LA PREVENCIÓN DEL SUICIDIO IV

19 07 2023

EL DOGMATISMO O LA SEMILLA DEL SUICIDIO

La frase evangélica “quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos…” es lo más contundente que se ha dicho nunca sobre la mala educación, las malas influencias, que destrozaran a un niño para toda la vida. El dogmatismo, religioso, ideológico o de cualquier otra clase es la lóbrega prisión en que es encerrado un niño para que aprenda que la libertad solo trae malas consecuencias. La semilla del dogmatismo crecerá hasta convertirse en un árbol sólido que el suicida acabará utilizando para suicidarse. Hablando metafóricamente.

Mi educación en el dogmatismo comenzó muy pronto, antes de los siete años. En aquel tiempo y en aquel entorno franquista hubiera sido inaudito rebelarse contra la educación religiosa, concretamente católica, apostólica y romana. No se podía destacar, negándose a que los hijos recibieran la primera comunión o no asistiendo a misa los domingos y fiestas de guardar. Por eso yo tuve que estudiar el catecismo como todos los niños que iban a recibir la primera comunión a la edad establecida. El párroco del pueblo nos reunía en la iglesia y machaconamente nos hacía repetir aquel catecismo tan ingenuo como insidioso. ¿Qué es ser cristiano? Yo soy cristiano por la gracia de Dios, etc. Creo que se trataba del catecismo del padre Astete, modernizado, porque me acabo de enterar en la Wikipedia de que el primer catecismo del padre Astete es de 1593. Eran preguntas y respuestas que uno se veía obligado a memorizar como un lorito. Estudiar el catecismo durante el tiempo establecido era una condición imprescindible para poder hacer la primera comunión y resultaba imaginable que un solo niño del pueblo no llegara a hacerla.

Lo que más impactó al niño de siete años, enclenque, enfermizamente tímido, que era yo, fue el concepto de Dios, no como padre amoroso, sino como terrible juez que te podía castigar por nada, una mentirijilla, al pavoroso infierno. No se nos presentó a Dios como a un padre amoroso, sino como a un poderoso juez, omnipotente, que lo sabía todo y miraba en nuestro interior como en un libro abierto. Si los estúpidos cuentos del “hombre del saco”, el sacamantecas y otros semejantes, aterrorizaron las infancias de los niños de mi generación, para mí el mayor terror de todos fue saber que existía un Dios, todopoderoso, omnisapiente, que sabía de todos y cada uno de nuestros pecados, incluso los veniales menos graves, como las mentirijillas y que tenía el poder de castigarnos a un infierno eterno donde seríamos arrojados a calderas de pez hirviendo en las que permaneceríamos por toda una eternidad, sin posibilidad de remisión. No voy a negar que yo fui un niño hipersensible, de una timidez enfermiza y patológica, que además era un comistrajo, que comía muy poco y mal. Tampoco niego la posibilidad de una herencia genética que me predispuso para la enfermedad mental, así como un entorno familiar en el que faltaba cariño y sobraban amenazas para que me comportara bien, donde permanecer quieto y sin abrir la boca era la mejor forma de conseguir fama de “buenín” y evitar los castigos. Pero la aparición en mi vida, tras el catecismo, del peor sacamantecas que yo hubiera podido imaginar, un Dios, anciano barbudo, con un ojo que lo veía todo y tan duro de corazón que era capaz de castigar a un niño al infierno por toda la eternidad, fue algo que destrozó mi vida, convirtiéndola en un terror constante y tan intenso que temblaba y daba diente con diente a escondidas.

Puede que para los otros niños aquellas horas de aburrimiento, repitiendo como loritos frases que no significaban nada, no tuvieran más importancia que unos momentos malos a cambio de poder vestir luego un trajecito de marinero, los niños, y un vestidito de novia, las niñas, pero para mí fue la apertura del libro oscuro, plagado de monstruos que te iban a devorar las entrañas al menor descuido. Mi imaginación ya era entonces muy viva y la representación del gran monstruo barbudo, vigilándome día y noche, a todas horas, para pillarme en el menor renuncio y así castigarme, se convirtió en una realidad incontrovertible y tan angustiosa, que si ya estaba predispuesto a problemas nerviosos, aquello fue el martillazo que me descoyuntó. Memorizar aquellas preguntas y respuestas no fue difícil, lo insoportable era pasarme el día vigilando, angustiado, para no cometer ni un solo pecado, ni el más venial de todos. Las normas sobre el pecado, vistas con la perspectiva del tiempo, se me parecen extraordinariamente a la estúpida y delirante regulación que establecen algunos libros del Antiguo testamente, como el Levítico, el Deuteronomio y otros que no recuerdo. Si bien las mentirijillas eran pecados veniales, su acumulación podía acabar por convertirlas en pecado mortal y de esta manera las puertas del infierno se abrían ante ti. Esto me producía una angustia constante que tensaba mis nervios durante todo el día, hasta el punto de que recuerdo muy vivamente cómo antes de comulgar quise confesarme una vez más para evitar el sacrilegio de comulgar en pecado mortal. Y todo ello por una mentirijilla de última hora. Lo de las mentirijillas me traía frito. Si decía siempre la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, los castigos iban a menudear tanto que se harían insoportables, Pero, por otro lado, decir mentirijillas, para librarte del castigo suponía estar confesándote todos los días y a todas las horas, para evitar que se transformaran en pecado mortal, y de esta manera sufrir el peor de los castigos, el infierno eterno.

No sé cómo pudieron convencerme de que si Dios era un padre infinitamente bondadoso, al mismo tiempo podía llegar a castigarnos de una forma espantosa, impropia de un padre amoroso. Conciliar ambas facetas en una misma persona o ser, ya fuera divino o humano, era totalmente imposible, una de las dos debía de prevalecer. No es que eligiera la del juez terrible, se me impuso de una forma que aún hoy soy incapaz de analizar y comprender. El dogma se filtra en los niños como un caramelo que no podemos rechazar. Incapaces de asimilar el concepto de maldad, no somos capaces ni de imaginar que un caramelo pueda estar envenenado. El dogma en las religiones brota, como de una fuente ponzoñosa, de un axioma que nadie pone en duda y de ahí, con una lógica aplastante, se deduce todo lo demás. Basta con mentar que algo es palabra de Dios, te alabamos señor, para que nos resulte imposible poner en duda lo que se nos diga, sea lo que sea. La palabra de Dios puede estar contenida en un libro, como la Biblia, en una pomposa manifestación ex cathedra, como cuando supuestamente el Papa habla para solventar algún tema espinoso y lo hace con un ceremonial, con un ritual predeterminado. Se convierte en la boca de Dios y nadie analiza ni pone en duda nada de lo que diga, aunque sea una estupidez. Otras religiones utilizan otros libros u otros profetas o supuestas revelaciones. No importa el medio o instrumento, mientras esté revestido con la vestimenta de la divinidad. El concepto de Dios era para aquel niño que fui algo tan infinito, tan incomprensible, que no me atrevía ni a dudar. También me fiaba de lo que me dijeran los adultos, fuera lo que fuera, porque los adultos no podían mentir, ni existía maldad en ellos, un concepto que siempre me abrumó, hasta que descubrí sus mentiras y sus maldades.

Con el tiempo llegaría a leer y a saberme de memoria los evangelios, y allí, a pesar de algunas manifestaciones inadmisibles, comprendí que el Dios evangélico sí era aceptable, era el padre amoroso, el que perdona, el que no puede condenar al infierno, porque el infierno no existe. Tardé tantos años en librarme de este concepto, de este dogma dantesco, que mi sistema nervioso se resintió para siempre. Analizando las razones por las que a mí me afectaron tanto estas cosas, mientras otros niños se limitaban a cumplir con las obligaciones que les imponían y luego se olvidaban de ello, he llegado a la conclusión de que mi especial sensibilidad hacia lo invisible, hacia la existencia de todo un universo que no podían ver nuestros ojos de carne, me hizo especialmente vulnerable. Nunca me costó asumir la posibilidad de la existencia de algo que no vieran mis ojos, ni palparan mis manos, ni escucharan mis oídos. Al fin y al cabo todo el mundo parecía creer en cosas que nunca había visto, ni palpado, ya fueran ciudades desconocidas, países remotos, gentes variopintas. Hay que tener en cuenta que en mi infancia no existía la televisión y las fotografías eran algo tan inusual que solo los acontecimientos muy especiales quedaban reflejados en esas cartulinas que entregaba el fotógrafo de turno, porque el que alguien poseyera una cámara, no siendo fotógrafo, era de todo punto impensable. Entonces no existía la televisión, para contrastar ciertas informaciones, al menos para los niños pobres, porque los papás de los niños ricos pronto irían comprando los primeros televisores que llegaron. A los niños de mi generación era fácil convencerlos de que existía el hombre del saco, el sacamantecas o cualquier monstruito de chichinabo, como decía mi padre. Poblaban tu imaginación con toda clase de criaturas espantosas e inverosímiles, solo para que tuvieras miedo y no anduvieras de noche por el pueblo o no fueras a sitios a los que no se podía ir. ¿Cómo no te iban a convencer de que existía Dios? Más si te lo decía un señor vestido de forma estrafalaria que decía ser el representante de aquel Dios en la Tierra. Por otra parte. tú ibas viendo que todo lo que existía era porque había surgido de algo. Aunque no acababas de comprender cómo a los niños los podía traer la cigüeña. Aún recuerdo con viveza la angustia que sufrí cuando mis padres me dijeron que a mi hermanito lo iba a traer pronto una cigüeña. Yo había visto cómo eran las cigüeñas y no me entraba en la cabeza que a un bebé –ya había visto alguno- lo pudiera traer un animalito tan pequeño, y menos en el pico. Los traían de París, un lugar que debía de estar muy, muy lejos. Me angustiaba pensando que a aquel pájaro se le podía cansar la cabeza de pujar por algo que casi pesaba más que ella. En algún momento se le podía caer el bebé del pico, y dada la altura a la que volaba, el niño quedaría aplastado, muerto. Y todo porque los adultos no te podían hablar de cómo se hacían realmente los niños. Un acto tan guarro, no se les podía contar a unos niños tan inocentes.

Eran tiempos difíciles, en los que casi todo estaba prohibido, casi todo era malo o vergonzoso. Las autoridades obligaban a seguir rígidos protocolos para todo lo que se hacía o se decía. Los gobiernos dictatoriales necesitaban del dogma como del agua en el desierto. Si el dictador de turno había sido elegido por Dios, nunca se equivocaba y permanecería en el poder hasta su muerte. Las autoridades más altas eran elegidas por Dios, y las menos altas eran elegidas por alguien elegido por Dios, por lo que a todos les rodeaba un aura de divinidad que no podía ser puesta en solfa. Te dijeran lo que te dijeran los supuestos elegidos por Dios, había que creerlo y decir amén. Si el cura te decía que ibas al infierno por un solo pecado mortal, te lo creías; si te decía que Dios podía verte, estuvieras donde estuvieras, incluso encerrado entre cuatro paredes, y que incluso leía tus pensamientos y sabía todo lo que habías hecho, te lo creías. Vivir constantemente vigilado por un ojo que lo veía todo, por un ser que lo sabía todo, por un juez implacable que te condenaría por pecados mortales tan graves como la reiteración de mentiras o porque había empujado a un niño que había caído al suelo y se había hecho daño, es un tormento que solo los que lo hemos vivido sabemos hasta qué punto puede desencadenar una enfermedad mental, a poco que los genes acompañen. De ahí al suicidio solo hay un corto trecho de unos años. Porque cuando creces y crece tu capacidad de razonar, acabas viendo los dogmas como paparruchas estúpidas en las que creíste cuando eras un niño indefenso. Ahora dejas de creer y tu destrozado sistema nervioso te hace sufrir tanto que buscas el suicidio como una forma de acabar con el dolor. Ya no crees que suicidarse sea un espantoso pecado mortal que no se perdona y vas al infierno de cabeza, además de que no te enterrarán en tierra sagrada. ¡Vaya por Dios!

Ser un niño hipersensible tiene sus desventajas, lo mismo que un exceso de imaginación, o incluso el deseo de ser tan buenín, tan buenín, que todos te den golpecitos en la cabeza y te digan que vas a ir al cielo. En aquellos tiempos la educación que recibías era una clara preparación para el suicidio. Entre los dogmas que te metían en la cabeza a martillazos, las mentiras que te soltaban a cada paso, porque no se podía hablar de ciertas cosas, y los monstruos que poblaban tu imaginación, sin contar, claro, que para algunos niños hipersensibles como yo el que existiera un Dios que te veía de continuo y que acabaría condenándote al infierno, eso seguro, porque nadie podía ser tan santo que no pecara nunca, y si no te confesabas a tiempo, ¡zás!, al infierno de cabeza, la vida de un niño de mi generación, tan sensible como lo fui yo, era ya un infierno, debí haberlo pensado para dejar de sentirme aterrorizado por el dicho infierno. Pero como veo que esto se está prolongando mucho y no quiero dejar de lado ciertas cuestiones importantes, seguiremos en el próximo capítulo.


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