EL LOCO DE CIUDADFRÍA XL (NOVELA)

3 09 2023

EL LOCO ERÓTICO II

Entramos todos a la casa y Chonchi se disculpó, subió a su habitación en el segundo piso para cambiarse. Todo tiene un límite, ella como mi esposa estaban disfrutando tanto como yo o más del azoramiento del loco, pero uno no se pone a cocinar en bikini por una elemental precaución, el aceite puede saltar y la piel es muy delicada. Mientras su amiga desaparecía de la escena mi mujer se dedicó a enseñarle el salón, la cocina, separada por un murete de madera, el dormitorio de invitados, donde dormiría él, porque nosotros éramos de la casa y el servicio de la planta baja. Observé relamiéndome la cara del loco, imaginando que su timidez patológica tal vez le llevara a renunciar a una necesidad perentoria, como era la mía, pero en mi caso existía una poderosa razón para no desaparecer de escena. Me equivoqué, se disculpó y entró con un apresuramiento poco digno de aquel corpachón obeso. Entonces mi esposa se acercó con una sonrisa de oreja a oreja y me susurró.

-Te conozco. Sé que harás todo lo que esté en tu mano para dejarlo en ridículo, pero Chonchi ya sabe lo que tiene que saber y yo la apoyaré. Estás perdido.

-Pero bueno. Te prometo que no haré nada de lo que no te sientas orgullosa. Estoy portándome como un caballero.

-Ya lo veo, ya. Espero que cumplas tu promesa o te quedarás sin postre.

Sonrió de oreja a oreja y me dio un meloso piquito en los labios. Me sentí desarmado, pero no tanto como para subir las maletas y aprovechar para un pis apremiante. Cuando el loco salió parecía tan aliviado que me llamé idiota por dejarme llevar por mi mezquino afán de venganza. Chonchi No tardó en bajar, vestida con unos vaqueros y una blusa muy ajustada que resaltaba sus poderosos y apreciados pechos. Me froté las manos mentalmente, pero debí poner cara de niño malo, porque mi esposa me miró con recochineo y se llevó las manos a sus pechos, como si quisiera colocárselos bien. No tuve tiempo de guiñarle un ojo porque Chonchi, el ciclón gallego, se puso en marcha. Abrió un armarito y sacó un mandil de cocina muy llamativo. Dibujado en él un gran culo, que bien podría ser el suyo y debajo un letrero en gallego muy picante que yo había tenido que traducir por mi cuenta en Internet porque ella se negó en redondo a hacerlo. Por suerte el loco estaba demasiado ocupado hurtando la mirada que se le iba a sus pechos y también a los de mi esposa, observé, un poco pasmado, la verdad sea dicha. También buscaba una posición y una mirada diagonal que impidiera a sus ojos apreciar el movimiento cadencioso de Chonchi hacia la vitro, donde reposaba una sartén con aceite. Aquella danza parecía más propia de un gag de cine mudo que de una película en color como aquella, sino fuera porque a pesar de la aparente gazmoñería de aquellas comedias victorianas había más chicha de la que se apreciaba a simple vista, como lo probó el desastroso final de aquel actor gordo del que yo en aquel momento no recordaba el nombre. Comparado con él, nuestro loco particular era una ursulina.

La galleguiña se acercó a nuestro hombre y le puso en las manos un recipiente de plástico con agujeros lleno de pimientos. Repitió una vez más la coletilla, sonrió al loco y le llevó de la manita hasta el fregadero.

-Lávalos bien y cuando acabes tendrás que pelar patatas, como hiciste en la mili.

-Yo no hice la mili. Me libré.

Fue todo lo que acertó a decir. Permaneció largo rato lavando y lavando, como si aquello fuera una vajilla grasosa. Yo mientras tanto me había acomodado en el murete, los codos sobre la madera y las piernas separadas, como si el espectáculo fuera a durar un tiempo más que prudencial. Aproveché para mirar sin azoramiento la popa de Chonchi, eso sí, muy atento a cualquier movimiento de cabeza de mi esposa que pudiera pillarme in fraganti. Ambas mujeres iniciaron una conversación trepidante al tiempo que mi mujer se hizo con otro mandil, menos llamativo y se dispuso a freír los filetes mientras su amiga la contemplaba con los brazos en jarras. La galleguiña enseguida se dio cuenta del azoramiento del loco y se le acercó. Le dio un buen pescozón en un brazo mientras le decía.

-Ya está, ya está. Que los pimientos no son pechos. Qué hombre, se podría tirar así hasta que nos dieran las uvas.

Esa era mi Chonchi. Pero su frase no fue muy afortunada porque al loco se le cayeron los pimientos al suelo, se arrodilló y los recogió apresuradamente. Luego volvió a lavarlos. Cuando terminó la mujer le obligó a dejarlos en la encimera y le llevó, como a un niño tonto, hasta la mesa de madera de la cocina. Allí le sentó con tanta brusquedad que el pobre hombre a punto estuvo de lamer con su trasero el suelo. Yo me llevé la mano a la boca para bloquear una carcajada. Chonchi enseguida le trajo un cuenco con patatas y un recipiente de plástico para las mondas. Le dio con cuidado un pequeño cuchillo curvo y le dijo que pelara deprisa porque los filetes estarían enseguida y quería hacer las patatas antes que los pimientos.

El loco se puso a ello casi con desesperación, mirando las patatas como si fueran los pechos de su anfitriona. Se había puesto muy colorado y su vista adquirió una fijeza propia de un demente. La cocina hervía de agitación y de cháchara. El único que no hacía ni decía nada era yo. Me pregunté cuánto tardaría Chonchi en darse cuenta y ponerme a caer de un burro por machista que no echa una mano en tareas domésticas ni aunque le vaya en ello la vida. Por suerte la conversación debió parecerle mucho más interesante. Los filetes estuvieron en las dos fuentes en un plis plás y mi esposa se puso con los pimientos, temiendo, con razón, que las patatas iban a tardar. Me fijé en que el loco debía de estar pensando lo mismo, porque se apresuró de tal forma que pronto el cuenco estuvo repleto de patatas bien cortadas. Sin duda aquel sí era un hombre de hogar, un animal doméstico bien entrenado y solo su nerviosismo le hacía parecer un zoquete. Le vi apretar los dientes, se levantó con cuidado y la preocupación porque no se le cayeran al suelo no le impidió llegar hasta las mujeres y entregar el cuenco con su contenido. Chonchi tiró de sus manos, una vez libres, y poniéndose de puntillas le plantó un beso en la boca. Las risas de las mujeres esta vez no azoraron al loco quien debía de haber hecho el propósito de convertirse en estatua de sal, pasara lo que pasara.

-Si tiras las mondaduras a la basura te ganas otro beso.

Nuevas risas. El hombre de sal preguntó dónde estaba el cubo de la basura y Chonchi se inclinó delante de él, abrió una puerta en los armaritos de madera que ocupaban toda la pared y se lo enseñó. El loco no pudo evitar que su mirada fuera al pan y creo que a punto estuvo de pedir perdón por haberle mirado el culo. Recogió las mondas y las tiró a la basura y cuando ya se retiraba casi corriendo para evitar el beso, Chonchi le hizo una especie de llave que le obligó a inclinarse y ponerse a su disposición. Esta vez el beso fue más largo. Mi esposa miraba y su regocijo no tenía límites. Nuestro hombre en la Habana se retiró como un espía pillado en alguna fechoría y se sentó de nuevo a la mesa. Esta vez hizo como que su móvil había vibrado con algún mensaje y ya no despegó los ojos de la pantalla.

Por desgracia para él todo estuvo listo y Chonchi, tras sacar una gran bandeja de ensaladilla rusa del frigorífico, nos anunció a todos que la comida estaba servida. Me apresuré a sentarme a la mesa del comedor, donde la vajilla y todos los aditamentos estaban ya preparados, y tomando un tenedor en mi mano me preparé para devorar todo lo que se me pusiera delante, tenía un hambre de lobo. Al loco tuvo que traerlo mi esposa casi a rastras y lo sentó en un extremo de la mesa, justo enfrente de Chonchi que se sentó en el otro. Me pasaron la fuente y me serví una copiosa ración. Observé que mi esposa estaba más atenta al loco que a mí, por suerte. Este había guardado el móvil, haciendo un gran esfuerzo de voluntad y procuraba no mirar hacia Chonchi, quien sentada en su silla especial, que le permitía colocar los brazos y los pechos por encima del tablero, parecía disfrutar del momento como una reina. Ella y mi esposa siguieron con la cháchara, donde la habían dejado, supongo, porque yo me había perdido hacía ya un buen rato. El darle al diente no me impidió estar muy atento a todo lo que el loco estuviera haciendo o fuera a hacer en un futuro más o menos inmediato.

Aunque apenas miraba hacia mi esposa sí pude observar una miradita traviesa a sus pechos, como si los estuviera mostrando con todo descaro y él aprovechara el momento para disfrutar sin que le pillaran, si eso fuera posible. Pero con quien no pudo fue con Chonchi. Su descontrol era tan patético como ridículo. Intentaba mirar a su anfitriona a los ojos, o como mucho del cuello para arriba, pero como todos sabemos, eso es imposible, si bien podemos centrar la mirada en un punto concreto del paisaje que tenemos delante, el resto de la mirada lo abarca todo, al menos lo que tenemos al frente, no digo nada de lo que hay detrás de nuestras espaldas, no tenemos ojos en la nuca y tampoco de lo que sobrepasa una determinada diagonal en los extremos. La mirada tiende ir al centro-centro, tanto en horizontal como en vertical. Me resultó curioso y sorprendente que él intentara enseñar a sus ojos a mirar solo lo que le permitía su mente, aprisionada por ideas obsesivo-compulsivas, o en bucle como decía él. Lo cierto es que como consecuencia de su lucha la mirada se acababa centrando allí precisamente donde su mente le había prohibido ir. Los ojos van al pan o a la carne, o en este caso a los hermosos pechos de Chonchi. Allí quedaban atrapados como si fueran limaduras de hierro atraídas por un poderoso electroimán. La impresión que sacaba un observador objetivo era la de que el loco estaba realmente viendo lo que los demás no éramos capaces de ver, es decir, los pechos de Chonchi desnudos. Uno podía apreciar su volumen, su redondez, su sensualidad, pero era imposible que los viera desnudos porque no lo estaban. Aquel hombre, en cambio, parecía tener rayos X en los ojos, desnudaban todo cuerpo femenino que se le pusiera delante. Y no era una interpretación teatral de un buen actor, cualquiera podía apreciar que si le afectaban tanto era porque realmente los veía desnudos y no porque así se los imaginara. Aunque bien pudiera ocurrir que su imaginación fuera tan viva que llegara a donde todos los demás mortales no somos capaces de llegar.


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