo, fumara porros de hachís fue para mí una pésima noticia, puesto que me presionaba demasiado para que yo pudiera resistirme. Ya en Madrid había comprobado lo mal que sentaba a los miembros de un grupo que uno de ellos se negara a fumar, porque no soportaban reírse de cualquier tontería a mandíbula batiente mientras tú permanecías serio, porque maldita la gracia que tenían sus chistes y bromitas. Ellos estaban en sus mundos de colorines, donde todo era divertido y alucinante, y tú, que seguías en una realidad chata y gris, desentonabas completamente. Por eso era preciso dejar el grupo o fumar. En este caso si yo seguía persistiendo en mi negativa tendría que romper brusca y coléricamente la relación, con las consecuencias, no solo de perder la única relación social que tenía sino de enemistarme seriamente con el jefe convirtiendo mi vida laboral en un infierno mayor. Con el tiempo el padre de mi amigo, mi jefe, me pediría que vigilara a su hijo y le contara si le daba a la droga, especialmente a la dura. Esto me complicó aún más las cosas.

La mayoría de las personas de las que hablaré en esta narración de mi etapa en el segundo círculo del infierno están muertas, con toda seguridad, puesto que me llevaban varias décadas y yo ahora soy un viejales, o casi, como lo prueba el hecho de que esté en una residencia de ancianos, aunque solo sea temporalmente. A pesar de ello no voy a hablar de ellos sino lo estrictamente imprescindible para que el decorado en el que me voy mover no sea incomprensible y falso. No se trata de la mezquina venganza tras muchos años, cuando aquellos a los que vas a poner a caer de un burro están muertos. El resto de “personajes”, llamémoslos así, de mi edad o mi generación, pueden que estén en una situación parecida a la mía, mejor o peor, deslizándose por el último tramo del tobogán de la vida. No, no voy a cebarme en ellos, sino en mí, porque me merezco todo lo malo que diga de mí mismo, me merezco todas y cada una de las consecuencias kármicas que se han derivado de mis actos. A pesar de ello los “secundarios” de lujo de esta historia tendrán que aceptar su responsabilidad y culpabilidad en muchos episodios de mi vida, porque así es y de nada sirve ocultar, medir, matizar, suavizar, comportamientos que fueron los que fueron. Después de haber estado al borde de la muerte una vez más, después de haber sufrido todas las consecuencias que tiene una experiencia cercana a la muerte, con sus efectos postraumáticos, algunos realmente dolorosos y molestos, y otros, como la exacerbación de la libido, hasta divertidos, siempre que controles lo suficiente para no meterte en un lío o no hacer daño, por poco que sea a otros que no tienen la culpa de nada, no puedo seguir viviendo como antes, ni mucho menos puedo seguir dejando en la niebla del pasado episodios de mi vida que exigen ser contados. Por varias razones, la primera porque necesito hacer una especie de psicoanálisis terapeútico para ver si puedo dejar de lado de una puñetera vez todos los traumas y problemas mentales que convirtieron mi vida en un infierno. La segunda porque si la venganza es siempre mala, nefasta, la justicia es algo imprescindible, en la vida de cada quisque y en la de toda una sociedad. Por último, porque no creo que me quede mucho tiempo de vida, porque mi salud se ha resentido y cualquier día me puede dar un susto, y sino me lo da mi salud me lo dará Putin o tantos y tantos depredadores, auténticos demonios, que han convertido en un infierno la vida sobre este planeta. Porque ahora soy plenamente consciente de lo contradictorio y ridículo que es hablar de círculos del infierno, referidos a mi propia vida, cuando yo y todo el mundo está inmerso de lleno en un maldito infierno del que parece nunca vamos a salir.

Y puesto en este capítulo el contrapunto a lo que sería mi vida privada en aquella etapa, la relación con mi madre, mis hermanos y todo lo que iría sucediendo fuera del mundo laboral donde el infierno sería más visible, dejaremos para el siguiente el avanzar un poco en el camino familiar y personal. Seré muy, muy discreto en lo que se refiere a mi familia y a todas las personas que tuvieron la desgracia de conocerme, pero no podré evitar referirme a ellos en algunos episodios concretos y muy importantes.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVI

2 10 2023

EL SEGUNDO CÍRCULO DEL INFIERNO / CONTINUACIÓN

La experiencia que había vivido como personaje famoso fue tan dramática y humillante que regresé al anonimato con una inmensa sensación de alivio, consciente de que debería de librar una pertinaz batalla para conservar aquella condición. Ahora sé muy bien que en mi entorno yo no podía ser el personaje anónimo que intentaba crear, porque si no muchos, sí los suficientes, me habían reconocido como aquel extraño loco que se había exhibido en un programa de televisión confesando sin tapujos sus miserias de enfermo mental, y sin duda habrían expandido ese rumor en sus entornos con la cadencia tranquila con que sucedían las cosas en un tiempo en el que aún no existían los teléfonos móviles, ni Internet, ni los instrumentos mediáticos que hoy forman parte consustancial de nuestras vidas, transformándolo todo en oleajes tan persistentes como veloces. Me cuesta retomar, aunque sea por un instante, aquella vida que transcurría a ritmo de tortuga, con una placidez que hoy resulta inimaginable. A pesar de ello, alguna experiencia posterior, me desveló el poder del rumor, del boca a boca, de los comentarios aparentemente inocuos, que se utilizaban para llenar los ratos muertos, que eran muchos. Si hasta entonces había creído que mi sensación de que era observado y reconocido en lugares y entornos donde no me conocían de nada formaba parte de mi calenturienta imaginación o de mis constantes delirios sobre mi condición de monstruito, a partir de aquel momento se convirtió en una certeza tan esperpéntica como sólida. El episodio tuvo lugar algunos años más tarde, ya casado y con familia. Habíamos ido a pasar las vacaciones de verano a Santander. Me acerqué a la recepción de un camping donde nos íbamos a instalar para ahorrarnos el gasto que suponía pasar una semana en un hotel. Ya entonces atravesaba mi etapa de telépata loco. Así la llamo por lo que en su momento narraré con pelos y señales. Se podría decir que había entrado en el tercer círculo del infierno, siempre acosado por la angustia, siempre atento a las reacciones de las personas de mi entorno, ya sufriendo las consecuencias de una fobia social que no sabía que se llamara así, ni siquiera creo que existiera ese término, al menos yo no lo había oído nunca. Pues bien, como tuve que esperar un buen rato a que me atendieran, puesto que había mucha cola, me vi asaltado por esa fobia social y sobre todo por las manías obsesivas que en mi condición de telépata loco eran algo cotidiano y muy notorio para los que me rodeaban. Debo adelantarme mucho en mi narración para dar un detalle que resulta imprescindible para que se comprenda lo que allí sucedió. Como contaré largamente en su momento, mi convencimiento de que era telépata y podía percibir los pensamientos ajenos, me llevó a un ritual tan extraño como efectivo. Cuando creía percibir pensamientos y sentimientos muy malévolos hacia mí, utilizaba una especie de lenguaje de signos, para hacer comprender a los demás que estaba leyendo sus mentes. Hubiera sido muy sencillo hablar con claridad del tema, no me tomarían por más loco de lo que aquel lenguaje de signos ya me había hecho. Para que se entienda mi elección debo añadir algo de lo que ya hablaré en profundidad en su momento. No solo me había convencido de que podía leer los pensamientos ajenos, también me creía capaz de matar con mi pensamiento.

Para evitar estas supuestas muertes, que se podían producir si yo lanzaba mis pensamientos asesinos hacia los que se burlaban de mí, ideé este lenguaje de signos de la siguiente manera: me tocaba repetidamente la punta de la nariz, o me acariciaba el mentón con mi mano o miraba implorando que me hicieran caso, entre otras cosas. Y esto es lo que hice en aquel lugar cuando me convencí de que las dos chicas que atendían la recepción tenían pensamientos malévolos hacia mí. Es una posibilidad, aunque remota, que me hubieran reconocido como el loco que salió en televisión. Digo remota, porque ya habían transcurrido bastantes años, no sé cuántos, y todos sabemos lo poco que duran en la memoria estos acontecimientos. En cambio, lo que estaba haciendo y que desencadenó todo, era más reciente. En León yo llevaba algún tiempo. Puede que bastante, comportándome como telépata loco y hablando este curioso lenguaje de signos todos los días, o casi todos. Las chicas no tardaron en reaccionar. Hablaron entre ellas, no en bisbiseos para que no las oyera, sino de forma perfectamente audible. Una le comentaba a la otra lo raro que era yo, y la otra le respondió con una frase lapidaria que me hizo comprender de una vez por todas hasta dónde estaban llegando los rumores sobre mi locura. ¿No lo has reconocido? Es el loco de León.

Cuando regresé a León y sucedió el episodio que ya he relatado más arriba, intenté por todos los medios huir de algo que no iba a poder superar, a pesar de todos mis esfuerzos. Me fugué de la realidad con tal intensidad que hasta llegué a convencerme, con el tiempo, de que la gente se había olvidado por completo de mi aparición en televisión y de mis conductas esperpénticas. Analizo esta fuga de la realidad en el relato del búnker, en mi blog del guerrero impecable. Los enfermos mentales nos fugamos de la realidad, cuando no podemos enfrentarnos a ella, y si la intensidad de esta fuga es muy elevada, alcanzamos el delirio. La locura ya es cruzar la línea roja, algo que como me dijo una psiquiatra a la que le comenté mi pánico a la locura, no es tan fácil como podemos pensar. Tenía mucha razón. Porque a pesar de mi paso por los diferentes círculos del infierno, nunca pasé esta línea roja, siempre fui consciente de la realidad cotidiana y ahora, décadas más tarde, puedo analizar todo aquello con fría objetividad.

En aquella primera etapa de mi paso por el segundo círculo del infierno, dos obsesiones se convirtieron en mis perros guardianes desde que despertaba por la mañana hasta que me dormía por la noche. Por un lado la evolución del cáncer que sufría mi padre, deseando y rezando para que sufriera lo menos posible, y por el otro la necesidad imperiosa de que todo fuera lo mejor posible en el trabajo. Era muy consciente de que una incapacidad o la pérdida de mi condición de funcionario serían algo irremediable. No podría seguir viviendo sin una independencia económica. Por ello me apliqué con una voluntad férrea a hacer mi trabajo. Consciente de que un trabajo bien hecho, concienzudo y rápido, sería una poderosa barrera para que quienes podían tomar decisiones sobre mi futuro económico, se lo pensaran dos veces, visto el buen trabajo que realizaba. Por eso consultaba los libros de leyes que había en el juzgado cuando tenía que redactar una sentencia, un auto, o lo que fuera en cualquier procedimiento que estuviera tramitando. Procuraba escribir rápido e ir sacando los asuntos que se apilaban sobre mi mesa de despacho. Creo que lo hice bien y debí adquirir un cierto prestigio de funcionario trabajador y fiable. En cambio con mi padre nada podía hacer, salvo rezar y decirle alguna frase cariñosa cuando llegaba a casa y me encerraba en mi habitación.

No recuerdo cuánto tiempo tardó mi padre en morir. La idea que tengo es la de que su enfermedad evolucionó durante unos cuatro años. Como ya llevaba unos tres años con ella cuando yo regresé a casa, calculo que como mucho yo presencié su larga agonía durante menos de un año. Ya le habían operado varias veces, mi memoria me dice que ya tenía la bolsita cuando yo llegué a casa. Debieron operarlo una vez más, creo que más por su insistencia que porque consideraran que iba a servirle de algo. Lo que nunca olvidaré fue aquella tarde en la que yo estaba velándole en su habitación en el hospital. Nos íbamos turnando para estar acompañándole todo el día y toda la noche. Creo recordar que mi madre estaba por las noches, mi hermano por la mañana y yo por las tardes, hasta que llegaba mi madre. No puedo tener la seguridad al cien por cien de que mi recuerdo sea absolutamente fiable, pero en mi memoria me veo leyendo un libro, sentado en una silla, cerca de su cama. El libro era El tercer ojo de Lobsang Rampa. Ya en Madrid había iniciado mis lecturas sobre yoga y otros temas esotéricos y había comprado varios libros de Rampa. Mi padre estaba cada vez peor, algunos días permanecía dormido bajo los efectos de la morfina o en una especie de coma, no sé si inducido. Puede que me equivoque, los médicos nos habían anunciado que podía morir en cualquier momento, pero había que seguir con la vida, yo iba a trabajar y mi madre, que estaba con él por las noches, tenía que comprar y hacer las comidas. En el recuerdo de aquella escena me veo solo, aunque puede que no lo estuviera. Era por la tarde, tal vez a la puesta de sol. Yo había dejado de leer porque la respiración de mi padre era muy ruidosa y difícil, le costaba mucho respirar. Temía que muriera en cualquier momento. Intentaba rezar, y sugerido por la temática del libro de Rampa, me preparaba para ayudarle y acompañarle en su tránsito. No sé si había leído ya el libro tibetano de los muertos o se hablara de ello en el libro que estaba leyendo, sí recuerdo que yo intentaba hablar con su mente y prepararle para el paso que iba a dar. La respiración era ya un agónico estertor. De pronto dio una gran bocanada muy ruidosa y se quedó en absoluto silencio. Estaba muerto. Yo intentaba hablar con él y hacerle ver que estaba pasando al otro lado y lo que se iba a encontrar. De pronto se escuchó en el aire, llenando toda la habitación, una especie de suspiro de infinito alivio. Lo que más me llamó la atención fue que aquel sonido no parecía venir de ninguna parte y al mismo tiempo de todas. Era como si llegara de otra dimensión. Aquella fue una experiencia que ha permanecido en lo más profundo de mi mente todos estos años. Nunca hablé con mi madre de aquello. Es posible que no estuviera solo, que también estuviera ella, aunque dado que se reservaba las noches, no me parece muy verosímil, salvo que los médicos le hubieran dado un plazo concreto, veinticuatro, cuarenta y ocho horas. La memoria nos juega malas pasadas, crea situaciones que no hemos vivido y transforma otras que sabemos con certeza que sí las hemos experimentado. Fuera como fuera, solo o en compañía, aquella vivencia del suspiro de alivio no puede ser falsa porque ha marcado mi vida. Con el tiempo leería sobre psicofonías e incluso intentaría grabaciones en mi radiocassette pero nunca llegaría a escuchar un sonido como aquel que parecía venir del más allá, de otra dimensión. No recuerdo más detalles, de si llamé al timbre y llegaron para certificar su muerte, si luego llamé desde una cabina a casa para decírselo a mi madre, todo estaba confuso, borrado, como en una niebla espesa. Pero aquellos detalles del libro de Lobsang Rampa, de su respiración forzada, angustiosa (estaba en su habitación, no en reanimación) y sobre todo de aquel infinito suspiro de alivio que me hizo comprender hasta qué punto la muerte puede ser una liberación, nunca se han desdibujado en mi memoria. Tampoco recuerdo el velatorio, el entierro, es como si aquel suspiro hubiera borrado todo lo demás en mi memoria.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXV

6 09 2023

No había cambiado mi aspecto físico. ¡Qué me importaba mi aspecto físico, qué me importaba nada! No puedo recordar cómo se comportó mi madre conmigo, yo estaba centrado en el sufrimiento de mi padre, y eso es lo que mejor recuerdo. No puedo imaginar a mi madre sin decir nada sobre mi aspecto físico, que no intentara que me afeitara aquella barba de patriarca bíblico, tan descuidada, tan hirsuta. Que no me hablara de mi vestimenta, que no me dijera algo, lo que fuera, respecto al aspecto que debería tener alguien que iba a ver a todo un señor juez. Tal vez lo hiciera, o tal vez no. Desde que la escuchara gritar, con aquellos gritos horrísonos que partían el alma, tras mi intento de suicidio lanzándome por la ventana, unos años antes, no era capaz de arrancarme del alma aquella frase que me hizo sentirme menos que un ser humano, una especie de monstruo, de bestia que nunca mereció venir a la vida. Aún la recuerdo, tantos años después. ¡Dios mío, qué hemos hecho nosotros para merecer esto! Puedo ponerme en su piel, una madre que contempla a su hijo tirado sobre el cemento de un patio, sin saber si yo estaba vivo o muerto. Pero clamar a Dios acusándole de haberle dado un hijo semejante que estaba destrozando su vida con aquellos comportamientos bestiales, fue algo que superaba mi capacidad de empatía, que me hizo ver cómo me veía mi madre. Es cierto que en aquellos tiempos ni se hablaba de enfermedad mental y muy pocos o nadie, poseía un mínimo conocimiento de lo que era la enfermedad mental. Simplemente estabas loco y en ello, de alguna manera, existía una parte importante de culpa y responsabilidad por tu parte. No se trataba de la locura absoluta que te exime de la menor responsabilidad. Claro que yo actuaba como una persona normal, buena parte del tiempo, no era el típico loco que dice sandeces todo el tiempo y se comporta como si hubiera perdido por completo la razón. Como enfermo mental, que ha vivido en este infierno la mayor parte de su vida, era muy consciente de cómo me miraban los demás, de la expresión de sus rostros, de sus palabras susurradas en voz baja y que ellos creían que yo no podía oír, de ese comportamiento tan típico de darte siempre la razón, de procurar no enfadarte con nada, de procurar actuar, sobreactuar como si realmente te consideraran una persona perfectamente normal con la que se podía hacer y decir las mismas cosas que se hacían y decían con cualquier otra persona. Ante estos comportamientos yo reaccionaba de dos formas muy distintas, por un lado. montaba en santa cólera y tenía que controlarme para no hacer una locura, y por otro lado me sentía tan culpable que procuraba llevar al extremo un comportamiento tan bondadoso, tan “santo”, que les obligara a perdonarme por una culpa que yo jamás acepté fuera mía, al menos al ciento por ciento.

Un recuerdo asoma su cabecita desde la negrura del olvido. Aquel miedo que podía ver en sus ojos, como si temiera que en cualquier momento perdiera el poco control que aún tenía sobre mis actos y acabara matándola. Más que miedo aquello era auténtico terror, como el que expresan las víctimas cuando son atacadas por los monstruos en el cine. Por eso no puedo estar seguro de que me dijera algo respecto a mi vestimenta y aspecto físico para ir un juzgado y ver a todo un señor juez. Lo cierto es que fui tal como me vestía en Madrid, aunque sin duda con la ropa limpia, no imagino a mi madre haciendo otra cosa que lavar toda la ropa que había traído en las maletas y planchando la que llevaría a mi toma de posesión. Sin duda también fui en playeras porque odiaba los zapatos y no había comprado ninguno. Lo que sí recuerdo bien es llevar aquella gabardina que había comprado en el Corte Inglés de Madrid. Y también la mariconera de cuero con la que me desplazaba siempre en el metro, fuera a trabajar o a cualquier otro sitio. Sin duda no era consciente de que ya no estaba en la gran capital y de que en aquellos tiempos aquellos bolsos que llevábamos los hombres para portar de forma cómoda pequeñas cosas que íbamos a necesitar en nuestras jornadas, tal como una novela negra de Bruguera, una libreta y un bolígrafo para escribir poemas o anotar ideas para relatos o novelas, o algunos adminículos muy prácticos en una gran ciudad pero que en una pequeña capital de provincias no tenían el menor sentido. Solo el automatismo propio de mi carácter y el típico despiste extremado del enfermo mental me hizo actuar como lo hacía en Madrid, donde nadie se asombraba de nada, hicieras lo que hicieras. Se me ocurre ahora que tal vez tuviera que llevar papeles para la toma de posesión o pensara que me darían otros que tendría que llevar a las consiguientes oficinas burocráticas donde se me daría de alta. Seguro que también había pensado en abrir una cuenta bancaria para que me pudieran ingresar la nómina. Aquella mariconera, como se llamaba entonces, me iba a ser muy práctica para no tener que andar con carpetas en la mano que de forma bastante habitual me dejaba en cualquier sitio, algo tan propio de mi condición de despistado como de enfermo mental que drogado por la medicación era incapaz de centrarse en nada de lo que estuviera haciendo. Porque, aunque no lo recuerdo, seguro que había traído mi medicación y la había tomado religiosamente.

De esta guisa entré al palacio de justicia. La primera en la frente. Un compañero de otro juzgado, al que no conocía de nada, pero que luego conocería muy bien, me paró en el vestíbulo y con todo desparpajo quiso saber si yo era el que había salido en televisión. No creo que llevara nada preparado ante un incidente que era previsible, porque ya había pasado un tiempo, demasiado para que creyera que alguien pudiera recordar aquel patético episodio de mi aparición en un programa de televisión. A pesar de que por entonces la caída desde la fama al absoluto anonimato no era algo tan visceral como ahora, que puedes ser portada de telediario un par de días y luego ya nadie se acuerda de ti, no me entraba en la cabeza la posibilidad de que pasados muchos meses un espectador que no me conocía de nada, se acordara de mí. Solo después fui consciente de que si bien solo una memoria prodigiosa podía recordar mi rostro, llevaba la misma pinta que entonces, la barba patriarcal, descuidada e hirsuta, las mismas gafas, la misma gabardina, y sobre todo la mariconera. En aquellos tiempos los homosexuales no habían salido del armario y todo el mundo los despreciaba llamándoles maricones. Si alguien me hubiera narrado lo que iba a suceder en el futuro, no me lo hubiera creído. Era una sociedad homófoba hasta el tuétano de los huesos, machista y tan conservadora que los diplodocus se habrían sentido muy a gusto, eso sí, vestidos como todo el mundo y haciendo las mismas tonterías que la mayoría.

No iba preparado, pero lo sucedido en Madrid me había predispuesto para cualquier cosa. Como los gatos primero saldría corriendo y luego miraría para atrás por si me seguían. Esto me permitió reaccionar muy bien y con mucho aplomo. ¿Yo? ¿Pero qué dices? No sé de qué me hablas. Mi actuación debió de ser tan impresionante que el pobre muchacho se quedó cortado. Me miró y remiró, dudando, y luego me pidió disculpas. Nunca le confirmaría que su intuición fue la correcta aquel día. Si por un milagro leyera ahora esto y recordara algo tan lejano, seguro que se felicitaría. En efecto, era calcado al que salió en televisión, tenía que ser él, no creo en los clones.

Cuando entré en el juzgado y me presenté al agente judicial, que tan bien conocería luego, éste debió mirarme con una cierta sorpresa, pero lo disimuló. Estando allí hablando con mis nuevos compañeros, mientras se preparaba mi toma de posesión, entró un profesional, al que luego, con el tiempo, años, llegaría a conocer lo suficiente para saber que su reacción aquel primer día no fue debida a la sorpresa, él era así, mal hablado, malhumorado, como si todo le fuera mal y tuviera que pagarlo todo el mundo, hasta el novato o el mensajero. Hace años que falleció y aquella reacción, aunque nunca he podido olvidarla, fue perdonada y procuré tratarle siempre con respeto y con una amabilidad muy propia del santurrón que yo quería ser y del enfermo mental que pretendía ser disculpado con un comportamiento ejemplar. Lo cierto es que me miró con cara de pasmo, se fijó en todo, en mi aspecto, vestimenta, pero sobre todo en la mariconera. No procuró ocultar su risita ni bajó el tono de voz para que no le oyera. El comentario lo hizo en voz alta, demasiado alta. Así descubrí que en aquella ciudad provinciana llevar una mariconera era peligro de muerte. Yo era heterosexual pero respetaba a los homosexuales, como no podía ser de otra forma siendo un enfermo mental, los que aún permanecemos en el armario y saldremos mucho tiempo después que los homosexuales y otros marginados en esta sociedad. Pero no solo por esa condición. Hacía algunos años que había abjurado del dogmatismo religioso y tenía una mentalidad abierta, progresista, donde no cabían los pecados, y el vive y deja vivir ya era para mí algo tan elemental que me repugnaban aquellos que pretendían imponer sus ideas o sus conductas a los demás. Con el tiempo leería en los diarios de Anais Nin una versión de esta frase que me llamó mucho la atención. No puedo citarla de memoria, pero decía algo así como los que no son capaces de dejar vivir su vida a los demás es porque son incapaces de vivir la suya. Años atrás había visto a un pobre muchacho en mi barrio que se comportaba como una “loca”, como lo llamaban entonces, espero que no ahora. Es decir. mostraba su condición homosexual de forma estridente y vestía como una mujer. Las burlas e incluso el acoso y la agresividad con que algunas pandillas de machitos repugnantes le habían tratado delante de mis narices me hizo comprender hasta qué punto estábamos viviendo en la época de las cavernas.

La actitud de aquel profesional conmigo me hizo reflexionar, hasta el punto de que ya no volví a llevar la mariconera al trabajo. Tampoco es que me resultara muy práctica en una ciudad provinciana. Pensé que bastante tendría con sobrellevar las consecuencias de mi aparición en televisión como para buscarme más problemas y enfrentarme a todo el mundo. Porque desde luego, a pesar de mi portentosa actuación, no había convencido al compañero que debió de comentarlo con otros y los que vieron aquel programa en la 2 –entonces solo había dos cadenas televisivas, algo que no creerían las generaciones que no vivieron aquellos tiempos- seguro que estuvieron de acuerdo con él, me parecía al de la tele como un clon. Comprendí que no me iba a ser fácil adaptarme al nuevo trabajo y hacer como si mi pasado no existiera y nadie lo conociera. Yo era un loco, y además famoso, mucho tendría que trabajar para convencer a todo el mundo de que en realidad era una equivocación, yo era tan normal como el que más. ¡Santa ingenuidad! Creo que mi ingenuidad en aquellos tiempos era tanta como mi bondad, o al menos como el deseo de ser la persona más bondadosa del mundo.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIV

10 07 2023

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LVI

 · DEJA UN COMENTARIO · EDITAR

Rate This

Me resultó muy delirante encontrarme con que la vida me había reservado una de sus extrañas e incomprensibles jugarretas. Quien había intentado suicidarse de todas las formas posibles y a veces con un salvajismo irracional, ahora se encontraba con que su propio padre iba a morir, se estaba muriendo, padeciendo un sufrimiento atroz. Lo lógico hubiera sido conceder a quien deseaba morir el cumplimiento de su deseo, aunque fuera con un sufrimiento largo y espantoso y no matar de aquella forma terrible, casi un castigo kármico, a quien deseaba vivir unos años más. Me hubiera cambiado por él sin dudarlo. El hecho de haber abandonado el primer círculo del infierno no significaba que yo hubiera olvidado por completo mi deseo de morir. No tenía previsto volver a intentar el suicidio, al menos me iba a dar un tiempo hasta ver si el regreso al hogar podía mejorar mi vida, al menos un poco. El intercambio de destinos no era algo ajeno a mí, incluso se repetiría en el futuro, en momentos concretos de mi vida. Pero no fue hasta años más tarde, tras la lectura de algunos libros esotéricos, que intuí que esa posibilidad no era solo una más de mis ideas delirantes. De hecho, el evangelio me había preparado para la aceptación de un término tan incomprensible como cierto, al parecer: la redención. Jesús había aceptado la muerte en la cruz, con todos los terribles pasos previos, para la redención de la humanidad. Es decir, cambiaba el castigo merecido de los seres humanos, por el suyo propio, como una forma de alcanzar el perdón para ellos. Claro que él era hijo de Dios, un Dios también, y ese intercambio podía ser posible desde el plano de la divinidad. El intercambio de mi vida por la de mi padre no era precisamente una redención, pero sí había interiorizado otro concepto que me resultaba más razonable: el sacrificio. Creo que fue un uno de los libros de Annie Besant, ahora no recuerdo cuál, donde encontré este concepto explicado a fondo. Según ella la vida en el universo, desde los seres menos conscientes a los más, en la cúspide de la pirámide jerarquizada de entidades cada vez más conscientes y poderosas, según se ascendía en la escala, solo podía funcionar gracias al sacrificio. Tal como lo explicaba ella era un concepto terrible, espantoso, al tiempo que esperanzador.

Venía a decir que era imprescindible el sacrificio para que el resto de seres vivos pudiera seguir viviendo, aunque fuera un tiempo breve, el tiempo asignado a cada entidad. Las plantas se alimentaban de los minerales; los animales de las plantas; los seres humanos de plantas y animales y supuestamente las entidades por encima de los seres humanos se alimentaban de estos. Un concepto que para mi gran sorpresa encontraría en los libros de Castaneda, cuando don Juan habla de los voladores, depredadores y seres inorgánicos. Se supone que las entidades superiores a los humanos se alimentan de nuestra energía y no de nuestros cuerpos físicos, porque ellas no tienen forma física. La vida en el Cosmos, a todos los niveles, en todos los planos no deja de ser una forma de depredación, más sutil conforme se va ascendiendo en la escala. Pero Annie Besant no utiliza este término, depredación, si no otro mucho más espiritual, sacrificio. Es decir, todos nos sacrificamos, unos por otros, los de abajo por los de arriba y así sucesivamente. Se supone que incluso los dioses o las entidades más conscientes y poderosas también tienen que sacrificarse para conseguir que el Cosmos siga funcionando. Si nos negáramos al sacrificio otros seres no podrían seguir vivos el tiempo que les ha sido adjudicado. Y curiosamente el sacrificio perfecto sería el amor. Recuerdo bien la frase evangélica que memoricé para siempre. Nadie ama más que el que da su vida por los que ama. No es una cita literal. pero deja bien claro el profundo sentido del sacrificio. Quien ama, quien realmente ama, profunda y espiritualmente, está preparado de continuo para el sacrificio, la muestra de amor más perfecta. Todos los padres llevan en sus genes el instinto básico del sacrificio por sus hijos, y cuando esto no sucede, en casos terribles que suceden y siguen sucediendo, nos sentimos muy sorprendidos, abrumados, como algo que va contra natura. La meta del amor más espiritual no deja de ser un camino de redención, en el caso de la divinidad, y de sacrificio, en el caso del resto de criaturas. Tras leer esta profunda reflexión de Annie Besant medité mucho, porque me chocó, me sorprendió. ¿Cómo era posible que la existencia del Cosmos, en todas las dimensiones, en todos los planos, dependiera del sacrificio, en unos casos sin aceptación, como en el caso de las víctimas depredadas por los depredadores, y en otros casos con plena y consciente aceptación, voluntariamente, como ocurre con los seres más espirituales? Llegué a la conclusión que era algo perfectamente lógico, no solo en el terreno de la alimentación, imprescindible para la supervivencia, cuando la depredación se convierte en un axioma, si no depredamos a los que están por debajo en la cadena biotrófica, cuando es necesario la transferencia de sustancias nutritivas a través de las diferentes especies de una comunidad biológica, tal como acabo de leer en la definición de cadena biotrófica. Y no se trata solo de una transferencia inocua o aparentemente inocua, como podría ser el caso de la leche obtenida de la cabra o la vaca, que no mata a estos especímenes, pero sí privaría de la vida a los hijos de estos especímenes que no podrían vivir sin la leche materna, no existe nada inocuo en esta transferencia que va arrebatando vitalidad y posibilidades de superviencia a quienes se sacrifican y renuncian para que otros puedan vivir. Es cierto, por ejemplo, en el caso humano, que dar sangre a otros que lo necesitan o donar órganos, no supone la muerte del donante, que solo tiene que hacer un esfuerzo suplementario para recuperar la pérdida de sangre o simplemente no necesitas órganos de tu cuerpo cuando estás muerto. Pero siempre alguien en la cadena sufre, quien dona sangre necesita recuperarla aumentando el consumo de proteínas, vegetales u otro tipo de alimentación, con lo que mueren más vegetales o animales. Todo ser vivo depreda, de una manera o de otra. La depredación parece ser una ley básica en el universo. Si aceptamos, consciente, libre y voluntariamente, convertirnos en víctimas para que otros sobrevivan, el hecho de que esto sea una generosa decisión espiritual, no le quita su carga de depredación. Y esto desde las partículas más diminutas al macrocosmos más colosal. Una bacteria o virus necesita depredar para seguir vivo y multiplicándose. Una estrella necesita consumir infinidad de partículas para que pueda seguir viviendo como estrella. Por eso el deterioro, la erosión, son leyes básicas en la evolución del Cosmos, porque es preciso que alguien muera para que otros sigan vivos. De ahí también la necesidad de la dimensión temporal. Sin tiempo no podría existir el deterioro, la erosión, que no es otra cosa que la muerte de algunos para que otros nazcan, sobrevivan y evolucionen. No nos hagamos ilusiones, la inmortalidad no es posible, al menos en la dimensión temporal. ¿Qué sucede con las entidades superiores, inmateriales, energéticas, espirituales? Todo lo existente necesita alimentarse, si no es de minerales, es de plantas, o de animales, o de energía, no somos el Todo que no necesita depredar porque en él está ya todo, no puede depredar nada exterior a sí mismo y no se puede llamar depredación a que utilicemos nuestras propias células para seguir vivos, porque son “nuestras”. Si la idea de sacrificio en Annie Besant tiene un fuerte componente moral y espiritual, no deja de tener cierto parecido con la idea de don Juan sobre los voladores, depredadores y seres inorgánicos. El que ellos sean más conscientes, morales y espirituales que nosotros, está por ver. Lo mismo que el que los humanos no seamos conscientes de que al comer unos vegetales o carne animal estamos depredando, no quita que eso sea cierto. Otros se están sacrificando por nosotros, aunque no sean conscientes de ellos, y nosotros, ¿nos estamos sacrificando también por entidades superiores, invisibles, inmateriales, energéticas? Don Juan se rebelaba contra esto, calificando a los humanos como animales de granjas humaniformes para abastecer de energía a los voladores. Y aquí entramos en el terreno de la moralidad y espiritualidad más extremas. ¿Es aceptable sacrificarse para que entidades superiores a nosotros empleen nuestra energía para el mal, o la oscuridad? ¿No sería más moral y espiritual sacrificarse para que las entidades del bien o de la luz, puedan hacer su trabajo? ¿Y qué trabajo sería este sino el del amor? Recordemos que el amor más profundo y espiritual es el sacrificio por los que amamos. Esa sería la gran diferencia entre los seres de la luz y los de las tinieblas. Los primeros se sacrifican porque aman y los segundos depredan porque no aman y solo quieren alimentarse.

Mi idea de sacrificarme por mi padre no era una idea nacida del amor. Yo quería morir a toda costa, no era un acto de amor sino de suicidio. No había generosidad y amor espiritual en mí, solo la elección del camino en la encrucijada que yo estaba eligiendo desde hacía algunos años, el camino que conduce a la muerte de la forma más expeditiva y rápida posible. Lo que yo entonces ignoraba era que al parecer el sacrificarse por otros, por amor, era posible, y no solo desde la divinidad. Según pude leer en diversos textos, años más tarde, ese ofrecimiento de sacrificio para que otro pudiera seguir viviendo, era posible. Suena totalmente irracional, pero basta con ver la expresión del rostro de una madre con un hijo diagnosticado de una enfermedad incurable para saber que daría la vida a cambio de la de su hijo, si eso fuera posible, e incluso siendo imposible ese amor inmenso podría llegar a hacer posible el milagro. No era mi caso, aunque hubiera hecho la transferencia solo para evitar aquel dolor infernal que llegaría a percibir con absoluta intensidad empática en una escena que recordaré siempre. Fue una tarde. Mi padre se levantó de la cama porque no aguantaba más. Le vi caminar sosteniendo aquella bolsa de plástico con su correspondiente tubo de plástico que tenía que utilizar constantemente porque le habían extirpado parte del intestino y los desechos tenían que salir por el tubo para depositarse en la bolsa que había que vaciar cada ciertas horas.  El dolor tenía que ser tan infernal que su rostro estaba completamente desfigurado y su voz era como una especie de berrido salvaje de animal herido de muerte. Sus gritos espantaban el alma más templada. La morfina apenas le hacía efecto. Maldecía, blasfemaba, pedía a gritos la muerte. Aquello no era vida, aquello era el infierno. Yo sabía muy bien lo que uno siente cuanto está en el infierno, porque había vivido en el primer círculo infernal durante algunos años. Mi padre quería morir, necesitaba morir, para acabar con aquel dolor espantoso. Antes de que mi madre y yo reaccionáramos ya estaba corriendo con la dificultad que suponía desplazarse agotado por la enfermedad y sosteniendo aquella bolsa de desechos hacia la ventana del salón. Logró abrirla, pero antes de que consiguiera encaramarse para arrojarse al vacío, logramos sostenerle, cerrar la ventana y alejarlo de ella. Mi madre lloraba sin consuelo, yo por fin era consciente de a dónde había llegado: al segundo círculo del infierno.

Confiaba en que al ir a tomar posesión al juzgado, me encontraría con un entorno diferente al que había soportado en Madrid. Diferente sino era posible que fuera mejor. Una vez consciente de estar en el segundo círculo del infierno solo cabía esperar que los tormentos fueran distintos, aunque seguirían siendo tormentos infernales. Cuando estás en el infierno solo cabe esperar el tormento, el éxtasis pertenece al cielo… y yo dudaba de que tal lugar existiera.





ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIII

28 06 2023

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS

LIBRO IV

UNA RUBIA ALCOHOLIZADA

Debió de ser un viaje extraño. Por un lado, estaba saliendo del infierno, eso me animaba, me daba esperanzas. Por otro no imaginaba estar entrando en un nuevo círculo del infierno, aunque era evidente que nada me resultaría fácil en mi nuevo destino. Tal vez me consolara aquella idea fija que me acompañaba desde hacía algunos años: Nada puede ser peor que lo que acabo de vivir, por lo tanto cualquier cosa que me suceda es imposible que sea más trágica. Era la ingenuidad de la juventud, cuando se ha vivido poco y aún no se sabe que el dolor y el sufrimiento se intensifican, hasta el infinito si es preciso, no hay ley física o moral que lo impida. Es posible que entonces no lo pensara, pero lo pienso ahora. Lo peor de entrar en el infierno es no saber que lo estás haciendo. Si hubiera podido cambiarme por aquel joven que entraba en Madrid, sabiendo lo que sabía en ese momento, seguro que me hubiera dado la vuelta, que habría salido corriendo en dirección contraria, hacia cualquier parte. Lo realmente curioso es que también estaba entrando en un nuevo infierno y no lo sabía. ¿Me habría dado la vuelta, de haberlo sabido, y hubiera cambiado un infierno por otro? No lo sé. No puedo saberlo. El infierno que estaba abandonando había sido espantoso, nada, absolutamente nada, podría ser peor, y sin embargo… Y sin embargo lo fue, o por lo menos fue tan infernal como el primero, sino más.

Hoy me reiría de aquella escena. El tren era un tranvía con una especie de hall con puertas que se abrían y cerraban oprimiendo un botón. Allí se esperaba a que el tren entrara en la estación y entonces bajabas con la maleta, o subías con la maleta y buscabas tu asiento abriendo la puerta con picaporte que daba a un lado u otro, donde estaban los asientos. No era como los expresos. A la entrada de cada trozo de vagón ocupado por asientos,  existían unas estanterías donde se dejaban las maletas que no cabían en el portaequipajes que estaba cerca del techo y encima de los asientos. Teniendo en cuenta la cantidad de cajas de libros, además de las maletas con ropa, el tocadiscos, los discos, y el resto de mis enseres con los que estaba haciendo la mudanza, debí de llenar aquel pequeño espacio, por mucho que me esforzara en poner una caja sobre otra hasta llegar al techo. Las maletas estarían en las estanterías, al otro lado de la puerta. Conociéndome como me conozco y como recuerdo que era entonces, debí pasarme todo el viaje atento a que los que subían o bajaban no se llevaran una de mis maletas, porque las cajas pesaban demasiado para que alguien pudiera intentar llevarse alguna pasando desapercibido. También tuvo que ocurrir que muchos se quejaran de que mi equipaje entorpecía su bajada o subida. Aquello era de todos, no solo mío. Si se quejaron en voz alta imagino que me disculparía con el rostro sonrojado. Si me miraron sin decir nada, desviaría la vista. Y si alguno de los que subían al tren se quejó al revisor es posible que le explicara mi situación y le suplicara me dejara seguir el viaje sin poner trabas. Si fue así seguro que era un buen hombre al que le dio pena un joven tan apocado y en una situación tan apurada. Además, mi aspecto daba a entender con claridad que yo era un tipo raro, que estaba mal de la cabeza. Obeso, con barba patriarcal, desaliñado, tal como había salido en el programa de televisión. Incluso, estadísticamente, no era descabellado pensar que alguno de los viajeros, incluso el propio revisor, hubieran visto el programa o hubieran visto las fotos en el suplemente dominical de Diario 16. Aunque había pasado algún tiempo, mucha gente tiene mejor memoria que la mía, como se demostraría en León.

Puedo imaginar la escena sin mucha dificultad. Sentado sobre una caja de libros, mirando a través del cristal de la puerta, un paisaje que era otoñal, porque mi llegada se produjo tal vez un mes antes de la Navidad, con probabilidad en noviembre. Lo sé porque acababa de salir la ley del divorcio y yo me tendría que ocupar de la tramitación de separaciones y divorcios en el juzgado donde tomé posesión. Miraba hacia afuera para evitar pensar en lo que ocurría dentro del tren. A pesar de ello en cada estación estaría muy atento a las personas que bajaban y subían del tren, para que no se llevaran nada, no obstante la dificultad de que pudieran hacerlo. Al salir de la estación de Chamartín, seguramente rememoré los años que había pasado en Madrid, era inevitable y también fantasearía con lo mejor que podría ocurrirme en mi nuevo destino: encontrar una chica, casarme, bajar de peso, iniciar una nueva vida, completamente distinta a la que había vivido.

No, no debió ser un viaje fácil y agradable, angustiado por llegar cuanto antes, sin perder nada importante para mí. A pesar de ello el alivio tuvo que ser algo fantástico. Abandonar aquel círculo del infierno era casi como entrar en el paraíso. Solo la juventud sin experiencia puede llegar a pensar que una vez que abandonas el infierno estás entrando en el cielo, o al menos en el purgatorio, que tiene la gran ventaja de ser provisional, por duro que sea un purgatorio, saber que antes o después saldrás de él, lo hace muy llevadero. A pesar de haber leído La divina comedia de Dante, no era consciente de que el infierno está compuesto de muchos círculos, salir de uno solo significa que entras en otro. Una cosa es la teoría y otra la realidad. Dante tuvo una gran imaginación para describir los círculos del infierno, pero la realidad no era así, no podía ser así. ¡Qué equivocado estaba!

No recuerdo cómo me las arreglé al llegar a la estación de León. Me veo obligado a hacer deducciones. Mi padre no me ayudó, eso seguro. Apenas acababa de entrar en el nuevo círculo del infierno, cuando ya me esperaba la primera escena dantesca. Me habían ocultado la gran tragedia que estaba viviendo mi familia. Cuando llegué a casa no pudieron ocultármelo. Mi padre estaba enfermo de cáncer desde hacía algunos años, tal vez dos o tres, no muchos más porque murió a los cuatro años de haber sido diagnosticado. La única explicación que recibí fue la de que no querían que me deprimiera y volviera a intentar el suicidio. Como enfermo mental esa ha sido una constante en mi vida. A las personas que sufrimos cualquier clase de enfermedad mental se nos ocultan cosas, incluso importantes, incluso imprescindibles. Esa es una dura lección que todo enfermo aprende más bien antes que después. Ahora mirando con esta profunda perspectiva que da el tiempo, cuando miras el final del túnel desde su principio, puedo comprender la razón de estos ocultamientos tan pueriles e inútiles. Cuando me he visto en la misma situación, ocultando cosas a enfermos mentales, me he dado cuenta de que hasta parece razonable. Decir la verdad a una persona que sufre una enfermedad mental tiene sus consecuencias. Se lo tomará mal, seguro, se deprimirá, tendrá una crisis, antes o después, incluso puede que intente suicidarse. Es un cargo de conciencia no ocultar acontecimientos que pueden hacer tanto daño a una persona que sufre la enfermedad mental, pero resulta comprensible si puede retrasarse este momento, aunque nadie en su sano juicio puede pensar que se pueda ocultar algo para siempre, que los secretos nunca se desvelarán. Una de las grandes verdades que me enseñó el evangelio, cuando llegué a saberlo de memoria en el colegio religioso donde estudié, es que “nada hay tan oculto que no llegue a desvelarse”. Sí, me lo llevaban ocultando desde hacía años, creo que incluso cuando asistieron a la boda de mi amigo A. como cuento en el lugar correspondiente, mi padre ya estaba enfermo de cáncer.

Así pues, mi padre no pudo estar esperándome en la estación, porque creo recordar que ya llevaba aquella bolsa que les ponían a los operados para desviar la orina. Lo recuerdo con esa bolsa cuando se levantaba de la cama. Es un recuerdo seguro y vívido, aunque no sé si ya la tenía cuando llegué o fue tras una operación posterior a mi llegada. ¿Cómo me las arreglé para llevar todo mi equipaje hasta casa? Es cierto que la estación de trenes no estaba lejos de la casa de mis padres, de hecho, estaba bastante cerca, pero era imposible llevar todo en un solo viaje en taxi. No creo que pudiera guardar las cajas de libros en la consigna, por lo que alguien tuvo que ayudarme. Era impensable que yo dejara todo en la estación y fuera haciendo viajes en taxi hasta acabar el traslado de tanto equipaje. No puedo hacerme una idea de cómo solucioné el problema. Tampoco sé cómo lo subí todo al tercer piso sin ascensor, por unas escaleras estrechas y empinadas. Tuve que recibir ayuda, ¿pero de quién? No debieron de tardar mucho en hacerme saber la tragedia, porque si el recuerdo de la bolsa es cronológicamente exacto, me daría cuenta en cuanto fuera a abrazar a mi padre. No me resulta difícil imaginar el impacto que aquello supuso para mí. Si durante las horas que duró el viaje pude haberme hecho ilusiones sobre la salida del infierno y la entrada en el purgatorio, aquello las hizo explotar. Ya estaba en el segundo círculo del infierno, lo que ignoraba era aquel primer sufrimiento no iba a ser nada para mí, en comparación con lo que me esperaba.





RELATOS DE A.T. IV

7 06 2023

RELATOS DE A.T. IV

Aprovechando la circunstancia seguí aquella materia ectoplasmática, muy brillante debido a la intensidad del pensamiento de su proyectante, de regreso a su espacio físico y bruscamente me encontré en la cama con la viuda. Lo deduje porque su mirada recorría toda la habitación sobresaltada como si hubiera sido despertada repentinamente y luego volvía al blando lecho donde reposaba su cuerpo con gran placer. Seguí su mano hasta la mesita donde estaba el despertador, lo cogió y comprobó la hora. Era temprano para ella que no tenía que llevar niños al colegio. Su memoria se remontó unos años atrás cuando un aborto estuvo a punto de matarla dejándola estéril de por vida. Estaban pensando en adoptar un niño cuando su esposo se había ido tan repentinamente que ahora, unos meses más tarde, aún seguía alargando su mano hacia su cuerpo cuando se despertaba. Para mí era evidente lo mucho que le había amado, que aún le amaba, porque sus sentimientos me llegaban con absoluta nitidez. Aquella mujer sería una excelente médium si se dedicara a interpretar el tarot o simplemente al espiritismo desnudo. Mi pensamiento debió llegarle con nitidez porque inmediatamente pensó en la echadora de cartas que tenían en la comunidad. Vivía unos portales más allá en aquel monstruoso edificio, de tantos vecinos que temí perderme. Para los descarnados no existen paredes que delimiten los espacios o las personas; esto, muchachos, es como un inmenso y oscuro vacío donde solo la luz de la consciencia ilumina la noche como lejanas estrellitas, solo que no hay distancias entre estrellas, piensas en aquella y ya estás yendo hacia ella, lo malo es cuando no tienes una imagen precisa, si piensas sólo en un punto de luz puedes salir disparado hacia cualquiera de ellos, todos son iguales.

La mujer decidió asearse, vestirse, desayunar y acercarse un momento a ver a la echadora de cartas, necesitaba saber algo de su marido y de su futuro. Antes de llegar a ello tuvo que pasar por momentos escatológicos que tuve que soportar con paciencia, aunque esta vez derroché menos que con el zoquete que se había cargado a su marido, sus sensaciones me producían una estimulación erótica muy agradable. Aproveché esos momentos en que los humanos dejan su mente a su libre albedrío para sondear sus recuerdos sobre la muerte de su esposo. Sentía por él un gran cariño, le parecía un hombre bondadoso con todo el mundo y deseoso de ser padre para explayar su fuerte instinto paternal. Ambos habían decidido ponerse al gratificante trabajo de crear un hijo cuando la pesada insistencia del bruto de su amigo para que le acompañara a una cena de una peña futbolística precipitó su muerte.

Llevaba una temporada advirtiéndole sobre aquel viejo conocido de la infancia con quien se había reencontrado en una reunión de la comunidad al poco de llegar a vivir al nuevo piso. Él empezaba a huir con obstinación dándose cuenta de sus problemas matrimoniales y de su baja catadura moral pero aquel error aceptando la invitación que él se había tomado como una despedida del amigo no había podido ser enmendado. Su entierro pesaba en su recuerdo como la experiencia más angustiosa de su vida sobre la que se negaba a volver por lo que no pude sacar mucho en limpio. La acompañé hasta la casa de la médium curioso por  conocer los viejos trucos que empleaban los humanos para hacerse pasar por interlocutores de las mentes descarnadas. Su mente estaba ansiosa por encontrar un clavo ardiendo de esperanza al que asirse, cualquier signo de que su marido estaba en el más allá viviendo una vida cualquiera aunque ésta fuera dolorosa la consolaría y atenuaría su angustia. No podía imaginarse el fin de la consciencia, de la vida y si para conseguir una esperanza tenía que dejarse engañar estaba dispuesta aunque no se creía tan tonta como pare aceptar las tonterías de cualquier sacamuelas.Antes de que abriera la puerta la imagen de la mujer que estaba al otro lado me llegó con gran fuerza. Hubiera podido dejarme llevar por la fuerza de su mente que me atraía irresistiblemente pero preferí observarlo todo desde fuera, tanto como una mente descarnada puede hacerlo que no es mucho si el control emocional no es muy bueno y el mío aún deja mucho que desear. Ambas mujeres se saludaron con gran cordialidad y afecto, no era la primera vez que mi portadora visitaba a la médium buscando una rendija de luz en la oscuridad. La figura que apareció al otro lado de la puerta y que ahora observaba con los ojos de la viuda mientras aquella la precedía por el pasillo hacia el salón era una mujer pequeña con una gran joroba en su espalda, deformación que pensé la habría conducido hacia la profesión de médium como un cuerpo musculoso puede llevar a su portador hacia algún deporte; más tarde confirmaría esa apreciación. Cuando se sentaron a la mesa camilla, una enfrente de la otra y pude contemplarla a mi sabor la situé en la cincuentena de años según el cómputo humano aunque su cara arrugada y aquella joroba que la obligaba a inclinarse hacia delante como una abuela maltratada por la artritis me podrían haber equivocado fácilmente. Vestía un traje chaqueta con falta de buena factura que desentonaba dolorosamente con la percha que  lo sostenía., sus colores eran muy discretos pero ello no aminoraba mucho la impresión que producía puesto sobre un cuerpo tan deforme. Su rostro a pesar de todo era agradable, casi se podría decir que bonito a pesar de sus arrugas gracias a la sonrisa que no se borraba de sus labios finos en una boca pequeña. Era esta expresión de perpetua alegría lo que ayudaba mucho a olvidar su defecto físico que sin embargo ella parecía tener muy presente como podía deducirse de su mirada ligeramente a la defensiva desde unos ojos negros y brillantes con una luz atenuada de perpetua melancolía.Recapitulé todas las impresiones recibidas hasta el momento fijándome mucho en el espacio físico donde habitaba la buena señora. Por el pasillo mientras seguía a la viuda pude apreciar unos bonitos cuadros describiendo temas esotéricos, diversos signos astrológicos, pirámides sobre un hermosísimo desierto sobre el que caía la luz roja de la puesta de sol, un completo mapa astronómica que cubría una gran parte de pared a la derecha del pasillo antes de llegar a la puerta del salón y diversas figuras relacionadas con el esoterismo como triángulos o estrellas de cinco puntas. El salón estaba decorado con grandes cortinajes rojos en las paredes, numerosas lámparas de pie extendiendo una fuerte luz roja por todo el recinto, colgaduras y grandes cuadros imitando los arcanos mayores del tarot de Marsella hacían pensar en una llamativa barraca de feria cuando no en un extraño prostíbulo para clientes exquisitos o estrafalarios.

En el centro, sobre una mesa camilla tambien revestida con un suave tejido de color rojo, una gran bola de cristal destellaba reflejando la luz de las lámparas. Aquella decoración se aproximaba más  a lo que yo había conocido tiempo atrás que lo visto hasta ahora en las dos casas que me hacían comprender mejor que cualquier otra explicación el cambio de época. La viuda se sentó en una silla de madera frente a la pitonisa que ya había tomado asiento deseosa de terminar cuanto antes la sesión, no era una hora apropiada según  había comentado aunque ante la insistencia de la mujer aceptó llevarla a cabo por la amistad que las unía, aunque no tenía esperanzas de que saliera algo positivo de todo aquello. La pitonisa barajó las cartas que tenía preparadas sobre la mesa y pidió a la viuda que fuera escogiendo hasta que la mesa quedó llena de cartas boca arriba formando un peculiar diseño.Fue entonces cuando se me ocurrió una arriesgada idea que tal vez no hubiera llevado a cabo si hubiera dispuesto de algún tiempo para pensar en los pros y contras. No sé por qué sentí el deseo de comunicarme con los humanos, normalmente es una posibilidad que no interesa gran cosa a las mentes descarnadas, al contrario nada más fácil y cómodo que  manipular a un humano cuando se siente tan seguro de su inviolabilidad como si estuviera encerrado en un bunker subterráneo con mil medidas de seguridad. Por otro lado no disfrutaríamos de los pequeños placeres que nos depara el contacto con ellos, tales como la comida o el sexo si estuvieran siempre a la defensiva, pendientes de las mentes que pueden andar rondando a su alrededor. Lo cierto era que no se trataba de la primera vez que se me ocurría  semejante idea pero siempre la había descartado por inútil y peligrosa. Ahora decidí llevarla a buen término deseoso de experimentar un contacto más estrecho con los humanos después de tanto tiempo sumergido en el mundo caótico de la infinita flexibilidad mental. De buena gana hubiera dejado que la sesión discurriera por sus cauces lógicos, es decir que la angustiada viuda no sacara de ella mas que unas torpes frases de consuelo pero no podía desaprovechar la ocasión que se me presentaba para sorprender a la pitonisa y ponerla de mi parte.La presencia del difunto y alguna manifestación verídica de su presencia, tal como su voz encarnada a través de la médium, sería una experiencia que ninguna de las dos mujeres olvidaría y muy apropiada para llevar a cabo mis planes sin excesivas dificultades. Sugerí a la viuda pensara con fuerza en la imagen de su marido y yo reforcé ese pensamiento tratando de atraerle de forma irresistible. Mientras tanto la pitonisa comenzaba su interpretación, la muerte rondaba en el pasado, lo que sólo podía significar una cosa, todo el mundo en el barrio conocía su desgracia. Contacté suavemente con la mente de la pitonisa y la sugerí  una manifestación del difunto muy cercana en el tiempo. Al oír sus palabras la viuda se estremeció y la intensidad de la energía de su pensamiento aumentó con la intensidad de una fuerte carga explosiva. Ahora si estaba seguro de que el difunto no permanecería silencioso en su refugio, nadie podía ignorar aquella llamada angustiosa.Me preparé para un contacto que podía ser muy violento, desprendiéndome ligeramente de la mente de la viuda oteé en la oscuridad del más allá. A lo lejos un punto de luz se acercaba a la vertiginosa velocidad que ningún científico humano comprendería pero que para las mentes descarnadas es tan natural como para un humano un viaje en automóvil.  Ningún humano piensa que la velocidad con que su mente se traslada hacia el pasado o a un hipotético futuro en el tiempo por muy lejos que estén en el espacio o en el tiempo pueda ser algo más que la facilidad con que la memoria saca de su baúl mágico los recuerdos que desea. Si fueran conscientes de la facilidad con que la mente viaja en el espacio y en el tiempo se lo pensarían dos veces antes de dar rienda suelta a ese caballo desbocado.Conforme se acercaba un luminoso rostro humano distorsionado de una manera repugnante por la cólera y nimbado  por un gran halo de luz roja propia de estas emociones se fue haciendo más y más grande hasta convertirse en un gran ectoplasma luminoso. Reconoció rápidamente la mente de la mujer con la que había estado unido tan estrechamente en la carne y se disponía a juntarse con ella de la forma tan brutal y descuidada propia de los descarnados sin experiencia cuando notó mi presencia como un pensamiento que no encajaba en la mente de ella, sólo cuando formé un rostro sonriente comprendió de qué se trataba la forma parasitaria que tanto le sorprendía. Su pensamiento me llegó como una coz de mulo enfurecido. Quería saber quién era, qué hacía allí, que me marchara y dejara en paz a su viuda y todo a la vez como una apestosa bocanada de aire pútrido. Mantuve la sonrisa y me presenté como un colega descarnado en visita más o menos oficial. Había sido enviado para hacerle desistir de sus deseos de venganza y enseñarle un par de cosillas.El no admitió mi tono irónico le parecía completamente fuera de lugar y tampoco comprendía que alguien pudiera enviarme.





RELATOS DE A.T. III

30 04 2023

RELATOS DE A.T. III

Terminó de desayunar y le acompañé hasta el servicio. A pesar de mi repulsión no podía dejar el contacto con su mente o terminaría perdiendo la vinculación con aquel lugar físico que necesitaba conocer como la palma de mi mano. Me alejé todo lo que pude para percibir lo más atenuado posible el placer que le producía el acto escatológico que estaba realizando, muy rápido por cierto, enseguida comprendí la razón. Empezó a pensar con toda la libidinosidad de que era capaz su imaginación en la viuda de su amigo y esta capacidad era mucha puedo asegurarlo. Su fantasía tenía mucho más de brutal violación que de agradable y fácil seducción. No pude evitar sentir asco a pesar de la atracción que empezaba ya a sentir por aquella mujer por lo que me alegré cuando terminó de masturbarse y dejó que cuerpo y mente se relajaran.

Esperé pacientemente a que decidiera afeitarse, pero como tardaba se lo sugerí muy sutilmente haciéndole ver lo feo que estaría si tuviera que ver luego a la viuda sin afeitarse. Este brevísimo pensamiento le catapultó hasta el armario de baño de donde cogió los utensilios necesarios para el afeitado y cuando por fin se enjabonó delante del espejo pude contemplar a placer su rostro. Su cabeza era redonda y grande, a pesar de su cuello de toro me pareció que pujar por aquel peso tenía que ser todo un deporte. Su rostro coloradote estaba erizado de agrestes cerdas que harían huir a la mujer más  necesitada de caricias. Pero lo que más llamó mi atención fueron sus ojos. Negros y duros, miraban con recelo y un odio difícil de ocultar. Aquel hombre odiaba a todo el mundo, odiaba la vida, la luz  la oscuridad, incluso se odiaba a sí mismo, bueno esta era la razón de que odiara tanto todo. Tan solo este odio se atenuaba frente a una mujer atractiva que pudiera darle placer.

Mi mente estaba tan concentrada en fijar sus facciones en mi consciencia que apenas tuve sensación alguna de su afeitado. Terminó y se acercó otra vez a la cocina para beber un trago de agua de una botella que tenía en el frigorífico. Debía haber cenado algo fuerte y salado porque hasta mí llegaba la frenética actividad de su estómago e intestinos, eructó con gran fuerza y su mujer, que aún seguía desayunando sin prisa, le llamó guarro a lo que el contestó con una fuerte ventosidad. Momento que aproveché para dejar su mente y quedarme en contacto con la de su mujer.

En mis anteriores vidas tuve un cuerpo del sexo masculino. En el más allá las mentes no tienen sexo, no obstante toda mente no es otra cosa que el conjunto de sus recuerdos por lo que quienes nos recordamos con cuerpos masculinos nos consideramos mentes macho y al contrario. Por eso el contacto con la mente de aquella mujer era una experiencia difícil, no me adaptaba a las sensaciones de su cuerpo y menos en aquellos momentos en que pude detectar un desarreglo hormonal propio del cuerpo femenino. No estaba de muy buen humor y mis pensamientos masculinos podían desequilibrarla más si no tenía cuidado así que tuve que inventar sobre la marcha, la sugerí que las ideas raras que comenzaban a asaltarla procedían de los desarreglos de la regla que aquel mes eran muy dolorosos. Ya más tranquila comencé a sugerirla pensamientos que me dieran la información que necesitaba.

La sugerí pensara en su marido y una oleada de repugnancia me invadió. Seguía con él por motivos económicos y por los niños, pero el odio que sentía hacia su persona se iba acrecentando día tras día. No le dejaba acercarse con intenciones sexuales y dormían separados desde el día del accidente en el que había muerto el amigo después de una noche loca en un prostíbulo. No se lo perdonaba y el frustrado deseo de que el muerto hubiera sido él aún la consumía. En cambio tenía buen concepto de su amigo e incluso se había sentido atraída por él. Trabajé esta idea hasta empezar a sentir cómo su imaginación se desbocaba, su fantasía la llevaba a acostarse con él, algo de lo que ahora se arrepentía no haber hecho o intentado por lo menos. Con un toque aquí y otro allá pude gozar de la excitación que le producía aquella fantasía. Llevaba mucho tiempo sin experimentar  estos orgasmos mentales con humanas que dicho sea de paso son más satisfactorios que los revolcones con mentes femeninas que van perdiendo la intensidad de estímulos que proporciona el cuerpo, muchas veces se pierden en sus recuerdos y se olvidan de lo que están haciendo. La mujer, asombrada pero excitada, se dejó llevar y juntando sus muslos se rozó suavemente hasta llegar al orgasmo. Luego se relajó y dejando caer su cabeza sobre los brazos apoyados en la mesa se quedó dormida.

Este es un momento delicado para las mentes descarnadas que estamos en contacto con las mentes humanas, a pesar de que no pueden vernos y su percepción de nuestra presencia es fácil de transmutar en sueños o pesadillas no me gustan mucho estos contactos. Su mente se sintió libre y alejándose un poco de su cuerpo empezó a jugar con la mía como si fuera un sueño, lo que aproveché para  hacerla revivir aquella noche y los acontecimientos posteriores.

Ya de madrugada recibió una llamada del hospital donde había sido internado su marido. La impresión había sido tan grande que no pudo reprimir sollozos histéricos que confundieron a la enfermera. La muerte de su marido era una noticia tan agradable que perfectamente consciente se hubiera visto obligado a un gran esfuerzo para disimular su alegría, la somnolencia la ayudó a reaccionar de una manera perfectamente normal. La voz de la enfermera la consoló rápidamente, no su marido no estaba muerto, saldría adelante, pero lamentaba decir que su acompañante que no estaba identificado porque salió despedido del coche y se perdió su documentación acababa de fallecer. Ella no sabía con quién había salido de jarana esa noche, cosa por otro lado muy habitual, pero lamentaba profundamente que no hubiera sido su marido el fallecido. Dio las gracias y se dispuso a vestirse sin ninguna prisa, tenía que hacer el paripé de la mujer desconsolada pero tampoco necesitaba correr.

Ya en el hospital la calmaron respecto a su marido, pequeñas lesiones en la cara y un brazo roto pero no parecía  tener lesiones internas aunque tendría que estar unos días en observación. La rogaron les ayudara a identificar a su acompañante. Tenía el cuerpo destrozado y apenas le miró unos segundos, suficientes para que su rostro magullado le resultara familiar. Era el marido de una vecina de su mismo edificio, un hombre agradable y cortés a quien ella saludaba siempre con suave dulzura imaginando que era con él con quien se había casado y no con la bestia parda de su marido.

Decidió llamar ella a su vecina, era lo menos que podía hacer ya que según informaron  su marido era el conductor y la causa del accidente se debía al alto grado de alcohol en su sangre. Tuvo que hacer de tripas corazón para abrazar a su vecina que se desmoronó en sus brazos como un muñeco roto. La acompañó al cementerio consolándola lo mejor que pudo y cuando su marido volvió a casa le obligo a trasladarse a otra habitación y no volvió a dirigirle la palabra.

Aprovechando la imagen de la viuda sugerí siguiera pensando en ella hasta hacerme una imagen bastante precisa de su físico, luego la desperté para que me mostrara el resto de la casa, quería contactar con la viuda pero no podía hacerlo hasta conocer bien aquel piso,a donde tendría que volver con frecuencia ya que al parecer el fantasma campaba allí sin respeto alguno. Tardó en levantarse dándole vueltas al sueño que acababa de tener, solo pudo recordar que se trataba de una pesadilla referente a la muerte de aquel hombre. La acompañé a su habitación, luego al servicio de donde acababa de salir su marido que se estaba vistiendo en su habitación, finalmente a la habitación de los niños a quienes tenía que despertar para llevarles al colegio. Durante estos traslados conseguí que pensara en los extraños fenómenos que venían ocurriendo en el piso desde el accidente, ella no les daba ninguna importancia aunque empezaban a ser preocupantes para su marido que había presenciado en solitario algunos fenómenos sumamente extraños de los que se había visto obligado a hablar con ella para no volverse loco según decía. Ambos habían presenciado juntos algún fenómeno telequinésico muy fuerte.

Decidí dejarla, ya tendría tiempo de volver al tema aquella noche, si aún no había aparecido mi fantasma, que no asomaba su invisible morro por ninguna parte. Quería conocer a la viuda que sería  el principal instrumento que utilizaría para intentar controlar a aquel nuevo descarnado descontrolado. Di un toque a mi portadora para que pensara un buen rato en su vecina y lo hizo con tal intensidad que la viuda proyectó su mente hasta allí sobresaltada por la intensidad del pensamiento que percibía como una obsesión de su mente.





RELATOS DE A.T. II

21 03 2023

RELATOS DE A.T. II

RELATOS DE A.T. II

Viajar por el más allá no es fácil de describir. No se trata de subirse a un soporte físico, pongamos un tren, y con la nariz pegada a la ventanilla contemplar un paisaje que va cambiando al ritmo del movimiento que impone la locomotora al vagón donde tú vas sintiendo tu cuerpo físico y todo tu entorno a través de los sentidos. En el más allá se viaja con la mente. Si es poderosa como la de un maestro el viaje no tiene más dificultad que la de guiar tu pensamiento hacia el espacio-tiempo deseado o hacia la entidad incorpórea que ya conoces o deseas conocer. Si tu mente no es la de un gran maestro debes luchar como un neófito contra el oleaje de tus pensamientos para evitar ser trasladado a donde tu voluntad no desea ir.

En el más allá no existe un paisaje al que aferrarse ni llevas un reloj de pulsera en tu muñeca para saber el tiempo que transcurre mientras recorres el entorno físico con el movimiento de tus pies o del soporte técnico que has elegido. El más allá es la oscuridad absoluta, la noche perpetua, y la pequeña luz de tu consciencia deslizándose en el tiempo interior. Tan solo el encuentro con otras entidades da un poco de luminosidad a tu entorno. Como farolas en la infinita avenida de la noche eterna eres consciente de que deben de estar ahí en alguna parte. No las ves, no las percibes hasta que se establece el contacto. Un punto de luz aparece frente a tus ojos, surgido de la oscuridad, y te dispones al contacto con lo desconocido. Eso es todo.

Todos los desencarnados sabemos que allá abajo, por poner un punto en un espacio inexistente, está el mundo material donde habitan los encarnados en un espacio físico concreto moviéndose al lento ritmo que su consciencia ha elegido para percibir las cosas. Te lo imaginas como una gran cúpula de baja vibración energética en la que no puedes entrar si no te has encarnado en un cuerpo físico o tu mente contacta con la de un corpóreo. Ves a través de los ojos del cuerpo y sientes el entorno al contacto de esa envoltura material con lo que la rodea. No hay otra forma por eso los incorpóreos somos tan reacios a descender al mundo material. Sabes que reencarnarte es sufrir la fragilidad y caducidad de la materia y conoces perfectamente las molestas sensaciones que conlleva el contacto próximo con una mente corpórea. No es agradable dejar la cálida oscuridad donde tu mente vive al compás de tus ideas y sentimientos sin miedo al dolor físico o el temor a la muerte. Por eso dicen que los muertos no regresan para anunciar a los vivos la existencia de otra vida, para consolarles de su desgraciado caminar por la materia. Los pocos que lo han hecho alguna vez recordarán para siempre la desesperación que les invade cuando sus comunicaciones telepáticas con los seres queridos aún corpóreos son rechazadas como pensamientos ajenos generados por la tristeza de haber perdido a un ser querido. Los fantasmas asustan y son relegados a la leyenda, los sonidos físicos emitidos por el incorpóreo con grandes dificultades son calificados de psicofonías con una explicación tan razonable como sonidos producidos por extraños fenómenos físicos que nadie se atreve a explicar. No es sorprendente que los incorpóreos se desesperen de la incredulidad de los encarnados y se alejen para vivir sus vidas en el más allá de la forma más agradable posible. Al fin y al cabo todos los mortales sabrán algún día qué hay al pasar la línea. Saberlo mientras se afanan en sus estúpidos quehaceres materiales no les ayudará mucho a ser mejores, que es de lo que se trata porque en el más allá lo único que cuenta es lo que piensas, lo que sientes, lo que eres.

El maestro me iba a llevar con el difunto que por lo visto estaba causando tanto alboroto. No esperaba que fuera un viaje largo teniendo en cuenta que los maestros que se ocupan de estas cosas conocen muy bien la mente de los recién fallecidos pero como en algo hay que ocupar el pensamiento reflexioné con mucho cuidado sobre la tarea que me aguardaba. A pesar de la discreción del maestro uno está ya muy acostumbrado a sus calambrazos mentales cuando tu pensamiento se ocupa en cosas desagradables. La elevada tasa vibratoria de su consciencia rechaza automáticamente los pensamientos bajos. Ni siquiera influye en ello su voluntad, sencillamente la alta vibración no puede mezclarse fácilmente con la baja y la rechaza con tal intensidad que aprendes rápidamente a no provocar a los maestros.

De su círculo de intensa luminosidad sale una especie de ectoplasma en forma de brazo que contacta con el mío. Es una concesión del maestro a nuestro apego a los cuerpos que tuvimos una vez. A los neófitos nos gusta pensar que aún seguimos teniendo cuerpo por eso de nuestro círculo de consciencia a veces salen brazos o piernas o se forman los rostros que fueron nuestros en el pasado. La sensación de estar siendo llevado por el aire agarrado a la férrea mano del maestro es inevitable para lo que aún no hemos sido capaces de renunciar a nuestras reencarnaciones. En realidad lo único que ocurre es que dos consciencias que se comunican están siguiendo una misma línea de pensamiento. Esa es la única forma de viajar por estos pagos.

Los maestros sienten una repugnancia, que calificaría de patológica si este viejo concepto corpóreo tuviera aquí algún significado, a contactar de alguna manera con el mundo físico. En el fondo creo que temen volver a sentirse atraídos por esa orgía perpetua de estímulos sin control que resulta tan fácil de aceptar para el vacío de la mente y tan difícil de depurar que una vez lograda esta meta solo los tontos como esta especie de Angel Tontorrón en que me he convertido somos capaces de desear alguna vez. Por esta mezquina razón nos utilizan a nosotros, los impuros, para las tareas que requieren contacto físico con ese mundo material que ellos saben ofrece tan poco y genera tanto sufrimiento. A.T. también lo sabe pero no puede evitar sentirse atraído por placeres ya casi olvidados. Por eso y no por otra razón acepto de vez en cuando estas misiones. Me imagino ser un detective incorpóreo investigando algún caso enrevesado. Otros se divierten comiendo piedras como solía decir cuando era corpóreo para disculpar las extravagancias ajenas. Supongo que cada uno se divierte como puede o quiere, incluso en el más allá. Algún día no muy lejano dejaré de sentirme atraído por estas tonterías. Entonces me transformaré en un Gran Maestro y viviré en una de esas hermosas ciudades de luz que espero, esta vez sí, me permitirá visitar el maestro como premio a esta misión verdaderamente repugnante si bien se piensa. Creo que ya me he merecido conocer de pasada esas ciudades de las que tanto se habla por aquí cuando te encuentras con otro neófito. Sí amigos, hasta en el más allá se actúa por motivos espúrios, por la mezquindad de la zanahoria delante del burro que en este caso soy yo para mi desgracia.

La llegada a las vibraciones materiales suele ser muy dolorosa, algo así como si en pelota picada te restregaras entre las ortigas. El maestro tuvo la delicadeza de atenuar con su poderoso pensamiento este contacto. El rechazo que experimenté no pasó de un cosquilleo molesto. Allá a lo lejos pude contemplar la inconfundible forma ectoplasmática de una mente corpórea agitándose en emociones violentas o pensamientos nada equilibrados. Su color rojo intenso me produjo un fuerte rechazo que compararía a un vómito ante un alimento en malas condiciones. El maestro se acercó, es un decir, con mucho cuidado y rozó con mucha suavidad aquella mente descontrolada. No sé qué le sugirió exactamente al corpóreo pero su rostro físico se me hizo presente con gran intensidad, rojiza por supuesto. El ectoplasma que era su mente era más lechoso de lo habitual y sus rasgos eran realmente repugnantes. Parecía estar disfrutando de algo pero a un nivel muy material, no sé si ustedes me entienden. Tal vez fuera un pensamiento tan bajo que su rostro ectoplasmático se distorsionaba en una expresión feroz y muy, muy desagradable.

El maestro me hizo saber que aquel encarnado era la llave que me permitiría contactar con el difunto. En el tiempo físico fueron amigos y su deleznable conducta atraía ahora la venganza del recién fallecido. Lo demás quedaba de mi cuenta. El maestro me recomendó mucha prudencia y toda la paciencia que fuera necesaria. El estaría atento por si las dificultades se me hacían insalvables. Me deseaba una feliz misión y su expresión de intenso afecto y paz profunda me calmó lo suficiente para no salir corriendo. Pude intuir que mi escondido deseo de visitar una ciudad de luz se vería satisfecho sino me dejaba enredar por los degradantes placeres de la materia. Era un aviso conociendo como conocía mi tendencia a dejarme enredar en estas cosas. Reconozco humildemente que hecho de menos muchas cosas del mundo físico, el alimento, el sexo, esa sensación de no tener mente que tanto echamos de menos los incorpóreos agobiados por pensamientos constantes que nos vemos obligados a controlar para no caer en mundos demoniacos como los califican los encarnados y no sin razón.

El maestro aceptó mi humilde respuesta de que haría lo que pudiera y una especie de risita cantarina me cosquilleó la consciencia. No se fía mucho de mi y no se lo reprocho. Soy más bien propenso a caer en la tentación. Me aferré con repugnancia a la mente rojiza y deformada del hombre, porque era del sexo masculino, y me dispuso a recibir una vaharada de intensas y malolientes sensaciones materiales. Con suavidad, como un parásito bien entrenado, dejé que mi mente viera por sus ojos físicos.

El hombre se encontraba en lo que parecía una cocina a juzgar por la mesa, las sillas y allá al fondo un perol de comida sobre una superficie metálica. Estaba comiendo y no era malo el guiso a juzgar por los estímulos que me llegaban desde su paladar. Me dispuse a disfrutar de su comida ya que no tenía otro remedio. Mientras llegaba mi difunto rememoraría viejas y casi olvidadas sensaciones. Me rogué a mi mismo que las tentaciones no fueran tan fuertes que me impulsaran a buscar una nueva reencarnación. En varias ocasiones estuve a punto de dejarme llevar pero pude resistirme a tiempo. Aún queda algo de voluntad en este pellejo de consciencia llamado A.T.